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– Irina…

– ¡Bah! No nos pongamos sentimentales, aunque sea la última vez que nos veamos… Quisiera preguntarte una cosa, Kira; si no quieres, no me contestes. Sólo es una curiosidad. ¿Qué hay entre tú y Andrei Taganov?

– Soy su amante desde hace más de un año -dijo Kira-. ¿Sabes?, la tía de Leo en Berlín…

– Ya me lo figuraba. Pues bien, pequeña, no sé cuál de las dos necesita mayor valor para enfrentarse con el futuro.

– No tendré miedo más que un día… un día que no llegará jamás -dijo Kira-; y el día en que mis fuerzas cedan.

– Las mías han cedido ya -dijo Irina- y no tengo miedo. Sólo hay algo que quisiera comprender y que nadie, me parece, logrará explicarme. ¿Ves tú? Ya sé que todo ha terminado para mí. Lo sé, y, sin embargo, no logro verdaderamente creerlo, no llego a sentirlo. ¡Es tan extraño! Es tu vida. La empiezas creyendo que es algo precioso y delicado, tan hermosa que te parece un tesoro sagrado. Y ahora ha terminado y a nadie le importa nada; y no porque sea indiferente, sino porque no se sabe nada de ella. ¿Quién tiene alguna idea de lo que es este tesoro nuestro? Sin embargo, en todo ello debe haber algo que todo el mundo debería comprender. Sólo que… ¿qué es, Kira?

Los condenados políticos viajaban en un coche aparte, y junto a las ventanillas había hombres armados de bayonetas. Irina y Sasha estaban sentados uno frente a otro en los bancos de madera; habían estado juntos durante una parte del camino y ahora iban a llegar al punto en que Irina debía transbordar. Las ventanillas del coche eran oscuras y relucientes, como si detrás del cristal se hubieran pegado pedazos de hule; sólo los copos de nieve que de vez en cuando se aplastaban contra ellos indicaban que más allá había tierra y viento, y un cielo negro. Del techo pendía una lámpara que temblaba como si cada sacudida de las ruedas empujase la amarillenta llama hacia afuera y luego ésta oscilase y se volvida para atrás, vacilante, a cogerse de nuevo al cabo de vela de donde procedía. Un muchacho con un viejo gorro verde de estudiante, solo junto a una ventanilla, cantaba a media voz como en una lamentación fúnebre, entre dientes; y su voz se oía como una amarga sonrisa, a pesar de que su rostro no se movía:

Oh, manzaníta. - ¿Hacia dónde vas rodando?

Sasha tenía la mano de Irina entre las suyas. Ella sonreía, con la barbilla metida en una vieja bufanda de lana. Sus manos estaban frías. De sus labios salía un blanco vapor, mientras decía:

– No debemos pensar en esos diez años. Parecen tan largos, ¿verdad? Pero en realidad no lo son. ¿Sabes? ¿Quién fue aquel filósofo que dijo que el tiempo no era más que una ilusión, o algo parecido? ¿Quién fue? En fin, no importa. El tiempo pasa de prisa si uno no piensa en él. Seremos jóvenes cuando… saldremos. Prometámonos, pues, que no pensaremos en otra cosa. ¿Prometido?

– Sí -murmuró él mirándole las manos-. Irina, si yo no…

– Esta es una cosa que ya me habías prometido no volver a decir jamás, ni aun a ti mismo. ¿No comprendes, querido, que es más fácil para mí eso que el haberme quedado en casa sabiendo que tú te ibas solo allá abajo? De este modo siento que hay algo común entre nosotros, que compartiremos alguna cosa. ¿No es cierto?

El escondió la cara entre las manos de Irina, sin decir una palabra.

– Óyeme -dijo ella inclinándose sobre sus rubios cabellos-. Sé que no siempre será fácil mantenerse serenos. Alguna vez se piensa: ¿vale la pena ser valiente sólo por el orgullo de serlo? Establezcamos una cosa: seremos valientes uno para el otro. Cuando te sientas más triste, sonríe y piensa que lo haces por mí. Yo haré igual. Esto nos mantendrá unidos. Y, ¿sabes?, es muy importante conservar la serenidad. Resistiremos más.

