Mientras volvía a poner la cadena a la puerta, Kira murmuró: -Estoy estupefacta, Leo.
– ¿De qué?
– De que hayas podido trabar relación con una…
– Yo no he criticado nunca a tus amigos.
En aquel momento atravesaban la habitación de Marisha; ésta, que se hallaba junto a la ventana, levantó la cabeza y miró a Leo con curiosidad, asombrada ante el tono de su voz.
Leo cerró tras sí, rudamente, la puerta de su habitación, y observó:
– Por lo menos, hubieras podido ser cortés con ella.
– ¿Qué quieres decir?
– Que hubieras podido decir algo de vez en cuando.
– No vino para oírme hablar.
– Yo no la invité. Ni es amiga mía. No tienes por qué ponerte trágica.
– Pero, Leo, ¿dónde la conociste?
– Estaba en el mismo sanatorio que yo, y casualmente tenía libros extranjeros. Lo cual resulta muy atractivo, cuando no se tiene otra distracción que pasarse los días leyendo esas porquerías soviéticas. Ahí tienes cómo nos conocimos. ¿Qué mal hay en ello?
– Pero, Leo, ¿no ves qué es lo que busca?
– Claro está que lo veo, pero ¿temes que lo logre?
– ¡Leo!
– Entonces, ¿por qué no podemos hablar de ello? Es una tonta inofensiva que quiere que la tomen por alguien. Y realmente tiene muchas relaciones.
– ¡Pero apoyarse en un tipo semejante!
– ¡No es peor que toda esa gentuza roja que hay que conocer en estos tiempos! Y por lo menos ella no es roja.
– Bien, como te parezca.
– Olvídala, Kira. No volverá.
Le sonreía, de pronto, afectuosamente, con ojos brillantes, como si no hubiera ocurrido nada, alegre e irresistible, y ella se sentó y, apoyando las manos en sus hombros, murmuró:
– ¿No ves, Leo? Sólo es porque nadie parecido debe atreverse ni siquiera a mirarte.
– Déjale que mire. No puede hacerme ningún mal -dijo él, golpeándole ligeramente la mejilla.
Leo había dicho:
– Escribe en seguida a tu tío de Budapest; dale las gracias y dile que no envíe más dinero. Ya estoy bien. Lucharemos solos. He tomado nota de la cantidad exacta que tú me has enviado, y supongo que tú, por tu parte, habrás anotado, como te dije, lo que has gastado aquí. Ahora tenemos que empezar a devolver esa suma. Si tiene paciencia… porque sólo Dios sabe cuánto tardaremos.
– Sí, Leo -había dicho ella, sin mirarle.
Leo se había dado cuenta de su reloj y había fruncido el entrecejo.
– ¿De dónde lo sacaste?
– Es un regalo… de Andrei Taganov -había contestado Kira.
– ¡ Ah! ¿De modo que aceptas regalos de él?
– ¡Leo! -le había mirado retadoramente, pero luego había dicho, con aire suplicante-: ¿Por qué no, Leo? Era mi cumpleaños y no quise ofenderle rechazándolo. El se encogió despectivamente de hombros.
– No creas que me importa. Es cosa tuya. Por mi parte no me gustaría llevar alhajas pagadas con el dinero de la G. P. U.
Kira había escondido las medias, el encendedor y el frasquito de perfume; y había dicho a Leo que se había hecho el vestido encarnado para recibirle. Pero Leo se extrañaba de que no quisiera llevarlo más a menudo.
De día, Kira recitaba ante los atónitos visitantes de las salas del Palacio de Invierno, tapizadas de rojo: "… es un deber de todo ciudadano consciente el conocer la historia de nuestro movimiento revolucionario, a fin de poder llegar a ser un técnico ilustrado, combatiente en las filas de la Revolución mundial del proletariado, que constituye nuestra más alta meta". Por la noche, intentaba decir a Leo:
– Hoy tengo que salir, se lo prometí a Irina… -o bien-… no tengo más remedio que salir. Hay una asamblea de las organizaciones turísticas… Pero Leo la obligaba a quedarse en casa.
A veces se miraba al espejo, contemplando con estupor sus ojos, que todo el mundo había proclamado siempre límpidos y honrados.
