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– Sólo dos palabras, camarada comisario… se lo ruego… Pero un criado de uniforme le puso violentamente en la calle, y el pobre Vasili Ivanovitch perdió su sombrero.

Pidió audiencia a un personaje y obtuvo una cita. Entró en un solemne despacho, con un raído abrigo remendado y cepillado con esmero, los zapatos muy lustrosos, el cabello cuidadosamente peinado. Sus hombros, que en otros tiempos habían llevado un pesado fusil durante las largas y oscuras noches siberianas, estaban desesperadamente encorvados mientras, de pie ante una mesa, decía a un comisario de ceñudo aspecto:

– He aquí todo cuanto pido, camarada comisario; no solicito nada más que esto. No es mucho, ¿verdad? Únicamente que les envíen a un mismo lugar. Sé que han actuado contra la revolución y que tenían ustedes el derecho de castigarles. No me quejo por el castigo, camarada comisario. Son diez años, ¿sabe usted?, pero es una pena justa. Pero lo que le ruego es que les envíe a un mismo penal. ¿Qué diferencia representa para el Estado? Son jóvenes y se quieren. Son diez años, pero usted ya sabe, como lo sé yo, que no volverán jamás, con lo que es la Siberia, el frío, el hambre…

– ¿Qué quiere usted decir? -le interrumpió una voz brusca.

– Camarada comisario… no quería decir nada…'No, nada absolutamente… Pero supongamos que cayesen enfermos. Irina no es muy fuerte. No están condenados a muerte, ¿verdad? Y mientras vivan, ¿no puede dejárseles juntos? ¡Para ellos esto significa tanto y para los demás, tan poco! Yo ya soy viejo, camarada comisario, y conozco la Siberia. Me consolaría mucho el saber que no está sola allá abajo; que con ella está un hombre… su marido. No sé si me dirijo correctamente a usted, camarada comisario, pero tiene usted que perdonarme. ¿Sabe usted?, nunca en mi vida he pedido ningún favor a nadie. Tal vez cree usted que le tengo odio, en el fondo de mi corazón. No es así. Concédame esto, sólo esto: envíelos, a una misma cárcel y le bendeciré a usted por todos los días de mi vida.

La respuesta fue negativa. Kira habló con Andrei y le refirió lo acaecido.

– Ya he oído hablar de ello -dijo Andrei-. ¿Sabes quién denunció a Irina?

– No -dijo Kira, y volviendo la cabeza añadió-: No lo sé, pero lo sospecho. No me lo digas, prefiero seguir ignorándolo.

– No te lo diré, pues.

– No te pido ayuda. Sé que no puedo pretender que intercedas por un contrarrevolucionario; pero ¿no podrías pedir que les enviasen a una misma cárcel? Por tu parte no sería ninguna traición, y verdaderamente la cosa no implica una diferencia tan grande, ¿no te parece?

– Sin duda. Lo probaré.

En la oficina de la G. P. U., el funcionario miró fríamente a Andrei y le preguntó:

– ¿Intercedes… por un pariente tuyo, camarada Taganov?

– No te comprendo, camarada -contestó Andrei con calma, mirándole fijamente.

– Oh, sí; me comprendes muy bien, y creo que debes comprender que el tener por amante a la hija de un expatrono no es precisamente el mejor medio de robustecer tu posición en el Partido. No te extrañe, camarada Taganov. No creías que lo supiéramos, ¿verdad? ¿Y tú trabajas en la G. P. U.? Me sorprende.

– Mis asuntos personales…

– ¿Qué clase de asuntos, camarada?

– Si te refieres a la ciudadana Argounova…

– Me refiero exactamente a la ciudadana Argounova. Y quisiera sugerirte que usaras alguno de nuestros métodos y un poco de autoridad que te confiere tu posición para indagar acerca de la ciudadana Argounova… en interés tuyo, ya que hablamos de este asunto.

– Sé todo cuanto tengo que saber acerca de la ciudadana Argounova. No hay necesidad de implicarla en lo otro. Desde el punto de vista político, es absolutamente irreprensible.

– ¡Oh, desde el punto de vista político! ¿Y desde otros puntos de vista?

