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Kira estaba sentada en la novena fila, y su silla amenazaba a cada momento hundirse bajo ella. La asamblea de guías de museos estaba por terminar. En torno a Kira, las cabezas pendían cansadas, y los ojos miraban furtivos y ansiosos a un gran reloj de pared, encima de la cabeza del orador. Pero Kira se esforzaba en seguir escuchando: no quitaba los ojos de los labios del conferenciante, para no perder ni una palabra. Hubiera querido que las pronunciase en voz más alta; pero tal como eran no lograba cubrir las que repetidamente martilleaba su cerebro; una voz por teléfono que imploraba, procurando no parecer implorar: "Kira, ¿cómo es que no te veo casi nunca?; y una voz imperiosa en la oscuridad: "¿Qué enredo es ése de tus salidas, Kira? Ayer me dijiste que habías ido a ver a Irina, y no era verdad." ¿Cuánto podía durar? Llevaba tres semanas sin ver a Andrei.

Junto a ella, las sillas se movieron con estrépito: la conferencia había terminado. Bajó corriendo la escalera, diciendo a uno de sus colegas:

– Verdaderamente, ha sido una conferencia interesantísima. Naturalmente, nuestro deber cultural para con el proletariado es algo de la mayor importancia.

Esto no era difícil de decir. Nada era difícil después de haber mirado a Leo cara a cara y de haberle dicho riendo: "¿A qué vienen ahora estas preguntas absurdas, Leo? ¿No tienes confianza en mí?"

Volvió a casa corriendo. En medio del cuarto de Marisha había dos baúles y una canasta de mimbre: los cajones vacíos habían quedado abiertos; las estampas habían sido arrancadas de la pared y estaban amontonadas sobre la mesa; en la habitación no había nadie.

La camarera abandonó el ruidoso "Primus" junto a la ventana y se precipitó a ayudar a Kira a quitarse el abrigo.

– ¿Ha vuelto Leo? -preguntó ésta.

– No, señora.

El abrigo era viejo y raído por los codos. El traje que llevaba debajo tenía todo el cuello manchado de grasa, el borde deshilacliado. Con un rápido movimiento, Kira se lo sacó por la cabeza y lo echó a la camarera, sacudiéndose el pelo desordenado. Luego se sentó en la cama y se quitó los zapatos de gastados tacones y las zurcidas medias de algodón; la camarera se arrodilló junto al lecho y le calzó unas medias de seda natural y unos elegantes escarpines de tacón alto. Luego se puso en pie para ayudarla a ponerse el elegante traje de paño oscuro. Finalmente, guardó el traje y los zapatos viejos en un armario en que había cuatro trajes nuevos y seis pares de zapatos, nuevos también.

Pero Kira necesitaba su empleo para conservar su título de "funcionaría soviética", y, para conservar el empleo, tenía que seguir llevando sus trajes viejos.

Un espléndido ramo de lirios blancos, último regalo de Leo, adornaba la mesa. Sobre los blancos pétalos se veía alguna mancha de hollín del "Primus", porque Kira tenía camarera, pero no tenía cocina. La camarera iba cinco horas al día y cocinaba en el "Primus" al lado de la ventana.

Leo llegó, con el jarrón de Sévres envuelto en un periódico bajo el brazo.

– ¿Todavía no está lista la comida? -preguntó-. ¿Cuántas veces os he dicho que no quiero ver humo cuando llego a casa?

– En seguida se la sirvo, señorito -se apresuró a decir la camarera. Corrió a cerrar el "Primus", con evidentes muestras de respeto y miedo sobre su rostro.

– ¿Compraste el regalo, Leo? -preguntó Kira.

– Aquí está. No lo desenvuelvas. Es frágil. Comamos, de lo contrario, llegaremos tarde.

Después de la comida, la camarera lavó los platos y se marchó. Kira se sentó al espejo y se avivó cuidadosamente los labios con un auténtico lápiz francés.

– Supongo que no vas a ir en este traje -dijo Leo.

– ¿Por qué no?

– Porque no. Ponte el de terciopelo negro.

– No tengo gana de vestirme para ir a la boda de Víctor. Y si no fuera por tío Vasili, ni siquiera iría.

– Pero desde el momento que vas, quiero que estés lo más elegante posible.

– ¿No será una imprudencia, Leo? Habrá muchos de sus amigos del Partido. Para qué darles a entender que tenemos dinero?

