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¿Está usted seguro? -preguntó el funcionario. -Absolutamente -replicó Víctor.

– ¿Quién más es responsable? -Nadie más, excepto mi hermana.

– ¿Quién más vive con ustedes, camarada Dunaev? -Mi mujer, mi padre y mi hermana menor, una niña. Mi padre no sospecha nada. Mi mujer es una tonta que no ve más allá de su nariz. Por otra parte, es miembro del Komsomol. Hay otros inquilinos, pero no tienen ninguna relación con nosotros.

– Comprendido. Gracias, camarada Dunaev.

– No he hecho más que cumplir con mi deber.

– Camarada Dunaev, en nombre de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas le doy las gracias por su valor. Aprecio su manera de obrar. Todavía son pocos los que anteponen el sentimiento de sus deberes con el Estado a los lazos de la sangre y la familia. Esta es una de nuestras aspiraciones para el porvenir, y en este sentido nos esforzamos en educar a nuestro anticuado pueblo. Esta es la más alta prueba de lealtad que puede dar un miembro del Partido. Procuraré que su heroísmo no permanezca ignorado.

– No merezco tales elogios, camarada -dijo Víctor-. El único mérito de mi acto es el de servir de ejemplo para el Partido, para que se considere a la familia como una institución del pasado que no debe tenerse en cuenta para nada al juzgar la lealtad de un miembro de nuestra gran colectividad.

Capítulo octavo

Sonó la campanilla.

Irina se estremeció y dejó caer el periódico.

Marisha dejó el libro.

– Ya voy yo -dijo Víctor.

Irina miró al reloj del comedor. Faltaba una hora para la salida del tren, y Víctor no había ido a la reunión del Partido. No había querido alejarse de casa.

Vasili Ivanovitch, sentado junto a la ventana, cincelaba una plegadera, y Asha, debajo de la mesa, chillaba, mientras iba hojeando antiguas revistas:

– Dime, ¿éste es Lenin? Tengo que recortar diez para la casa-cuna y no llego a encontrarlos. ¿Es Lenin, éste, o es el general checoslovaco? ¡Maldita sea…!

En el recibidor se oyeron los pasos de unas pesadas botas. Se abrió la puerta y en el umbral apareció un hombre que vestía chaqueta de cuero y llevaba en la mano una hoja de papel; a su lado estaban dos soldados con gorro de pico y la mano en la culata de la pistola que pendía de su cinturón. En la puerta del piso, apostado en el rellano, estaba un tercer soldado que llevaba un fusil con la bayoneta calada.

Se oyó un grito: era Marisha, que se puso en pie, cubriéndose la boca con una mano. Vasili Ivanovitch se levantó también poco a poco. Asha, sin moverse de debajo de la mesa, contemplaba la escena con los ojos muy abiertos. Irina permanecía erguida, muy erguida, casi doblegada hacia atrás.

– Tengo orden de registrar la casa -dijo el hombre de la chaqueta de cuero arrojando el papel encima de la mesa. Y añadió, haciendo una seña a sus soldados-: Por aquí. Siguieron por el pasillo hasta el cuarto de Irina. Abrieron el cuartito de al lado. Sasha estaba en el umbral, mirándoles con una desdeñosa sonrisa.

Vasili Ivanovitch contuvo el aliento; en el pasillo, detrás de los soldados, Asha gritó:

– Ahora comprendo por qué no querías que abriera… Marisha le dio un pisotón. Un dibujo que había sobre la mesa se cayó revoloteando hasta el suelo.

– ¿Cuál de ustedes es la ciudadana Irina Dunaevna? -preguntó el hombre de la chaqueta de cuero.

– Soy yo -contestó Irina.

– Óigame -dijo Sasha adelantándose-, ella no tiene ninguna culpa en todo eso… Ella… yo la amencé y…

– ¿Con que la amenazó? -preguntó con voz inexpresiva el hombre de la chaqueta de cuero. Un soldado registró rápidamente a Sasha.

– No lleva ningún arma -afirmó.

– Muy bien -dijo el hombre de la chaqueta de cuero-. Llévenlo. Y a la ciudadana Dunaevna también. Y al viejo. Ahora registraremos el piso.

– Camaradas -Vasili Ivanovitch se acercó, y prosiguió con voz firme pero temblándole las manos-: Camaradas, mi hija no puede ser culpable de…

– Hablará usted más tarde -dijo el hombre, y, volviéndose a Víctor preguntó-: ¿Es usted miembro del Partido?

– Sí.

– Muy bien. Ustedes dos pueden quedarse. Tomen sus abrigos, ciudadanos.

