– Indudablemente; estoy seguro. Y por su parte, la ayuda consiste en andar tan lejos de mí como pueda. Y si su anticuada arrogancia aristocrática no le cegase en la maldita forma en que le ciega, no se dirigiría a mí para pedirme que interceda por su prima. Equivaldría a proclamar lo que es usted para mí.
– ¡Maldito bellaco!
– ¡Psch!, tal vez lo sea. Y tal vez no le iría mal parecérseme un poco. Será mejor que no venga a pedirme favores. Será mejor que no olvide que, si bien es verdad que de momento estamos encadenados uno a otro, yo tengo más oportunidades que usted de romper la cadena.
Leo se puso en pie. Al llegar a la puerta se volvió y dijo:
– Como quiera. Sólo creía que le hubiera valido más, por si acaso, que la cadena estuviera todavía en mis manos… -Sí; y a usted le hubiera valido más no venir por aquí, por si acaso estuviera todavía en las mías… Y óigame -bajó la voz-, usted puede hacer algo por mí, y será mejor que lo haga. Diga a aquel bribón de Morozov que envíe el dinero. Aún no me pagó mi última comisión. Ya le he dicho que no quiero que me haga esperar.
Marisha dijo tímidamente, procurando no mirar a Víctor: -Oye, ¿no crees que si procurases ver a alguien y le pidieras… ¿sabes?, no más que les mandaran a la misma cárcel… no representaría ninguna diferencia para nadie y…?
Víctor la agarró por la muñeca con tanta fuerza que ella lanzó un grito de dolor.
– Mira -le dijo apretando los dientes-, procura mantenerte tan lejos de este asunto como tus piernas te lo permitan. ¡No faltaría más que eso! ¡Mi mujer intercediendo por unos contrarrevolucionarios!
– Pero no se trata más que…
– Fíjate bien: si dices una sola palabra, ¿entiendes?, una sola palabra a cualquier amigo tuyo, me divorcio al día siguiente.
Aquella noche, Vasili Ivanovitch volvió a casa más sereno que de costumbre. Se quitó el abrigo, dobló los guantes cuidadosamente, con toda meticulosidad, y los dejó en el perchero del recibimiento. No miró siquiera la comida que Marisha había dispuesto para él en el comedor.
Únicamente dijo: -Víctor, necesito hablarte.
Víctor le siguió de mala gana a su habitación.
Vasili Ivanovitch no se sentó. Permaneció de pie, con las manos a lo largo del cuerpo, mirando a su hijo.
– Víctor -dijo-, ya sabes lo que podría decirte. Pero no lo diré. No te preguntaré nada. Vivimos en unos tiempos muy extraños. Hace muchos años yo estaba seguro de mi pensamiento, sabía cuándo tenía razón y cuándo tenía que reprender. Ahora no lo sé. No sé si puedo censurar a nadie por nada. Hay tanto horror y tanto dolor en derredor nuestro que no creo que nadie sea culpable. Todos somos criaturas descuidadas que podemos sufrir mucho y entender muy poco. No puedo vituperarte por lo que hayas hecho. Ni sé tus razones ni quiero saberlas. Sólo sé que no las comprendería. Nadie comprende a los demás, en estos tiempos, y por esto nadie puede juzgar. Tú eres mi hijo, Víctor. Yo te quiero. No puedo dejar de quererte, como tú no puedes dejar de ser lo que eres. ¿Ves tú? Desde cuando era aún más joven de lo que tú eres ahora, he estado deseando tener un hijo. Nunca tuve confianza en los hombres. Por esto quería tener un hombre que fuera algo mío, para poderle mirar con orgullo como ahora te miro a ti. Cuando eras pequeño, Víctor, un día te hiciste un corte en un dedo; un corte profundo hasta el hueso. Entraste del jardín para que te lo vendaran. Tenías los labios amoratados, pero no lloraste. No proferiste ni una queja. Tu madre se quedó muy preocupada al verme reír de felicidad. Pero, ¿comprendes?, era porque estaba orgulloso de ti… ¿Sabes? ¡Estabas tan gracioso cuando tu madre te ponía tu traje de terciopelo con aquel gran cuello de puntilla! Te caía malísimamente. ¡Y tú te ponías tan furioso y estabas tan hermoso! Tenías el pelo rizado. Pero todo esto no viene al caso. Lo que quiero decir es que no puedo quererte mal. Por esto no te preguntaré nada. Sólo quiero pedirte un favor: ya sé que tú no puedes salvar a tu hermana; pero pide a tus amigos -sé que los tienes que podrían hacerlo- que logren que la envíen al mismo presidio que a Sasha. Sólo esto. No afecta a la sentencia ni te perjudica en nada. Es un último favor, a tu hermana; un favor en el lecho de muerte, Víctor, porque ya sabes que no la volverás a ver jamás. Hazlo y no volveremos a hablar del asunto. No miraré nunca hacia atrás. Nunca intentaré leer ninguna de las páginas que no deseo ver. Con esto quedarán saldadas todas las cuentas. Seguiré teniendo un hijo, y aunque es cierto que abstenerse de pensar es difícil, en estos tiempos puede lograrse; debe lograrse, y tú me ayudarás a ello. Hazme este último favor a cambio… a cambio del pasado…
– Padre -dijo Víctor-, créeme, haría cuanto pudiera, y lo he intentado, pero…
– Víctor, no discutamos. No te pregunto si puedes hacerlo. Sé que lo puedes. No me expliques nada: dime sólo "sí" o "no", Víctor, tú y yo hemos concluido. No tendré ningún hijo. Hay un límite, Víctor, a cuanto puedo perdonar.
