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Junto a ellos una muchacha rió en la oscuridad y preguntó:

– ¿Cuándo os casáis, vosotros dos?

– Déjanos en paz -dijo Marisha con un gesto de la mano-. Nos vamos a casar. Somos novios.

La camarada Sonia había acercado una silla a Pavel, y éste se ha bía tendido, con la cabeza en el regazo de ella, que le acariciaba los cabellos. La mano de Pavel vagaba por la chaqueta caqui de Sonia. Pavel murmuraba:

– Eres una mujer excepcional, Sonia… una mujer maravillosa…tú me comprendes…

– Sí, Pavel; siempre he dicho que tú eres el más inteligente y más brillante de todos los jóvenes de nuestra colectividad.

– Eres verdaderamente maravillosa, Sonia.

Y seguía besándola y repitiendo:

– Nadie me aprecia.

La había tendido en el suelo y se inclinaba sobre su cuerpo cálido y pesado, murmurando:

– Un hombre necesita una mujer… una mujer buena y robusta, inteligente y comprensiva. ¿Para qué sirven aquellas espantapájaros…? A mí me gusta una mujer como tú, Sonia.

Sin saber como, Pavel se encontró en la pequeña despensa que separaba su habitación de la del vecino. Una ventana cubierta de telarañas, bajo el techo, dejaba pasar un polvoriento rayo de luna sobre un alto montón de cajas y cestas. Pavel se apoyaba sobre el hombro de Sonia balbuciendo:

– Se figuran que Pavel Syerov es uno de esos desgraciados que se pasan la vida comiendo en el cubo de la basura. ¡Ya verán! Pavel Syerov les hará ver que tiene el látigo por el mango… tengo un secreto, Sonia, un gran secreto… pero no te lo puedo decir… Pero siempre te quise bien, Sonia. Siempre he deseado una mujer como tú, Sonia, fuerte y robusta.

Cuando quiso echarse sobre una gran canasta de mimbre, el montón de cajas se tambaleó y cayó con gran estrépito. Los vecinos protestaron, dandofuriosos golpes en la pared. Pero la camarada Sonia y Pavel Syerov, echados en el suelo, no hicieron caso.

Capítulo quinto

El dependiente se secó la nariz con el dorso de la mano y envolvió una libra de mantequilla de un gran pedazo húmedo y amarillento que tenía ante él sobre un barril de madera. Luego se limpió el cuchillo en un delantal que había sido blanco. Tenía los ojos descoloridos y lagrimosos; su boca no era más que un bulto y una cavidad sobre una cara arrugada; su barbilla asomaba con dificultad por encima de un mostrador demasiado alto para el miserable esqueleto disecado que se ocultaba bajo su astroso jersey azul. Husmeó, dejando ver dos dientes negros y carcomidos, y sonrió a la elegante cliente de sombrero azul adornado con rojas cerezas.

– Es la mejor mantequilla de Leningrado ciudadana. La mejor de la ciudad.

Encima del mostrador se veía una pirámide de panes cuadrados, de un negro polvoriento y un blanco grisáceo. Y del techo colgaba un festón de embutidos, de pastas y de hongos secos. Las moscas se agolpaban sobre los grasientos pesos de una vieja balanza y sobre los sucios cristales de una única y estrecha ventana. En ésta, empañado por las primeras lluvias otoñales, pendía un rótulo: "Lev Kovalensky – Productos alimenticios".

La cliente echó sobre el mostrador unas cuantas sonoras monedas de plata y recogió su paquete. Iba a salir cuando se detuvo involuntariamente asombrada, para contemplar al joven que entraba. No sabía que era el dueño de la tienda, pero comprendía que pocas veces tendría ocasión de admirar por las calles de la ciudad un tipo de hombre como aquél. Leo llevaba un gabán extranjero nuevo, con un cinturón ceñido a su esbelto talle, el ala del sombrero caída por un lado sobre su perfil arrogante, un cigarrillo sostenido en la comisura de los labios por dos dedos afilados, enfundados en unos magníficos guantes de cabritilla de marca extranjera, y se movía con toda la gracia segura, rápida, consciente de sí misma, de un cuerpo nacido para vestir con elegancia. La muchacha le miró fijamente, dulcemente, con aire provocativo. El le contestó, con una mirada que era una invitación, una ironía y casi una promesa. Luego se volvió y se acercó al mostrador, mientras ella salía lentamente del establecimiento. El dependiente le recibió con una profunda inclinación, que le hizo tocar con la barba en el pedazo de mantequilla.