– Si hablas como superior mío, me niego a escuchar nada referente a la ciudadana Argounova excepto aquello que tenga relación con su posición política.

– Muy bien. No tengo nada más que decir. Hablaba únicamente como amigo. Anda con cuidado, camarada Taganov. No te quedan muchos amigos… en el Partido.

Andrei no pudo hacer nada en favor de Irina.

– ¡Qué diablo! -exclamó Leo metiendo la cabeza en una palangana de agua fría, porque la noche anterior había regresado muy tarde a casa-, iré a encontrar a ese indecente Syerov. El tiene un amigo muy influyente en la G. P. U., y si yo se lo digo tendrá que hacer algo.

– ¡Son unos bellacos! ¿Qué diferencia puede representar para ellos el que aquellas dos pobres criaturas se pudran juntas o no en sus infernales cárceles. De todos modos saben que no saldrán con vida.

– No se lo digas así, Leo. Pídeselo cortésmente.

– Se lo pediré cortésmente.

En la antesala del despacho de Syerov la secretaria de éste escribía a máquina con aire preocupado, mordiéndose el labio inferior. Delante de la valla de madera había diez visitantes aguardando. Leo atravesó la estancia con resolución, abrió la puerta de la valla y dijo a la secretaria:

– Deseo ver al camarada Syerov, en seguida.

– Pero, ciudadano -balbució la secretaria-, no está permitido…

– He dicho que necesito verle en seguida.

– El camarada Syerov está muy ocupado, ciudadano, y ahí están todos estos ciudadanos que aguardan para verle, de modo que no puede usted pasar antes de que le toque el turno.

– Vaya a decirle que está Leo Kovalensky. Verá usted cómo me recibe inmediatamente.

La secretaria se levantó y entró en el despacho de Syerov, sin dejar de mirar a Leo, andando hacia atrás, como si esperara verle sacar un revólver. Al volver estaba aún más asustada; dijo, tragándose la saliva con dificultad:

– Entre usted, ciudadano Kovalensky.

Cuando se hubo cerrado la puerta, Leo y Syerov se encontraron solos. Syerov se puso de pie y dijo, en un rugido sofocado: -¡Maldito estúpido! ¿Está usted loco? ¿Cómo se atreve a venir aquí?

Leo se rió, con una risa helada, que parecía la bofetada de un señor a un esclavo insolente:

– Supongo que no está hablando conmigo, ¿verdad?

– Márchese. No podemos hablar aquí.

– No hay necesidad. Soy yo quien tiene que hablar -dijo Leo sentándose cómodamente.

– ¿Se da usted cuenta de con quién está hablando? ¿O es que se ha vuelto loco? En toda mi vida no he visto insolencia semejante.

– Puede usted repetírselo a sí mismo de mi parte -dijo Leo.

– Bien -exclamó Syerov volviendo a sentarse-, ¿qué quiere?

– Usted tiene un amigo en la G. P. U. -Celebro que lo recuerde.

– Desde luego lo recuerdo. Por eso he venido. Tengo a dos amigos condenados a diez años en Siberia. Se acaban de casar. Les envían a cárceles que distan una de otra centenares de kilómetros. Deseo que haga usted lo necesario para que les envíen al mismo presidio.

– Ah, ah -dijo Syerov-, he oído hablar de este asunto. Es un hermoso ejemplo de lealtad al Partido por parte del camarada Víctor Dunaev.

– ¿No le parece un poco ridículo, eso de que usted me hable a mí de lealtad al Partido?

– Bueno; ¿y qué hará usted si le digo que no moveré ni un dedo para ayudarle?

– Sepa usted -dijo Leo- que puedo hacer muchas cosas.

– Desde luego -reconoció complaciente Syerov-, ya sé que puede. Pero también sé que no hará nada, porque, ¿ve usted?, para ahogarme a mí usted tiene que ser la piedra atada a mi cuello, y realmente no creo que su noble generosidad llegue tan lejos.

– Óigame -dijo Leo-. Puede usted dejar esos aires de autoridad. Uno y otro somos unos sinvergüenzas, y usted lo sabe, y nos odiamos, cosa que sabemos los dos, pero vamos en la misma barca y no es una barca muy sólida. ¿No le parece que valdría más ayudarnos cuanto sea posible?