Irina la agarró por el brazo, la hizo entrar, cerró la puerta y dijo nerviosamente:
– No… no esperaba esto de ti, Marisha -y sus cabellos le caían en desorden sobre los ojos, y sus ojos estaban anegados en lágrimas.
Marisha susurró:
– Sé cómo están las cosas. Tú le quieres… Está bien. Oficialmente, yo no sé nada; de modo que si me preguntan no tengo nada que contestar. ¿De acuerdo? Pero, por el amor de Dios, no le tengas aquí mucho tiempo. No estoy nada segura de Víctor.
– ¿Crees que… Víctor sospecha algo?
– No sé. Se porta de una manera extraña. Y si lo sabe… Irina, Víctor me da miedo.
– Sólo estará hasta esta noche -murmuró Irina-; esta noche se va…
– Procuraré vigilar a Víctor por vuestra cuenta.
– No sé cómo agradecértelo, Marisha…
– Déjalo y no llores; no hay razón de llorar.
– No lloro… es que… llevo dos noches sin dormir… y, Marisha, no sabes cuánto te lo agradezco, y…
– ¡No es nada! No quiero entretenerme aquí. Adiós. Una vez se hubo cerrado la puerta, Irina escuchó atentamente hasta que los pasos de Marisha se alejaron por el pasillo; luego siguió escuchando por si oía algún otro ruido; pero la casa estaba silenciosa. Cerró la puerta echando la llave y atravesó la estancia de puntillas; sin hacer ruido entró en el chiribitil que se abría junto a la cama. Sasha estaba allí, sentado sobre un viejo baúl, y observaba a un gorrión posado sobre el antepecho del ventanuco, al otro lado del polvoriento cristal.
– Irina, creo que sería mejor que me marchase en seguida -dijo en voz baja.
– Oh, no. No te dejo salir. -Óyeme, llevo ya dos días aquí. No era ésta mi intención. Siento mucho haberte dado todas estas preocupaciones. Si sucediera algo, ¿sabes qué te harían?
– Si a ti te sucede algo -murmuró ella rodeando con sus brazos
los hombros de Sasha- no me importa lo que puedan hacerme.
– Tenía que llegar un día u otro. Pero tú… ¡no quiero arrastrarte
a ti!
– No sucederá nada. Tengo ya el billete y el traje que debes ponerte para marchar a Bakú. Esta noche Víctor tiene una reunión del Partido, de modo que no será difícil escapar. En todo caso no hay que pensar en marcharse a la luz del día. La calle está vigilada.
– Casi preferiría que me hubieran detenido antes de llegar aquí,
Irina. Lo siento mucho.
– En cambio yo estoy contenta, ya ves -dijo ella con una leve
sonrisa-. Verdaderamente creo que te he salvado. Han detenido
a todos los de tu grupo, según me ha dicho Víctor; a todos me-
nos a ti.
– Pero si…
– Oh, ahora ya estamos salvados. Sólo quedan algunas horas de
espera. -Irina se sentó en el baúl junto a Sasha, apoyando la ca-
beza en su hombro, echándose hacia atrás los cabellos y mirándo-
le con ojos febriles, brillantes.
– Cuando estés en el extranjero, me escribirás el primer día, ¿ver-
dad? Acuérdate bien: el primer día.
– Te lo prometo -dijo él sordamente.
– Entonces buscaré la manera de escaparme yo también. ¡Imagínate tú! ¡El extranjero! Iremos a los cabarets, ¡y tú estarás tan gracioso en traje de etiqueta! Estoy segura de que los sastres se negarán a vestir a un enorme oso ruso como tú.
– Es probable -intentó sonreír él.
– Y veremos bailarinas en trajes raros como aquellos que yo dibujo. ¡Figúrate! Podré dibujar figurines de modas y de teatro. ¡Se acabaron los manifiestos! ¡Ni uno más! En mi vida volveré a dibujar un proletario.
– ¡Ojalá!
– Pero, ¿sabes?, he de advertirte que soy una pésima ama de
casa. A la hora de comer, el asado se habrá quemado… porque ten-
dremos asado todos los días… y tus calcetines no estarán zurci-
dos… y no te dejaré quejar. Si lo intentas, te daré de garrotazos
hasta la muerte, ¡pobre criatura delicada! -y rió nerviosamente,
escondiendo la cabeza en su hombro y mordisqueándole la cami-
sa, para evitar que se oyera aquella risa que ya había dejado de
serlo.
