– Lo celebro, Vava.
La mano de ésta, enfundada en un guante raído, se posó sobre el brazo de Kira. Vava dudó como si la presencia de la otra le desagradase, pero luego oprimió el brazo, como si temiera que se alejara y ella quisiera agarrarse desesperadamente a algo que no quería expresar. Luego susurró mirando a otro lado:
– ¿Crees… que él es feliz, Kira?
– Víctor no es hombre para preocuparse por la felicidad -repuso Kira con calma.
– No me dolería… -murmuró Vava-, no me dolería si ella fuese hermosa, pero la he visto… En fin, todo eso ya no me importa. En absoluto. Quisiera que fueras a verme, Kira, tú y Leo. Pero… pero no tenemos casa todavía. Me fui a vivir a casa de Kolya, porque… porque… mi cuarto… papá no me aprueba, ¿comprendes? De modo que decidí marcharme. Y el cuarto de Kolya es una exdespensa de un gran piso, y es tan pequeño que… en fin, cuando tenga casa espero verte. Tengo que marcharme, ahora. Adiós, Kira.
– Adiós, Vava.
– No está -dijo la mujer de cabellos grises.
– Le aguardaré -replicó la camarada Sonia.
La mujer se apoyó primero sobre un pie, luego sobre el otro y dijo, después de morderse los labios:
– No sé cómo podrá usted hacerlo, ciudadana. No hay salón. Y no soy más que una vecina del ciudadano Syerov, y mi casa…
– Aguardaré en el cuarto del camarada Syerov.
– Pero, ciudadana…
– He dicho que aguardaré en el cuarto del camarada Syerov.
La camarada Sonia se fue resueltamente corredor abajo. La vieja la seguía sacudiendo la cabeza con aire contrariado, observando el rápido taconeo de sus zapatos bajos y masculinos.
Al verla entrar, Pavel Syerov se puso en pie de un salto. Abrió los brazos en un gesto de sorpresa y de bienvenida.
– ¡Queridísima Sonia! -dijo riendo muy fuerte-. ¿Tú aquí? Lo siento mucho, querida… Había dado orden de que no me estorbaran, pero de haber sabido que se trataba de ti…
– Está bien. -La camarada Sonia no le dejó seguir. Arrojó sobre la mesa una pesada cartera y se desabrochó el abrigo mientras se quitaba también una gruesa bufanda masculina. Miró a su reloj de pulsera y dijo:
– Tengo media hora. Luego me voy al Centro. Hoy inauguraremos la casa-cuna Lenin. Necesitaba verte para una cosa importante.
Syerov le ofreció una silla y se puso la chaqueta, ajustándose la corbata ante el espejo, dándose algunos toques al peinado y sonriendo con aire deferente.
– Pavel -dijo Sonia-, vamos a tener un hijo.
Las manos de Syerov cayeron a lo largo de su cuerpo y se quedó con la boca abierta. -Un…
– Un hijo -repitió con firmeza la camarada Sonia.
– Pero…
– Lo sé hace tres meses ya -añadió ella.
– ¿Y por qué no lo dijiste antes?
– No estaba segura.
– Pero, ¡rayos!, ¿por qué no…?
– Era demasiado tarde.
El se dejó caer sobre una silla y la contempló, estupefacto de su calma.
– ¿Estás segura de que es mío? -preguntó con voz ronca.
– Pavel -dijo ella sin levantar la voz-, me estás insultando.
Pavel se puso en pie, fue hasta la puerta, volvió, se sentó y volvió luego a sentarse.
– ¿Y qué diablos vamos a hacer?
– Casarnos, Pavel.
El se inclinó hacia ella, cerrando los puños sobre la mesa.
– Sonia, tú te has vuelto loca -dijo con energía.
Ella le miró esperando.
– Estás loca, te digo. No tengo la menor intención de casarme.
– Pero vas a tener que hacerlo.
– ¿Ah, sí? ¡Sal de aquí!
– Pavel -dijo ella, tranquila-, no digas cosas de las que luego te podrías arrepentir.
– Óyeme… no… no estamos en un ambiente burgués. ¡Qué diablo! Tú no eres una muchachita seducida… ni siquiera eras… En fin, si quieres llevar el asunto a los tribunales puedes hacerlo, pídeles su protección. ¡Que el diablo te lleve! Pero no hay ninguna ley que me obligue a casarme contigo… ¡Casarme! ¡Qué diablos! ¿Tal vez te figuras que vives en Inglaterra, o algo parecido?
