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– No vayas a tu casa, ciudadano Chernov -dijo la niña apoyando en sus piernas todo su cuerpecito tembloroso, para no dejarle andar.

Sasha reconoció a la hija de su vecina, sonrió y le acarició la cabeza, pero instintivamente, se refugió en la sombra de la pared.

– ¿Qué sucede, Katia?

– Dice mamá -la niña tragó saliva-, dice mamá que te advierta que no vayas a casa. Hay unos hombres raros… Han echado todos tus libros por el suelo.

– Da las gracias a tu madre de mi parte, niña -susurró Sasha. Se volvió rápidamente y desapareció al otro lado de la esquina. Apenas había tenido tiempo de darse cuenta de que frente a la puerta de su casa estaba parado un coche negro. Apretó el paso en otra dirección. Bajo una densa nevisca, corrió hasta otra casa. En el domicilio de su amigo no había luz; pero Sasha vio a la mujer del portero que hablaba en voz baja, animadamente con un vecino. Sasha se alejó antes de llegar a la puerta. Sopló sobre sus manos heladas y sin guantes. Se dirigió a otra casa. Por la ventana se veía luz, pero sobre el antepecho había un tiesto de forma especial, que era la señal convenida para indicar el peligro.

Tomó un tranvía. Era ya tarde, y el coche estaba casi vacío. La iluminación era demasiado brillante. A la primera parada subió un hombre en uniforme militar. Sasha bajó.

Se apoyó en una pilastra oscura y se enjugó el sudor de la frente, un sudor frío, más que la nieve que caía, y que, no obstante, le quemaba.

Caminaba apresuradamente por una calle oscura cuando vio a un hombre con un ajado sombrero que andaba lentamente por la otra acera. Sasha dio la vuelta a una esquina, anduvo un trecho, se volvió, anduvo otro poco y de nuevo volvió la cabeza. Miró aún, con cautela, detrás de sí, por encima del hombro. El hombre del sombrero ajado estaba parado ante el escaparate de una farmacia, tres casas más allá.

Sasha aceleró el paso. Una nieve grisácea flotaba contra las luces amarillas que iluminaban los canceles. La calle estaba desierta. No se oía otro ruido que el de sus pasos al pisar rumorosamente el barro, y a Sasha le pareció que estaba andando por entre fuegos de artificio. Pero a través del ruido de sus pasos, a través del rumor lejano de las ruedas, a través de las sordas palpitaciones de su corazón, oyó también el ligero roce de unos pies que caminaban detrás de él.

Se paró de golpe y miró hacia atrás. El hombre del sombrero ajado estaba inclinado, atándose un zapato. Sasha levantó los ojos. Estaba ante una casa que conocía bien. De un salto atravesó el umbral y se coló en el vestíbulo oscuro, donde aguardó inmóvil, conteniéndose el aliento. Vigiló el oscuro cuadro de cristal de la puerta. Vio pasar al hombre del sombrero ajado, oyó alejarse sus pasos, le oyó acortar la marcha, detenerse, alejarse, volverse atrás, vacilar. Los pasos resonaron ora más fuertes, ora más débiles, arriba y abajo, muy cerca de Sasha.

El joven subió silenciosamente la escalera y llamó sin hacer apenas ruido a una puerta. Irina abrió.

El se puso un dedo sobre los labios y preguntó:

– ¿Está Víctor?

– No -contestó ella con un murmullo.

– ¿Y su esposa? -Está durmiendo.

– ¿Puedo entrar? Me andan siguiendo.

Ella le empujó hacia adentro y cerró la puerta poco a poco, resueltamente, durante un minuto que pareció eterno. La puerta no hizo el menor ruido.

Galina Petrovna entró con un paquete bajo el brazo.

– Buenas tardes, Kira… ¡Dios mío, qué olor!

Kira se levantó, indiferente, dejando caer un libro.

– Buenas tardes, mamá. Son los Lavrov, aquí al lado. Están haciendo choucroute.

– Virgen Santa, debía ser aquello que estaban mezclando en aquel barril cuando pasé. Por cierto que el viejo Lavrov no tiene modales. Ni siquiera me saludó. Y después de todo, en cierto modo somos parientes.

Al otro lado de la puerta, una pala de madera se agitaba ruidosamente en un barril lleno de coles, y se oía el borboteo del agua bajo unas manos que frotaban ropa en un recipiente de estaño.

La esposa de Lavrov suspiraba acompasadamente, como una cantilena-: Graves son nuestros pecados, graves son nuestros pecados…- El muchacho hacía astillas en un rincón, y la araña de cristal tintineaba a cada uno de sus golpes. Los Lavrov se habían establecido en la habitación que había dejado libre su hija. Antes compartían una buhardilla con otra familia obrera; de modo que estaban muy contentos con el cambio.

