– ¿Cómo no está aquí Sasha?
– Es natural -replicó Irina con una amarga sonrisa-. Víctor no iba a invitarle, precisamente a él.
Víctor se reunió con Pavel Syerov y otros tres hombres en chaquetas de cuero. Rodeó con un brazo los hombros de Syerov, y con el otro los del secretario de su célula, y luego se inclinó hacia ellos con aire confidencial, mirándoles corr ojos límpidos, en los que parecía asomar la más entrañable amistad. La camarada Sonia, acercándose, le oyó murmurar:
– Verdaderamente, estoy orgulloso de la familia de mi mujer y de la parte que ha tomado en la revolución. El padre, ¿sabéis? estuvo desterrado en Siberia, en tiempo del zar.
La camarada Sonia observó en voz alta:
– El camarada Víctor es un muchacho muy brillante. El tono de su voz no gustó ni a Víctor ni a Syerov.
Este último protestó:
– Víctor es uno de nuestros mejores elementos, Sonia.
– Lo que yo digo -insistió ella- es que el camarada Víctor Dunaev es un muchacho muy brillante. -Y añadió:- Desde luego, no dudo de su lealtad de clase. Naturalmente, no tiene nada que ver con un caballerete del tipo de aquel ciudadano Kovalensky, que está allí abajo.
– Dime, Víctor -preguntó Syerov observando la alta figura de Leo, que en aquel momento se inclinaba hacia Rita Eksler-, aquel hombre es Leo Kovalensky, ¿no es cierto?
_ Sí. Leo Kovalensky. Es un buen amigo de mi prima. ¿Por qué me lo preguntas? -Oh, por nada, por nada…
Leo observó a Kira y Andrei, que estaban sentados uno junto a otro al lado de una ventana. Dejó a Rita, saludándola con una inclinación y mientras ella se encogía de hombros con evidente impaciencia, se dirigió poco a poco hacia la pareja.
– ¿Les estorbo? -preguntó.
– De ningún modo -repuso Kira.
Leo se sentó a su lado, sacó su pitillera de oro, la abrió y les invitó a fumar. Kira sacudió negativamente la cabeza. Andrei tomó un cigarrillo. Leo se inclinó para darle fuego.
– Puesto que la sociología es la ciencia favorita de su partido -dijo Leo-, ¿no cree usted que estas bodas son interesantes?
– ¿Por qué, ciudadano Kovalensky?
– Porque ofrecen una oportunidad para observar la inmutabilidad esencial de la raza humana. El matrimonio por razón de Estado es una de las más antiguas instituciones de la humanidad. Siempre se ha considerado prudente el casarse con una persona de la clase dirigente.
– No olvide usted -dijo Andrei- la clase a que pertenece la persona en cuestión.
– ¡Todo eso son tonterías! -dijo Kira-. Esos dos se quieren, y no hay más.
– El amor -observó Leo- no forma parte de la filosofía del Partido del camarada Taganov, ¿no es verdad?
– No creo que esto le importe a usted -contestó Andrei.
– ¿Ah, no? -preguntó lentamente Leo, mirándole-. Precisamente esto es lo que estoy intentando descubrir.
– ¿Acaso esta cuestión plantea algún conflicto con su teoría personal… sobre el particular? -interrogó Andrei.
– No, no; más bien creo que la confirma. ¿Ve usted? En mi opinión, los miembros de su partido tienen una tendencia a situar por encima de su clase social el objeto de sus deseos sexuales.
– Y al decir estas palabras, señalaba con el cigarrillo a Marisha, pero miraba fijamente a Andrei.
– Si lo hacen -replicó éste- no siempre quedan desengañados.
– Y, al decirlo, miraba a Kira, pero señalaba a Víctor Dunaev.
– Marisha parece feliz -dijo Kira-. ¿Qué mal hay en ello, Leo?
– Yo sólo censuro las arrogantes presunciones de los amigos… -empezó a decir Leo.
– … que no conocen los límites de los derechos de la amistad -terminó Andrei.
– Andrei -dijo Kira-, somos muy poco amables con Marisha.
– Verdaderamente, lo siento -dijo Andrei-. Estoy seguro de que el ciudadano Kovalensky no interpretará mis palabras en mal sentido.
– No -dijo Leo.
Irina había colocado las copas en las bandejas, y Vasili Ivanovitch las iba llenando.
Irina las ofrecía a los invitados, con una vaga sonrisa a cada uno: su sonrisa era resignada, indiferente; cosa extraña en ella, permanecía callada.
Las bandejas quedaron rápidamente vacías; los invitados sostenían cada uno su copa con impaciencia. Víctor se puso en pie, y en el acto las charlas cesaron y se produjo un silencio solemne.