– Siéntate, Pavel -dijo la camarada Sonia abotonándose el gemelo del puño-, y no interpretes torcidamente mis palabras. Mi manera de obrar no tiene nada de anticuada; la moral pública, la vergüenza y todas esas tonterías me tienen completamente sin cuidado. Se trata únicamente de nuestro deber.
– ¿De nuestro… qué?
– De nuestro deber para con un futuro ciudadano de nuestra República.
Pavel ahogó una carcajada.
– Deja eso -dijo-, aquí no estás hablando en una reunión del Centro.
– ¿Realmente? -preguntó la camarada Sonia-. ¿De modo que la lealtad de tus principios no se extiende hasta la vida privada?
De nuevo él se puso en pie.
– Vamos, Sonia, no me interpretes mal. Yo siempre soy leal, desde luego… y nuestros principios… no cabe duda de que tus sentimientos son excelentes y los aprecio… pero ¿qué importancia tiene todo ello para… para el futuro ciudadano?
– El porvenir de nuestra República está en la generación futura. La vida de nuestra juventud es un problema vital. Nuestro hijo debe tener una madre y un padre del Partido que guíen sus pasos.
– ¡Déjate de monsergas, Sonia! Hoy ya no es necesario eso. Para algo están las guarderías infantiles, la educación colectiva, en fin… ya lo sabes. Una gran familia, el espíritu de colectividad aprendido en los primeros años de la vida y…
– Las guarderías del Estado serán una gran cosa en el porvenir, pero de momento son imperfectas. Nuestro hijo debe recibir una educación que le haga un perfecto ciudadano de nuestra gran República. Nuestro hijo…
– Nuestro hijo… ¡al diablo con él! ¿Cómo puedo saber…?
– Pavel, ¿debo creer que insinúas que…?
– ¡Oh, no! Yo no insinúo nada. ¡Pero… diablo, Sonia! Estaba borracho; tú hubieras debido comprender…
– ¿De modo? que te arrepientes, Pavel?
– ¡Oh, no! No, naturalmente. Ya sabes que te quiero, Sonia… Óyeme, Sonia… de veras no puedo casarme ahora. Te aseguro que no quisiera otra cosa y que estaría orgulloso de ello. Pero, ¿ves tú?, ahora empiezo y tengo que pensar en mi porvenir. He empezado con buen pie, y… mi deber para con el Partido me obliga a estudiar, a perfeccionarme, a mejorar…
– Puedo ayudarte, Pavel, o…
– Pero, Sonia -gimió desesperado.
– Lo lamento tanto como tú -dijo ella amablemente-. Para mí fue una sorpresa más penosa que para ti mismo. Pero yo estoy dispuesta a cumplir con lo que considero mi deber.
El cayó pesadamente en la silla y dijo sordamente, sin mirarla: -Oye, Sonia, concédeme dos días, ¿quieres? Para volver a reflexionar y acostumbrarme a la idea, y…
– Desde luego -dijo Sonia, levantándose-, piénsalo… De todos modos ya es hora de que me marche. Tendré que correr. ¡Hasta luego!
– ¡Hasta la vista! -murmuró él sin mirarla, mientras su mano se agitaba incesantemente. No se levantó cuando Sonia se fue. Aquella noche, Pavel Syerov se embriagó. Al día siguiente se dirigió al Centro del Sindicato ferroviario. El presidente le dijo: -Te felicito, camarada Syerov. Sé que te casas con la camarada Sonia. No podías elegir mejor.
En la célula del Partido, fue el secretario quien le dijo: -Vamos, Pavel, ya está todo a punto para tu éxito en el mundo, ¿eh? Con una mujer como ésa…
En el círculo marxista un imponente funcionario a quien no conocía, le sonrió y le dijo, dándole palmadas en el hombro: -Venga usted a verme, camarada Syerov; siempre fui amigo de su futura esposa.
Aquella noche, Pavel telefoneó a Antonina Pavlovna, blasfemó contra Morozov, pidió una participación mayor en los beneficios, se la hizo anticipar y compró unas cuantas botellas para bebérselas luego con una mujerzuela que encontró por la calle.
Tres días más tarde, Pavel Syerov y la camarada Sonia se casaron. Se presentaron ante un funcionario en la desnuda sala de los Zags y firmaron en un gran registro. La camarada Sonia manifestó su intención de seguir usando su nombre de soltera. No debía celebrarse ceremonia religiosa ninguna, manifestó al empleado. Y aquella noche, la camarada Sonia se trasladó a la habitación de Pavel Syerov, que era mayor que la suya.