Выбрать главу

– Querido -dijo-, ¡vamos a tener que pensar en un hermoso nombre revolucionario para nuestro hijo!

Alguien llamó a la puerta de Andrei con mayor fuerza que de costumbre. Un golpe fuerte, seguido de un ruido más atenuado, como si un puño se apoyase pesadamente contra el panel. Andrei estaba sentado en el suelo con una lámpara al lado de unos grandes papeles extendidos delante de él y rodeado por numerosos libros abiertos. Estaba estudiando; los cabellos le caían hacia adelante proyectando un festón de sombra sobre su rostro. Levantó la cabeza y preguntó con impaciencia: -¿Quién es?

– Soy yo, Andrei -contestó alguien en voz baja-. Abre la puerta. Soy yo, Stepan Timoshenko.

Andrei se puso en pie y abrió la puerta. Stepan Timoshenko, que había servido en la flota del Báltico y en los guardacostas de la G. P. U., estaba en el rellano, tambaleándose un poco y apoyándose en la pared. Llevaba gorra de marinero, pero en la cinta no había ni estrella roja ni nombre de buque. Iba de paisano, con una chaqueta corta con un cuello de piel de conejo bastante apolillado y unas mangas demasiado estrechas para él, con los codos muy gastados. El cuello de pieles estaba abierto y dejaba asomar los robustos tendones bronceados por el sol. Sonreía, y la luz hacía resaltar la blancura de sus dientes y lo oscuro de sus ojos. -Buenas noches, Andrei. ¿Tienes inconveniente en que entre?

– Pasa. Estoy contento de verte.

Creía que habías olvidado a tus viejos amigos.

– No -dijo Timoshenko-, no les he olvidado.

– Entró, sin dejar de tambalearse, y cerró la puerta.- No, no les he olvidado. Pero alguno de los viejos amigos ha estado endemoniadamente contento de olvidarme a mí… No hablo por ti, Andrei… no; no hablo por ti.

– Siéntate -dijo Andrei- y quítate la chaqueta, si no tienes frío.

– ¿Quién? ¿Yo? ¡No! ¡No tengo nunca frío, yo! Y aunque lo tuviese, paciencia, porque éste es el único traje que me ha quedado. Me quitaré esta maldita chaqueta. Y desde luego me voy a sentar. Adivino que quieres que me siente porque crees que estoy borracho.

– No -dijo Andrei-, pero…

– Bien, sí; estoy borracho, pero no mucho. No tienes inconveniente en que esté un poco alegre, ¿verdad?

– ¿Dónde has estado, Stepan? No te veía hace meses.

– Oh, de paseo. Me han expulsado de la G. P. U. ¿Lo sabías?

Andrei hizo con la cabeza una lenta señal afirmativa y clavó la mirada en sus papeles.

– Sí -dijo Stepan Timoshenko estirando cómodamente los pies-, no soy digno de confianza. No. No soy digno… No soy bastante revolucionario, yo, Stepan Timoshenko, de la Flota Roja del Báltico.

– Lo siento -dijo Andrei.

– Cállate. ¿Quién te ha pedido tu simpatía? ¡Es ridículo! Eso es lo que es. ¡Ridículo, completamente ridículo…! -Contempló los amorcillos del friso de la estancia:- Y tu habitación también es ridicula. ¡Vaya un condenado sitio para vivir un comunista!

– No me importa. Podría cambiar, pero ¡es tan difícil encontrar casa en estos tiempos!

– Desde luego -dijo Timoshenko, riendo fuerte-, desde luego es difícil para Andrei Taganov. No lo sería tanto para la camarada Sonia, por ejemplo. No lo sería para todos esos individuos que usan el carnet del Partido como si fuera el cuchillo de un carnicero. A ellos no les costaría nada echar a un pobre diablo sobre el hielo del Neva.

– Estás diciendo cosas absurdas, Stepan. ¿Quieres… quieres comer algo?

– No. ¿Para qué? ¿Te figuras que me muero de hambre, acaso?

– Nada de eso, no tengo…

– Bien. Todavía me queda bastante para comer y para beber. Tengo mucho que beber. Vine porque creí que el pequeño Andrei necesitaría quizá a alguien que le tutelase. El pequeño Andrei lo necesita. Y lo necesitará todavía mucho más. -¿Qué estás diciendo?

– Nada. Nada, camarada. Hablaba por hablar. ¿Acaso no puedo ni hablar? ¿Eres como los otros? ¿Quieres hablar…, sin darles el derecho de decir alguna cosa?

– Ven -dijo Andrei-. Ponte una almohada debajo de la cabeza. Descansa. No te encuentras bien. -¿Quién? ¿Yo?

Timoshenko tomó la almohada, la arrojó contra la lámpara y se rió cuando Andrei se bajó a recogerla.

– Nunca en mi vida me sentí mejor. Estoy magníficamente. Libre y suelto. Sin preocupaciones. Sin ninguna otra preocupación.

– Stepan, ¿por qué no vienes más a menudo? En otro tiempo éramos amigos. Todavía podemos ayudarnos uno a otro.