Las botas de los soldados dejaron sobre el pavimento huellas de nieve derretida. Una lámpara, con la bombilla torcida, alumbraba mezquinamente el pasillo y la cara pálida hasta parecer verdosa, de Marisha, que miraba fijamente a su marido, con ojos muy abiertos y bordeados de oscuras ojeras.

El soldado que estaba de guardia en el rellano abrió la puerta para dejar pasar al Upravdom. Este se había echado precipitadamente la chaqueta sobre los hombros, dejando ver una camisa sucia y sin abrochar. Se retorcía las manos hasta hacerlas crujir, y gimoteaba:

– ¡Oh, Dios mío, Dios mío, Dios mío…! Camarada comisario, no sabía nada de todo eso. Se lo juro, camarada comisario… El soldado cerró de un portazo, dejando fuera a un grupo de vecinos curiosos.

Irina besó a Asha y a Marisha. Víctor se le acercó con cara preocupada y frío.

– Lo siento, Irina… -dijo-. Veré qué puedo hacer… Los ojos de su hermana le hicieron callar: le miraban fijamente, y de pronto le pareció ver los de su madre, en el retrato de antaño. Irina se volvió, y sin decir una palabra, siguió a los soldados. Salió la primera, y Sasha y Vasili fueron tras ella.

A los tres días, Vasili Ivanovitch fue puesto en libertad. Sasha Shernov fue condenado a diez años de presidio en Siberia por actividades contrarrevolucionarias.

Irina Dunaevna fue condenada a diez años de presidio en Siberia por haber prestado auxilio a un contrarrevolucionario. Vasili Ivanovitch intentó hablar con los magistrados. Obtuvo algunas cartas de presentación para algún secretario; pasó horas y horas de angustiosa espera en antesalas sin calefacción; cuando tenía que hablar por teléfono se esforzaba en vano en evitar que le temblase la voz. Pero no había nada a hacer, y él lo sabía. Cuando volvió a casa no dijo ni una palabra a Víctor; no le miró; no le pidió nada. Víctor, por su parte, tampoco se ofreció a ayudarle.

La única que saludó a Vasili Ivanovitch, a su regreso a su casa, fue Marisha. Le dijo tímidamente:

– Venga, Vasili Ivanovitch, coma usted algo. He hecho una sopa de fideos adrede para usted -y se ruborizó de gratitud y de confusión cuando él le dio las gracias con una triste sonrisa, silenciosa y distraída.

Vasili Ivanovitch vio a Irina en una celda de la G. P. U. Luego se encerró en su cuarto, llorando de felicidad porque por lo menos había logrado poder satisfacer la última petición de su hija. Irina había solicitado permiso para contraer matrimonio con Sasha antes de salir para Siberia.

La ceremonia se celebró en una sala vacía de la G. P. U. A la puerta había centinelas armados. Vasili Ivanovitch y Kira actuaron de testigos. Los labios de Sasha temblaban. Irina permanecía serena. Desde el momento de su detención había conservado imperturbablemente la calma. Había enflaquecido ligeramente; su cutis parecía transparente, sus ojos demasiado grandes; pero sus dedos, al apoyarse en el brazo de Sasha, eran firmes y seguros. Después de la ceremonia levantó la cabeza para que él la besara, con una sonrisa tierna y compasiva como la de una madre por un hijo atormentado por la angustia.

El funcionario a quien Vasili Ivanovitch se dirigió le dijo: -Bien; ya ha obtenido usted lo que deseaba. Aunque no veo qué beneficio sacarán de esta ridicula farsa. ¿Ignora usted que sus cárceles se hallan a trescientos cincuenta kilómetros una de otra?

– Efectivamente -dijo Vasili Ivanovitch cayendo pesadamente sobre una silla-, lo ignoraba.

Pero Irina lo había sospechado. Con todo, esperaba que, una vez casados, quizá hubiera sido posible lograr que les destinasen a un mismo presidio. No fue así.

Esta fue la última cruzada de Vasili Ivanovitch. No cabía apelación contra una sentencia de la G. P. U., pero cabía la posibilidad de que se transfiriese a uno de los dos a la cárcel del otro. Si pudiese encontrar a alguien con bastante influencia…

Vasili Ivanovitch se levantó al amanecer. Marisha le obligó a tomarse una taza de café mientras salía a acompañarle al rellano, poniéndole la taza en las manos, tiritando de frío en su largo camisón. La noche sorprendió a Vasili Ivanovitch en la antesala de un casino, esforzándose en abrirse paso entre el gentío, con su viejo sombrero en la mano, intentando retener por un momento la atención de un imponente personaje al que había estado aguardando horas y horas y diciéndole humildemente…