– Queridos amigos -la voz de Víctor era clara, vibrante, y su fono el de la más cálida y dulce persuasión-: no tengo palabras para expresaros a todos mi más profunda gratitud por la amabilidad que habéis tenido conmigo en este día, el más grande de mi vida. Brindemos por una persona que merece el mayor afecto de mi corazón, no sólo como pariente, sino como hombre que representa a mis ojos un espléndido ejemplo para todos nosotros, jóvenes revolucionarios que iniciamos una vida al servicio de la causa del Proletariado. Un hombre que ofreció a esta causa lo mejor de sus años, un hombre que desafió valientemente la tiranía del zar, que sacrificó su juventud en las frías estepas de Siberia, donde le habían desterrado por haber luchado por la causa de la libertad de los obreros. Puesto que éste es el principal objetivo que todos nosotros perseguimos, puesto que éste es el más elevado de todos los pensamientos de felicidad personal, ¡levantemos nuestras copas, en primer lugar, por uno de los primeros combatientes de la causa obrera y campesina soviética, por mi querido suegro, Glib Ilytch Lavrov!
Sonaron ruidosos aplausos, y se levantaron las copas; todas las miradas se volvieron hacia el rincón en que se ponía lentamente en pie la encorvada y enflaquecida figura del padre de Marisha. Lavrov tenía la copa en la mano, pero no bebía. Pidió silencio, con un gesto de su mano rugosa, y dijo con energía, firmemente, sin apresurarse:
– Oídme, muchachos. He pasado cuatro años en Siberia. Los pasé porque veía a la gente muriéndose de hambre y de miseria bajo una bota y buscaba su libertad. Sigo viendo a la gente morir de hambre y de miseria bajo una bota. La única diferencia está en que ahora la bota es roja. Yo no fui a Siberia para unos locos, ebrios de poder y sedientos de sangre, que estrangulan al pueblo como no se les estrangulaba ni en tiempos del zar, y que están menos dispuestos que el mismo zar a oír hablar de la libertad. Haced lo que queráis, bebed cuanto queráis, hasta ahogar en vino la última chispa de conciencia que quede en vuestros cerebros enloquecidos, bebed por lo que os parezca. Pero cuando brindéis por los Soviets, ¡no brindéis por mí!
En el absoluto silencio que siguió a estas palabras, un hombre rió de pronto, con una carcajada fuerte, cristalina, resonante. Era Andrei Taganov.
Pavel Syerov se puso en pie y abrazando a Víctor gritó agitando su copa:
– Camaradas, incluso entre las filas de los proletarios hay traidores. ¡Bebamos a la salud de los hombres leales! Hubo un ruido, mucho ruido. Sonaron las copas, se elevaron las voces, las manos dieron palmadas sobre los hombros, todo el mundo gritó a la vez. Pero nadie se volvió a mirar a Lavrov. Sólo Vasili Ivanovitch se le acercó poco a poco y se paró a mirarle. Sus ojos se encontraron, y Vasili Ivanovitch, levantando su copa, le dijo:
– Bebamos a la felicidad de nuestros hijos, aunque usted no crea, como tampoco lo creo yo, que vayan a ser felices. Los dos ancianos bebieron.
En medio del rumor de la gente, Víctor cogió a Marisha por la muñeca, clavándole las uñas en la carne y murmuró a su oído, con los labios lívidos: -¡Maldita estúpida! ¿Por qué no me lo advertiste?
Ella murmuró, bajando los ojos anegados en llanto: -Tenía miedo, no debías…
– ¡Cállate!
Hubo muchos otros brindis. Víctor se había provisto de una buena cantidad de botellas, y Syerov le ayudaba a descorcharlas. Las bandejas de dulces habían quedado vacías. Sobre la mesa se amontonaban los platos sucios. Se "habían roto algunas copas. El humo de los cigarrillos formaba una nube azul, espesa e inmóvil bajo el techo.
La familia de Marisha se había marchado. Galina Petrovna estaba sentada en un rincón, esforzándose en no dejarse vencer por el sueño y en conservar erguida la cabeza. Alexander Dimitrievitch roncaba suavemente, con la cabeza apoyada en el brazo de un sillón. Asha no había querido irse a la cama; se había quedado dormida sobre un baúl, en el pasillo, con la cara sucia de chocolate. Irina, sentada en un rincón, observaba a toda aquella gente con indiferencia. La camarada Sonia, inclinada bajo la pantalla roja, leía un periódico. Víctor y Pavel Syerov estaban en el centro de un grupo que seguía brindando y esforzándose en entonar con ronca voz canciones revolucionarias. Marisha iba de grupo en grupo, con la nariz brillante y la rosa blanca manchada sobre el hombro de su vestido.