Timoshenko se inclinó hacia delante, miró fijamente al hombre que tenía ante los ojos y sonrió en silencio:

– No puedo ayudarte, hijo mío. Sólo podría ayudarte si tú pudieras cogerme por el pescuezo, echarme de tu habitación y, al mismo tiempo, deshacerte de todo cuanto va de acuerdo conmigo. Y luego ir a inclinarte muy profundamente y lamer las grandes botas. Pero tú no harás eso. Por esto te odio, Andrei. Y por esto quisiera que fueras mi hijo. La lástima es que yo no tendré nunca hijos. Mis hijos están repartidos por los burdeles de la U. R. S. S. Miró los papeles sobre el pavimento, dio un puntapié a uno de los libros y preguntó:

– ¿Qué estás haciendo, Andrei?

– Estudiaba. No tengo mucho tiempo para estudiar. He tenido que hacer en la G. P. U.

– ¿Estudias, eh? ¿Cuánto tiempo tienes que ir todavía al Instituto?

– Tres años.

– ¡Uh, uh! ¿Crees que te hace falta?

– ¿Qué?

– Instruirte.

– ¿Y por qué no?

– Óyeme, amigo. ¿Te he dicho que me han expulsado de la G. P. U.? Sí, ya te lo he dicho. Pero todavía no me han expulsado del Partido. Ni me expulsarán. A la próxima depuración me marcharé.

– No empieces a pensar ya en ello

¿Quién sabe…?

Sé lo que digo. Y tú también lo sabes. ¿Y sabes quién se irá inmediatamente después que yo?

– No -dijo Andrei.

– Tú -dijo Timoshenko.

Andrei se levantó, se cruzó de brazos, miró a Timoshenko y dijo con calma:

– ¿Quién sabe?

– Óyeme, amigo -dijo Timoshenko-, ¿tienes algo que beber?

– No -dijo Andrei-, y tú bebes demasiado, Stepan.

– ¿De veras? -Timoshenko sonrió y movió lentamente la cabeza, de forma que su enorme sombra en la pared se movió también como un péndulo-. ¿Bebo demasiado? ¿Y no tengo razón para beber? Oye, quiero decirte… -se levantó tambaleándose, más alto que Andrei, y su sombra se elevó hasta el techo-, te voy a decir por qué bebo, y entonces dirás que no bebo bastante, ¡pobre polluelo mojado!, esto es lo que vas a decirme. Se agarró a su camiseta, demasiado estrecha sobre su brazo musculoso, se rascó la espalda y gritó de pronto:

– Una vez hicimos una revolución. Dijimos que estábamos cansados de barrigas vacías, de sudor y de piojos. De modo que destripamos, degollamos y vertimos sangre, sangre nuestra y sangre de ellos, para lavar un camino que nos llevase hacia la Libertad. Y ahora, ¡mira a tu alrededor, mira a tu alrededor, camarada Taganov, miembro del Partido desde el año 1915! ¿Ves dónde viven los hombres, unos hombres que son hermanos nuestros? ¿Ves lo que comen? ¿Has visto alguna vez a una mujer caerse por la calle, y vomitar sangre sobre los adoquines y morirse de hambre? ¡Yo sí! ¿Has visto los autos elegantes que circulan por las noches? ¿Has visto quién iba dentro? Un elegante camarada que está en nuestro Partido. Un guapo muchacho que tiene un brillante porvenir. Se llama Pavel Syerov. ¿Le has visto alguna vez abrir la cartera para pagar el champaña? ¿Te has preguntado de dónde saca el dinero? ¿Estuviste alguna vez en el foom-garden del Café de Europa? Aseguraría que no vas a menudo. Si has estado, habrás visto el respetable ciudadano Morozov que se estaba indigestando de caviar. ¿Sabes quién es? Un vicedirector del Trust de la Alimenta ción, del Trust Rojo de la Alimentación de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. ¡Nosotros marchamos a la cabeza del proletariado mundial y hemos de llevar la libertad a toda la humanidad que sufre! Fíjate en nuestro Partido. Fíjate en sus leales miembros, que todavía tienen húmeda la tinta de sus carnets. Obsérvales mientras siegan las mieses de una tierra que nosotros hemos hecho fructificar con nuestra sangre. Nosotros no somos bastante rojos para ellos. Nosotros no somos revolucionarios. Se nos expulsa por traidores. Se nos expulsa por trotzkistas. Se nos expulsa porque no perdimos la vista y la conciencia cuando el zar perdió el trono, la vista y la conciencia que ellos le hicieron perder. Se nos expulsa porque les hemos gritado que han perdido la batalla, estrangulado la revolución, vendido al pueblo para hacerse dueños del poder y de la suciedad. No nos quieren. Ni a mí ni a ti. No hay sitio para hombres como tú, Andrei; no hay sitio en este mundo. Y tú no lo ves. Y yo me alegro de que no lo veas. ¡Lo único que quiero es no estar aquí el día que te des cuenta!