– Buenos días, Lev Sergeievitch; buenos días, señor.

Leo hizo caer en un vaso vacío la ceniza de su cigarrillo y preguntó:

– ¿Tienes dinero?

– Sí, señor. No puedo quejarme. Buenos negocios, señor, y…

– Dámelo.

El dependiente se frotó la barbilla con su mano sarmentosa y murmuró vacilando:

– Pero, señor, Karp Karpovitch dijo la última vez que…

– Te he dicho que me lo des. -Bien, señor.

Leo guardó con indiferencia los billetes en su cartera. Luego preguntó, bajando la voz.

– ¿Ha llegado el cargamento?

El dependiente asintió, guiñando confidencialmente un ojo y sonriendo con aire de complicidad.

– ¡Silencio! -dijo Leo-. Es más prudente.

– Sin duda, señor. Ya sabe usted que yo soy la discreción en persona, como dicen en la buena sociedad, si puedo expresarme así, señor. Karp Karpovitch sabe que puede fiarse de un viejo sirviente que ha trabajado para él desde…

– Podrías poner papel matamoscas aquí.

– Sí, señor. Yo…

– Hoy no volveré. No cierres hasta la hora de costumbre.

_ Bien, señor. Buenos días, señor.

Leo salió sin contestar.

La muchacha del sombrero azul adornado con cerezas le estaba aguardando en la esquina. Sonreía con una expresión de esperanza y de incertidumbre. Leo dudó un segundo, pero luego sonrió y se fue en otra dirección; su sonrisa provocó una oleada de rubor bajo el ala azul. Pero aún así, la muchacha siguió mirándole mientras él subía a un coche y se alejaba.

Se dirigió al mercado Alexandrovsky. Pasó rápidamente por delante de los viejos objetos expuestos en la acera, sin prestar atención a las intensas miradas de súplica de sus vendedores, y se detuvo ante un barracón en que había jarrones de porcelana, relojes de mármol, lámparas de bronce, una colección de objetos de valor incalculable que sin duda había ido a parar a la polvorienta penumbra del mercado después de haber adornado los salones de algún suntuoso palacio ahora destruido.

– Quiero algo para hacer un regalo -dijo al dependiente, que se inclinaba muy cortés al ver su gabán de aspecto extranjero-. Un regalo de boda.

– Muy bien – y el dependiente se inclinó de nuevo-. ¿Para su esposa, señor? -No; para un amigo.

Contempló con indiferencia, con desprecio, los delicados tesoros polvorientos y descalabrados que hubieran debido reposar en estuches de terciopelo en las vitrinas de un museo, y dijo:

– Quiero algo mejor que todo eso.

– Muy bien, caballero -replicó el dependiente, volviendo a inclinarse-; algo espléndido para regalar a algún amigo querido.

– No. Es para un hombre a quien odio. -Señaló un jarrón azul y oro que estaba en un rincón y preguntó:

– ¿Qué es aquello?

– ¡Ah, aquello, caballero! -dijo el dependiente tomando tímidamente el jarrón y dejándolo con mucho cuidado sobre el mostrador. Se trataba de un objeto de tal precio que no se había atrevido a enseñárselo siquiera a un cliente de tan elegante aspecto-. Sévres auténtico, caballero -susurró quitando las telarañas del jarrón y volviéndolo boca abajo para enseñar a Leo la marca de fábrica-. Es un objeto regio, caballero, algo verdaderamente regio.

– Me quedo con él -dijo Leo.

El dependiente se tragó la saliva y jugueteó con su corbata mientras contemplaba con admiración la repleta cartera entre los dedos enguantados de aquel generoso cliente que ni siquiera había preguntado el precio.

– Camaradas, en estos días de pacífica construcción del Estado, los trabajadores de la cultura proletaria constituyeron el batallón de choque de las fuerzas de la Revolución. La educación de las masas obreras y campesinas es el gran problema de nuestras heroicas jornadas rojas. Nosotros, los guías de los museos, formamos parte de los educadores de nuestro gran ejército de paz. No somos predicadores ni muñecos burgueses sentimentales, profesionales de una civilización de salón. Nosotros estamos clavados en el suelo de un país nuevo, empapado en la metodología práctica del materialismo histórico, de acuerdo con el espíritu de la realización soviética.