Galina Petrovna preguntó: -¿Está Leo en casa?

– No -contestó Kira-. Le estoy aguardando.

– Voy a la escuela nocturna -exclamó Galina Petrovna- y he entrado sólo un momento.

Vaciló, jugueteó con su paquete, sonrió con aire algo embarazado y acabó por decir, simulando indiferencia: -He venido a enseñarte una cosa. Mira si te gusta… Tal vez te interesaría… comprarlo.

– ¿Comprarlo? -preguntó Kira sorprendida-. ¿Qué es, mamá? Galina Petrovna había abierto el paquete, y con los brazos en alto, sostenía un anticuado vestido de encaje blanco. La larga cola del vestido se arrastraba por el suelo. La sonrisa de Galina Petrovna era tímida, indecisa.

– ¡Pero, mamá! -exclamó Kira-, ¡si es tu traje de boda! -¿Sabes? -se apresuró a decir Galina Petrovna-, es a causa de la escuela. Ayer cobré la mensualidad… y me dedujeron tanto dinero para pagar la cuota de la Sociedad Proletaria de Defensa Química… yo ni siquiera sabía que fuera miembro de ella… ¿Sabes? A tu padre le están haciendo falta unos zapatos; el zapatero no quiso remendarle los viejos, y yo esperaba comprárselos este mes… pero con eso de la Defensa Química… ¿Ves tú? No lo he llevado más que una vez… Y pensé que quizá te gustaría para hacerte un traje de noche, o…

– Mamá -dijo Kira casi con severidad, y sin lograr dominar un leve temblor de voz-, ya sabes que si necesitas algo…

– Ya sé, niña, ya sé -la interrumpió su madre mientras las arrugas de su rostro se ponían súbitamente de color de fuego-. Te has portado divinamente con nosotros, pero… después de todo cuanto nos has dado ya, me parecía que no podía volver a pedirte… Claro que si el vestido no te gusta…

– Sí -dijo resueltamente Kira-, me gusta. Me quedo con él.

– A mí, verdaderamente, no me hace ninguna falta -murmuró Galina Petrovna-, ni me importa nada.

– De todos modos tenía que comprarme un traje de noche -mintió Kira.

Tomó su bolso. Estaba lleno de billetes, nuevos y viejos. La noche anterior Leo, al volver a casa, ya tarde y tambaleándose algo, había besado a Kira, y metiéndose la mano en el bolsillo, había arrojado por el suelo un montón de billetes arrugados; luego, riendo, había llenado de ellos el bolso de Kira, y le había dicho:

– Toma, gástalos. Todavía quedan muchos. Otro negocio con el camarada Syerov. ¡Este brillante camarada Syerov! ¡Gástalos, te digo!

Kira vació el bolso en la mano de su madre.

– Pero, por Dios, hija mía -protestó ésta-; ¡no todo! No necesito tanto. Y no vale tanto dinero.

– Claro está que lo vale. ¡Un encaje tan hermoso! No lo discutamos, mamá. Y muchas gracias.

Galina Petrovna se guardó los billetes en su viejo monedero, con temerosa precipitación. Miró a Kira y dijo, sacudiendo melancólicamente la cabeza: -Gracias, niña.

Cuando se hubo marchado, Kira se probó el traje de novia. Era largo, sencillo, como un vestido de la Edad Media. Las mangas, lisas, bajaban hasta el dorso de la mano; el cuello, liso también, subía hasta la barbilla; todo el vestido era de encaje, sin ningún adorno ni aplicación.

Kira estaba ante un alto espejo, con los brazos caídos a lo largo del cuerpo, las palmas de las manos vueltas hacia afuera, la cabeza echada hacia atrás, los cabellos, en desorden, cayéndole sobre los hombros, y su cuerpo parecía como si de pronto se hubiera vuelto más alto y delgado; una cosa frágil bajo los solemnes y largos pliegues de un encaje delicado como una tela de araña que iba desde la barbilla hasta el suelo, donde la cola del traje se extendía majestuosamente a sus pies. Kira creyó ver en el espejo a una figura extraña, de muchos siglos de antigüedad. De pronto, sus ojos le parecieron más grandes, más oscuros, asustados. Se quitó el vestido y lo arrojó a un rincón del armario. Recogió el libro, pero se le habían pasado las ganas de leer: el libro hablaba de un dique construido por los heroicos obreros rojos a pesar de las nefandas maquinaciones de los pérfidos blancos que se habían propuesto destruirlo.