– Pero, papá, es absolutamente imposible…
– Te he dicho "sí" o "no", Víctor, o ya no tengo hijo. Piensa cuánto he perdido durante estos últimos años. ¿Qué me contestas?
– No puedo hacer nada.
Vasili Ivanovitch irguió lentamente los hombros, y las dos líneas que surcaban sus mejillas, desde la nariz hasta las comisuras de los labios, plegados hacia abajo, permanecieron firmes e inmóviles. Se volvió lentamente y se dirigió a la puerta.
– ¿Adonde vas? -preguntó Víctor.
– Esto -contestó su padre- ya no te importa.
En el.comedor, Marisha y Asha estaban sentadas a la mesa, delante de una cena ya fría, que ninguna de las dos había tocado.
– Asha -dijo Vasili Ivanovitch-, ponte el abrigo y el sombrero.
– ¡Padre!
– Marisha se levantó con viveza, empujando ruidosamente su silla hacia atrás y haciendo caer al suelo un tenedor. Era la primera vez que Marisha le llamaba de aquel modo.
– Marisha -dijo el anciano-, te telefonearé uno de estos días, en cuanto haya encontrado aposento. ¿Querrás enviarme entonces todas mis cosas… en fin, todo lo mío que haya aquí?
– No debe usted marcharse -dijo Marisha con voz entrecortada- sin empleo, sin dinero, y…
– Esta es la casa de tu marido -dijo Vasili Ivanovitch-. Vamonos, Asha.
– ¿Puedo llevarme la colección de sellos? -murmuró la pequeña.
– Llévatela.
Marisha se apoyó en el antepecho de la ventana, con la nariz pegada al cristal, con los hombros agitados por silenciosos sollozos, mirando al anciano y a la niña mientras se marchaban. Los hombros de Vasili Ivanovitch estaban encorvados y, a la luz del farol de la calle, Marisha pudo ver la mancha blanca de su nuca descubierta, entre el cuello del viejo abrigo y el negro gorro de pieles que cubría su cabeza. Llevaba a Asha de la mano; la criatura estiraba el brazo para llegar a la mano de su padre, y, al lado de éste, su cuerpecito parecía aún más pequeño. Se esforzaba en seguirle, obediente, hundiendo los tacones en el barro y apretando junto a su pecho el grueso álbum de sellos.
Kira vio a Irina en una celda de la G. P. U., la misma tarde de su marcha. Irina sonreía plácidamente; su sonrisa era dulce y resignada; sus ojos, en un rostro que parecía de cera, miraban a Kira amablemente, con vaguedad, como si estuvieran fijos, en quieto estupor, en un más allá que se esforzaba en comprender.
– Te mandaré guantes -decía Kira-, unos hermosos guantes de lana, bien calientes. Pero tendré que hacértelos yo misma, de modo que no te extrañe si te cuesta ponértelos.
– No -dijo Irina-, pero puedes mandarme una instantánea: estará muy linda Kira haciendo calceta.
– ¿Sabes? -dijo Kira-, todavía no me has dado el dibujo que me prometiste.
– Es verdad, no te lo di. Papá los tiene todos. Dile que te deje elegir. Dile que yo te lo he dicho. Pero el que te había prometido no está. Yo te había prometido el verdadero retrato de Leo.
– En fin, aguardaremos a que vuelvas.
– Sí -sacudió la cabeza y rió-. Es muy amable de tu parte, Kira, pero no debes burlarte de mí. Yo tengo miedo. Pero ya lo sé. ¿Te acuerdas de cuando enviaron a Siberia a aquellos estudiantes de la Universidad? ¿Sabes de alguno que haya vuelto? Hay el escorbuto y la consunción, o las dos cosas…, oh, es así; pero no me importa.