No salía por la noche. No podía alejarse. No podía saciarse de mirar a Leo, de permanecer sentada en silencio, muy quieta, acurrucada en su sillón, observando a Leo que, de pie junto a la ventana, estaba de espaldas a ella, con las manos en las caderas, el cuerpo ligeramente inclinado hacia atrás, los músculos del cuello tensos, bronceados, salientes bajo los negros cabellos en desorden, como una conmovedora promesa del rostro que no alcanzaba a ver. Luego Kira se levantaba, se dirigía lentamente hacia él, y pasaba poco a poco por los duros tendones de su cuello sus manos acariciadoras, sin decir una palabra, sin darle un beso. Entonces pensaba con fría curiosidad en otro hombre que la estaba esperando; pero sabía que debía ir a ver a Andrei. Una noche se puso el traje encarnado y dijo a Leo que había prometido a su familia que iría a verles.
– ¿Puedo ir contigo? No les he visto todavía desde mi regreso, y les debo una visita.
– No, Leo; no esta vez -contestó ella con calma-. Prefiero que no. Mamá ha cambiado tanto… que no sé si te entenderías con ella.
– ¿Y tienes que ir precisamente esta noche, Kira? Siento que te marches y me dejes solo en casa. He pasado tanto tiempo lejos de ti.
– Les prometí ir hoy. No tardaré. En seguida estoy de vuelta. Estaba poniéndose el abrigo cuando sonó la campanilla. Marisha fue a abrir, y no tardó en oírse la voz de Galina Petrovna.
– ¡Oh, cuánto celebro que estén en casa! Si hubiese pensado que iban a ver a los demás y se olvidaban de sus viejos padres…
Entró la primera, seguida por Lidia. Detrás de las dos, arrastrando los pies, iba Alexander Dimitrievitch.
– ¡Leo, querido hijo! -y Galina corrió hacia él y le besó en las dos mejillas-. ¡Estoy contentísima de verte! ¡Bien venido a Leningrado!
Lidia le estrechó la mano con indiferencia; se quitó el viejo sombrero deformado, se dejó caer sobre una silla y empezó a hurgarse el pelo entre las horquillas, porque un gran mechón de cabello le caía fuera de la descuidada trenza que llevaba caída sobre la nuca. Estaba muy pálida, no llevaba polvos y su nariz relucía; se pasó la mayor parte del tiempo contemplando el suelo con aire melancólico.
Alexander Dimitrievitch murmuró:
Estoy contento de verte restablecido, muchacho -y dio tímidamente una palmada en el hombro de Leo, con una mirada insegura y asustada, como la de un animal que temiera que le pegaran.
Kira les recibió con calma, diciendo con frío aplomo:
– ¿Por qué habéis venido? Iba a salir para ir a veros como… como os había prometido.
– ¿Cómo…? -intentó decir Galina, pero Kira no la dejó hablar.
– En fin, puesto que ya estáis aquí, quitaos los abrigos.
– Estoy muy contenta de que te hayas puesto bien, Leo -dijo Galina Petrovna-. Me parece que eres hijo mío. Y realmente lo eres; todo lo demás son prejuicios burgueses.
– ¡Mamá! -protestó débilmente Lidia, dejando caer sus manos inertes.
Galina Petrovna se instaló en un cómodo sillón. Alexander Dimitrievitch se sentó con aire confuso en una silla, junto a la puerta.
– Gracias por la visita -dijo Leo sonriendo cortésmente-. Mi única excusa por no haber ido a verles es…
– Leo -concluyó por él Galina Petrovna-. ¿Ya sabes que mientras has estado fuera sólo la hemos visto tres veces?
– Tengo una carta para ti, Kira -dijo de pronto Lidia.
– ¿Una carta? -y la voz de Kira tembló imperceptiblemente.
– Sí; llegó hoy.
En el sobre no había ninguna indicación del remitente, pero Kira conocía la letra. La dejó con indiferencia sobre la mesa.
– ¿No la abres? -preguntó Lidia.
– No corre prisa -contestó afectando no darle importancia-, no es nada urgente.
– Bien, Leo -la voz de Galina Petrovna sonaba más fuerte, más clara-, ¿qué proyectos tienes para este invierno? ¡Este año va a ser interesantísimo! Lleno de oportunidades, especialmente para los jóvenes… -¿Lleno de… qué?
– ¡Un campo de actividades tan vasto…! No sucede como en las decrépitas ciudades europeas, en las que los pueblos viven toda su vida en la esclavitud a cambio de míseros salarios y de una existencia triste y llena de estrecheces. Aquí cada uno de nosotros puede ser un miembro creador de la una sociedad organizada y magnífica. Aquí el trabajo no es únicamente el vano esfuerzo de satisfacer una mezquina necesidad, sino una contribución al gigantesco edificio del porvenir de la humanidad.