– ¿Por qué no? Claro está que tenemos dinero. Pues que lo sepan. Yo no cometo una villanía por el solo placer de cometerla.

– Bien, Leo. Como quieras.

Leo la miraba con aire de aprobación, cuando la vio con su traje negro, severa como una religiosa, graciosa como una marquesa del siglo dieciocho, con sus manos blancas y finas resaltando sobre la morbidez del terciopelo. Sonrió satisfecho, la tomó de la mano como si fuera la de una dama de la Corte en una recepción oficial, y se la besó con gesto cortesano.

– ¿Qué compraste, Leo?

– Oh, nada, un jarrón; puedes mirarlo, si quieres. Ella lo desempaquetó, y se quedó sin aliento.

– Pero, ¡Leo! ¡Esto cuesta una fortuna!

– Claro. Es de Sévres.

– No podemos regalárselo, no. No es por el precio, sino que me parece que no nos conviene dar a entender que lo podemos comprar. Verdaderamente, es peligroso.

– ¡Todo eso son tonterías!

– Leo, estás jugando con fuego. Para qué hacer esos alardes a los ojos de todos aquellos comunistas?

– Precisamente porque quiero que lo vean.

– Pero ellos comprenderán muy bien que un comerciante privado no puede permitirse tales lujos.

– ¡No me importa! ¡Déjate de tonterías!

– Devuélvelo, Leo; cambíalo.

– No.

– Pues no voy a la boda.

– Kira…

– Leo, por favor…

– No hablemos más del asunto.

Cogió el jarrón y lo arrojó al suelo. El jarrón se hizo añicos; Kira se quedó estupefacta, pero Leo se rió.

– Anda, vamos, por el camino compraremos cualquier otra cosa. Kira contemplaba melancólicamente los fragmentos del jarrón; no pudo evitar el decir:

– Con todo ese dinero, Leo…

– ¿No vas a poder olvidar esa palabra? ¿Acaso no se puede vivir sin pensar constantemente en el dinero?

– Me prometiste ahorrar, Leo. Podemos necesitarlo. Las cosas pueden cambiar…

– ¡Es absurdo! Nos queda tiempo de sobra para empezar a hacer economías.

– Pero, ¿no sabes lo que significan estos cientos de rublos que has arrojado por el suelo? ¿Olvidas que te juegas la vida por cada uno de estos rublos?

– Claro está que no lo olvido. Esto es precisamente lo que no debo olvidar. ¿Quién sabe si tengo porvenir? ¿Para qué ahorrar? Tal vez no lo necesite nunca. Ya me costó bastante fatiga ganarlo; ¿no puedo, pues, arrojarlo por la ventana si quiero… por lo menos mientras me dejan?

– No hablemos más de eso, Leo. Vamonos. Llegaremos tarde.

– Anda, pues, y no pongas cara de mal humor. Estás demasiado bonita.

En el cuarto de los Dunaev se veía un ramo de nardos sobre la mesa, unas macetas de margaritas sobre el aparador y una de campánulas sobre el piano vertical que había sido pedido en préstamo a los vecinos, como lo atestiguaban todavía las huellas de su traslado en el pavimento.

Víctor llevaba su modesto traje negro y mostraba en su semblante una modesta expresión de sencillez juvenil. Estrechaba manos, sonreía, se inclinaba graciosamente y aceptaba las felicitaciones. Marisha llevaba un traje de lana de color de púrpura, con una rosa blanca sobre el hombro. Parecía estupefacta: observaba todos los movimientos de Víctor con un tímido orgullo algo inseguro; se ruborizaba y respondía con precipitadas inclinaciones de cabeza a los cumplidos de los invitados, estrechaba manos desconocidas, y a cada momento volvía los ojos hacia Víctor como si temiera perderle.

Los invitados iban entrando, murmuraban una frase de enhorabuena y se sentaban como podían. Los amigos de la familia tenían un aspecto turbado y suspicaz; su afabilidad tenía mucho de cautela, sobre todo cuando hablaban con miembros del Partido. Estos también se mostraban tímidos e inseguros, principalmente con los amigos burgueses de la familia Dunaev, con los que apenas lograban parecer amables. Ninguno de ellos parecía espontáneo al felicitar en alta voz a la pareja, mientras observaba la figura encorvada y silenciosa de Vasili Ivanovitch, en cuyos ojos se reflejaba una evidente expresión de angustia, o la de Irina en su mejor traje remendado, con sus movimientos rápidos y nerviosos y su estridente tono de la mal fingida alegría.