– No es una profesión distinguida para una mujer -añadió María Petrovna.
– Es la única profesión -dijo Kira- que no me obligará a aprender mentiras. El acero es el acero. Cualquier otra ciencia representa el deseo o las elucubraciones de alguien y las mentiras de muchos.
– Pero ¿acaso tu espíritu no te dice nada? -argüyó Lidia.
– Francamente -continuó Víctor-, tu actitud es algo antisocial. Eliges una profesión porque te atrae, sin pensar que, como mujer, serías mucho más útil a la sociedad haciendo algo más femenino. Y todos debemos tener en cuenta nuestros deberes para con la sociedad.
– ¿Para con quién tienes tus deberes, precisamente, Víctor?
– Para con la sociedad.
– ¿Y qué es la sociedad?
– Si me lo permites, te diré que esta pregunta es infantil.
– Pero -insistió Kira, con sus dulces ojos muy abiertos- no entiendo para quién tengo deberes. ¿Para con el inquilino de al lado? ¿Para con el miliciano de la esquina? ¿Para con el empleado de la cooperativa? ¿Para con el viejo que he visto en la cola, el tercero empezando por la puerta, que llevaba un cesto más viejo que él y un sombrero de señora?
– La sociedad, Kira, es un complejo maravilloso.
– Se escribe una línea entera de ceros, y siempre es igual… nada. -Chiquilla -dijo Vasili Ivanovitch-, ¿qué vas a hacer en la Rusia Soviética?
– He aquí lo mismo que me pregunto yo -dijo la muchacha.
– Dejadla ir al Instituto -añadió Vasili Ivanovitch.
– No habrá más remedio -consintió Galina Petrovna-; no hay modo de discutir con ella.
_ Siempre hace lo que se propone -dijo Lidia, resentida
– . No sé cómo lo logra.
Kira se inclinó hacia el fuego y sopló sobre la llama que agonizaba.
Por un momento, una roja lengua de fuego destacó su cara de la
oscuridad. Parecía la de un herrero inclinado sobre su yunque.
_ Temo por tu porvenir, Kira -dijo Víctor-. Es hora de recon
ciliarse con la vida. Y con estas ideas que tienes no andarás muy
lejos.
_ Esto depende del camino que elija.
Capítulo tercero
Dos manos sostenían una libreta encuadernada en gruesa tela gris. Enjutas y encallecidas, señaladas por años de trabajo entre la grasa de ruidosas máquinas, sus arrugas estaban esculpidas en surcos oscuros sobre una piel endurecida por el polvo, y sus uñas estropeadas estaban cercadas de negro. Uno de los dedos llevaba una sortija con una esmeralda falsa.
Las paredes desnudas del local habían servido de toalla a innumerables manos sucias, y de un lado a otro, por encima de la descolorida pintura, corrían en zigzag huellas de cinco dedos. Aquella vieja casa, actualmente nacionalizada y destinada a oficinas gubernamentales, había sido en otro tiempo una lavandería. El lavadero había desaparecido, pero una línea de moho, con algunos huecos dejados por los clavos, dibujaba su contorno sobre la pared, por donde colgaban dos cañerías rotas, como los intestinos de la cuadra herida.
El empleado, que llevaba un traje caqui y lentes, estaba sentado junto al escritorio. Sobre éste, un secante roto y un tintero casi seco.
Como los silenciosos jueces que presidiesen la sala, dos retratos flanqueaban la cabeza del funcionario. No tenían marco, sino que estaban sencillamente fijos al muro por medio de cuatro clavos. Uno era el de Lenin, el otro el de Carlos Marx. Por encima de ellos campeaba una inscripción en letras rojas: "En la unión está nuestra fuerza".
Kira, muy erguida, estaba delante del escritorio. Estaba allí para retirar su cartilla de trabajo. Todo ciudadano que hubiese cumplido los dieciséis años debía poseer una cartilla de trabajo que siempre debía llevar consigo. Esta cartilla debía ser presentada y sellada cada vez que una persona encontraba una colocación o la dejaba, cuando alquilaba o desalquilaba un piso, cuando se inscribía en una escuela, cuando iba a recoger la tarjeta del pan, o cuando se casaba.
El nuevo pasaporte soviético era más que un pasaporte: era el permiso de vida que se concedía al ciudadano. Se le llamaba "cartilla de trabajo" porque trabajo y vida eran considerados sinónimos.
La Federación de Repúblicas Socialistas Soviéticas Rusas iba a adquirir un nuevo ciudadano.