El la besó en los cabellos y dijo valientemente: -No me quejaré si con tus dibujos logras hacerte un nombre. He aquí otra de las cosas que no perdono a este país. Creo que podrías ser un gran artista. Y, a propósito, ¿sabes que nunca me has dado ninguno de tus dibujos? ¡Con las veces que te lo he pedido!
– Oh, sí -suspiró ella-, he prometido a mucha gente, y nunca he tenido tiempo para dejar ninguno bien acabado. Pero te aseguro una cosa. Cuando estemos en el extranjero, pintaré una docena de cuadros, y los colgaremos en casa, ¡ en "nuestra casa"!
Los grandes brazos de Sasha se cerraron sobre un cuerpo tembloroso, mientras una cabeza despeinada se volvía hacia el lado opuesto.
– Esto está quemado -dijo Víctor.
– Lo siento -dijo Irina-, tal vez no lo vigilé bastante…
– ¿No hay otra cosa?
– No, Víctor; y lo lamento. No hay nada en casa, y… -¿No hay nada en casa? ¡Es extraordinario lo de prisa que desaparece la comida en casa en estos días!
– No más que de costumbre -dijo Marisha- y no olvides que esta semana no me dieron mi ración de pan.
¿Y por qué no?
– No tuve tiempo de hacer cola, y…
– ¿Y por qué no fue Irina a recogerlo en tu lugar?
– Víctor -dijo Vasili Ivanovitch-, no se encuentra bien.
– Ya lo veo.
– Ya me comeré yo lo tuyo, si no lo quieres -dijo Asha, probando de quitarle a su hermana el plato.
– Ya has comido bastante, Asha -protestó Irina-. Lo que tienes que hacer es irte corriendo a la escuela.
– ¡Ya me lo parece! -dijo Asha.
– Asha, ¿dónde aprendiste a hablar de esta manera?
– No quiero ir -lloriqueó la pequeña-. Esta tarde tenemos que decorar la "casa-cuna Lenin". ¡Me da una rabia tapar las manchas de sus viejas tapicerías rojas con recortes de periódico! Me han reñido dos veces, por haberlo hecho mal.
– Anda, termina y ponte el abrigo. Llegarás tarde.
Asha suspiró. Dio una mirada de resignación a los platos vacíos y salió arrastrando los pies.
Víctor se recostó en el respaldo de su silla, se metió las manos en los bolsillos y preguntó, mirando a Irina con fijeza:
– ¿No vas a trabajar hoy, Irina?
– No; ya he telefoneado. No me siento bien. Creo que tengo un poco de temperatura.
– Vale más que no se aventure a salir, con un tiempo tan horrible -añadió Marisha-. Mira: está nevando.
– Sí; vale más que Irina no se aventure -dijo Víctor.
– No tengo miedo -dijo Irina-, pero creo que valdrá más que me quede en casa.
– Ya sé que tú nunca has tenido miedo a nada -dijo Víctor-. Es una cualidad admirable; pero alguna vez puede llevarte demasiado lejos.
– ¿Qué quieres decir?
– Tendrías que andar con más cuidado… por tu salud. ¿Por qué no llamas al médico?
– ¡Oh! No es necesario, no estoy tan mal, dentro de unos días ya habrá pasado.
– También lo creo -dijo Víctor, poniéndose en pie.
– ¿Qué haces hoy, Víctor? -preguntó su mujer.
– ¿Por qué quieres saberlo?
– ¡Oh, por nada…! Es que… ¿ves tú?, pensaba que, si tienes tiempo, me gustaría que nos dieses una conferencia en el Centro. Todo el mundo ha oído hablar de mi famoso marido, y no he tenido más remedio que prometerles que irías a hablarles de la electrificación, o de los aviones modernos, o de algo parecido.
– Lo siento -dijo Víctor-, pero tendrá que ser otro día. Hoy tengo que hacer una visita. Para un empleo. Para hablar de aquel empleo en las presas del salto hidroeléctrico.
– ¿Puedo ir contigo, Víctor?
– Claro está que no. ¿Qué te pasa? ¿Acaso vas a seguirme los pasos? ¿Estás celosa?
– Oh, no, de ningún modo, querido.
– Bien; entonces cállate. No quiero estar llevando a mi mujer continuamente a cuestas.
– ¿Buscas un nuevo empleo, Víctor? -preguntó su padre.
– Pues ¿qué te figuras? ¿Crees que estoy dispuesto a resignarme a la esclavitud de una cartilla de racionamiento para todo el resto de mi vida? ¡Ya lo veréis!