Las manos aplaudieron calurosamente y luego la masa de chaquetas de cuero se disolvió y los hombres se pusieron en pie: la reunión había terminado. Se dividieron en grupos, murmurando con excitación. Algunos sonreían con disimulo, cubriéndose la boca con la mano, mirando a algunas pocas figuras solitarias. Detrás de los altos ventanales de marco de plomo el cielo iba volviéndose de un oscuro color de acero azulado.
– ¡Enhorabuena, amigo! -dijo alguien dando una palmada en el hombro de Pavel Syerov-. Me han dicho que has sido elegido presidente del comité del sindicato ferroviario Lenin.
– Sí -contestó modestamente el interpelado.
– Buena suerte, Pavlusha: eres un ejemplo de actividad para todos nosotros. Lo que es tú no tienes por qué preocuparte de la depuración del Partido.
– Siempre he mantenido mi lealtad al Partido por encima de todas las demás consideraciones, y lejos de todas las sospechas -contestó Syerov con modestia.
– Un momento, amigo… ¿sabes?, faltan todavía dos semanas para fin de mes, y yo… en fin, ando algo escaso de fondos… y, ¿sabes?, creí que tal vez tú…
– Desde luego -repuso Pavel Syerov abriendo su cartera-, con mucho gusto.
– Tú no abandonas nunca a un amigo, Pavlusha. Y siempre parece que tengas dinero…
– Ahorro una parte de mi sueldo -dijo Syerov con humildad. La camarada Sonia agitaba sus cortos brazos intentando abrirse paso a través de la gente que la rodeaba, impaciente. Gritaba bruscamente:
– Lo siento, camarada. No es posible… Sí, camarada. Con mucho gusto le recibiré. Telefonee a mi secretaria al Zhenotdel… Mi consejo le será útil, camarada… Estaría encantada de hablar en su Centro, camarada, pero desgraciadamente a la misma hora tengo una conferencia en el Rabfac…
Víctor se había llevado aparte al barbudo orador y murmuraba, exaltado y persuasivo:
– Hace dos semanas que he concluido mis estudios en el Instituto de Tecnología, camarada. Ya comprende usted que el puesto que ocupo es muy poco satisfactorio para un ingeniero diplomado, y que…
– Ya lo sé, camarada Dunaev; sé de qué empleo me habla. Personalmente no conozco a nadie más indicado que usted para ocuparlo. Y haré cuanto pueda por el marido de mi amiga Marisha Lavrova. Pero… -miró cautelosamente a su alrededor por encima de los lentes y dijo bajando la voz- dicho sea entre nosotros, camarada, hay un gran obstáculo. Ya comprende usted que aquel proyecto hidroeléctrico es el trabajo más importante de la República en este momento y que todos los nombramientos que tengan relación con él se confieren con gran cuidado, y… -bajó todavía más la voz-… su estado de servicios en el Partido es magnífico, pero ya sabe usted cómo son las cosas, camarada Dunaev…, nunca falta gente suspicaz… Francamente, he oído decir que su pasado social… su padre… su familia… ¿sabe usted…? Con todo, no hay que perder la esperanza. Haré por usted cuanto esté en mi mano.
Andrei Taganov estaba solo en una fila de sillas vacías, abrochándose lentamente la chaqueta de cuero. Sin él darse cuenta, sus ojos permanecían fijos en la bandera escarlata del estrado.
En la escalera, mientras salían, la camarada Sonia se le acercó y le dijo en alta voz, de modo que todo el mundo se volvió a mirarle:
– Bien, camarada Taganov, ¿qué te ha parecido ese discurso?
– Muy claro -dijo Andrei dejando caer las palabras como si fueran balines de plomo.
– ¿No estás de acuerdo con el orador?
– Prefiero no discutirlo.
– ¡Oh, para ti no será necesario! -sonrió Sonia amablemente-. Desde luego, todos sabemos cómo piensas. Pero lo que yo quisiera saber es por qué crees tener derecho a pensar como te parezca, y contra la mayoría de la colectividad. O la voluntad de la mayoría es suficiente para ti, camarada Taganov, o debemos concluir que el camarada Taganov se está volviendo individualista.
– Lo siento, camarada Sonia, pero tengo prisa.
– Por mí, camarada Taganov, está perfectamente. No tengo nada más que decir. Únicamente un consejo de amiga: no olvides lo que se ha dicho en ese discurso, bien claramente, acerca de lo que aguarda a los que se creen superiores al Partido.
Andrei bajó lentamente la escalera. Estaba oscura. Abajo, a lo lejos, un leve resplandor azul iluminaba el pavimento de pulidas losas de mármol. Un farol, a otro lado del alto ventanal, proyectaba un cuadrado de luz azul turquí, subdividido por los cristales enmarcados en plomo y reflejado en la pared junto a la escalera; sobre ésta se deslizaban lentamente algunas gotitas de lluvia. Andrei iba con la cabeza erguida, sin prisa; todo su cuerpo, que en siglos lejanos hubiera llevado la loriga de un soldado romano o la cota de mallas de un cruzado, se mantenía firme y seguro. Ahora, en lugar de la loriga o de la cota de mallas, llevaba la chaqueta de piel, y su alta sombra negra se movía poco a poco a través del cuadrado azul de la luz y de las gotas de lluvia sobre la pared.