El funcionario tenía en la mano el cuaderno de cubiertas grises, cuyas numerosas páginas debía llenar. La pluma le daba mucho quehacer, por lo vieja y mohosa, y porque el tintero estaba lleno de légamo. En la página nueva y limpia, escribió:
Nombre: Argounova, Kira Alexandrovna. Estatura: Mediana.
El cuerpo de Kira era esbelto, demasiado esbelto; y cuando se movía con una precisión brusca, rápida y geométrica, la gente sólo se daba cuenta del movimiento, pero no del cuerpo que lo producía. Y cualquiera que fuese el vestido que llevara, la oculta presencia de su persona la hacía parecer desnuda. Dentro del traje se sentía su cuerpo, y uno se preguntaba maravillado qué era lo que evocaba a la mente. Las palabras que ella pronunciaba parecían guiadas por la voluntad de su persona y sus bruscos movimientos aparecían como un reflejo inconsciente de su sonriente alma también en movimiento. De modo que su espíritu parecía físico y su cuerpo espiritual.
El empleado escribió: Ojos grises.
Los ojos de Kira eran de un gris oscuro, el gris de las nubes de tempestad, detrás de las cuales, sin embargo, el sol apunta a cada instante. Miraban tranquilos, seguros, con algo que la gente llamaba arrogancia, pero que no era más que una calma profunda y confiada, tan perfecta que parecía querer significar a los hombres que la completa claridad de su vista no necesitaba ninguno de sus lentes preferidos para contemplar la vida.
Boca: regular.
La boca de Kira era fina, prolongada. Cuando se callaba, era fría, indómita, y los hombres pensaban en una Walkiria con su lanza y su yelmo, en medio de la batalla. Pero un leve movimiento iniciaba un pliegue en la comisura de los labios, y los hombres pensaban en un diablillo que riese a la vida.
Cabellos: negros.
Los cabellos de Kira eran cortos, echados hacia atrás, sobre una frente desnuda, con rayos de luz sobre su masa compacta. Los cabellos de una mujer primitiva de la jungla sobre un rostro esbozado muy de prisa; un rostro de trazos duros, rectos, trazados con furia para dar la impresión de una promesa no cumplida.
Señas particulares: ninguna.
El funcionario soviético arrancó un hilo de la pluma e hizo una bolita entre los dedos, que luego limpió en los pantalones.
Lugar y fecha de nacimiento: Petrogrado, 11 de abril de 1904.
Kira había nacido en la casa de granito gris de la Kamenostrovsky. En aquella vasta morada, Galina Petrovna tenía un saloncito donde por la noche una camarera vestida de negro guardaba en un estuche el rico collar de brillantes, y un salón donde, en un traje de seda que crujía solemnemente, recibía a unas señoras que llevaban abrigos de pieles riquísimos y joyas preciosas. En aquellas habitaciones no tenían entrada los niños, y Galina Petrovna aparecía raras veces en las demás.
Kira había tenido una institutriz inglesa, una joven de bella sonrisa y rostro pensativo. La había querido… pero a menudo prefería quedarse sola… y se quedaba. Cuando se negó a jugar con un pariente suyo muy pesado, de quien la piedad familiar había hecho un ídolo, nadie volvió a proponerle ningún juego. Cuando echó al pesebre del caballo el primer libro que había leído, que hablaba de unas hadas que premiaban a una generosa niña muy bondadosa, su aya no le compró más libros. Cuando la llevaron a la iglesia y se escapó a media función y se perdió por las calles y no volvió a casa hasta que un coche de la policía la llevó a su desesperada familia, nadie más volvió a llevarla a la iglesia. La residencia veraniega de los Argounov, en los arrabales de una elegante población de verano, en lo alto de una colina que dominaba un río, se hallaba casi aislada por sus espaciosos jardines. La casa, de espaldas al río, daba al declive de la colina, que iba bajando graciosamente cubierta de jardines, de pérgolas, de monumentales fuentes de mármol debidas a los más insignes artistas. El otro lado del monte se erguía sobre el río como una masa de roca y de tierra, que se hubiera dicho salida de un volcán y enfriada en caótico desorden. Remando por el río, hacia el Sur, podía esperarse ver salir a algún dinosauro de las sombrías cavernas recubiertas por enmarañados matorrales, entre los árboles que se elevaban al cielo mientras sus raíces, como enormes arañas, se agarraban desesperadamente a las rocas.