– ¿Para qué? De todos modos no resistiremos bastante.

– ¡No digas tonterías, Sasha!

– Irina movió la cabeza y se echó hacia atrás un rizo que le caía sobre la cara y dijo, mirándole a los ojos, como si creyese en las palabras que salían de sus labios:- ¡Dos personas sanas y fuertes como nosotros! Además, todo lo que dicen del hambre y de la consunción, estoy segura de que es exagerado. Nunca es tan fiero el león como lo pintan. Las ruedas chirriaron, como si el tren fuera a detenerse.

– ¡Dios mío! -gimió Sasha-, ¿ya es la estación? El coche dio un salto hacia adelante. Debajo de los pies de los dos jóvenes, volvió a oírse como antes el estrépito de las ruedas sobre los rieles, como un martillo que cayese cada vez a mayor velocidad.

– No… -susurró Irina- todavía no.

El estudiante de la ventanilla cantó, como si sonriese amargamente, al ritmo de las ruedas:

Manzanita - ¿hacia dónde vas rodando?

y fue repitiendo lentamente el estribillo, acentuando cada palabra como si cada palabra fuera una respuesta a una pregunta, o como si fuera la pregunta misma, y expresase la mortal certidumbre de una respuesta no formulada:

Oh, manzanita… ¿hacia dónde… vasrodando?

Irina murmuraba:

– Oye, podemos hacer una cosa. De vez en cuando podemos mirar a la luna; la luna ¿sabes? es la misma en todas partes. De este modo los dos veremos una misma cosa, ¿comprendes?

– Sí -dijo Sasha-. Será muy hermoso.

– Iba a decir el sol, pero supongo que no habrá mucho. La interrumpió un acceso de tos: tosió sordamente, a sacudidas, cogiéndose la garganta con la mano.

– Irina -gritó él-, ¿qué tienes?

– No es nada -contestó ella sonriendo, parpadeante e intentando recobrar el aliento-. No es más que un poco de resfriado. Las celdas de la G. P. U. no están muy bien caldeadas. Una linterna brilló a través de la ventanilla. Luego no hubo más que silencio, el lento caer de los húmedos copos contra el cristal. Irina y Sasha se quedaron inmóviles, con los ojos fijos en la ventanilla.

Irina murmuró:

– Creo que nos vamos acercando.

Sasha se irguió: su cara bronceada parecía más oscura que sus cabellos. Dijo, con voz enérgica:

– Si nos permiten escribir, Irina, ¿me escribirás… todos los días?

– ¡Claro! -contestó ella en tono alegre.

– ¿Y me dibujarás algo en cada carta?

– Con mucho gusto. Mira -dijo tomando un poco de carbón del marco de la ventana-, ahora mismo voy a hacer un dibujo. Con pocos trazos ligeros y seguros como los movimientos del bisturí de un cirujano, dibujó una cara en el respaldo de su asiento; la cara de un diablillo, con las orejas en alto, y guiñando maliciosamente un ojo: una risa loca, contagiosa, irresistible, que no se podía mirar sin sonreír.

– Ya está -dijo Irina-. Te hará compañía después… después de la estación.

Sasha sonrió, respondiendo a la sonrisa del diablillo y de pronto, echando la cabeza hacia atrás, cerrando los puños, gritó, de tal modo que el estudiante del gorro verde le miró sobresaltado-: ¿Por qué hablan de honor, de ideales, de deberes para con la Pa tria? ¿Por qué nos enseñan…?

– No grites de ese modo, amor mío. No pienses en cosas inútiles. ¡Tantas veces se piensa en balde, en este mundo!

En la estación, otro tren estaba ya aguardando en una vía paralela. Unos centinelas con bayoneta calada escoltaron a los presos fuera del coche. Sasha estrechó a Irina sobre su pecho, y los huesos de ella crujieron bajo su abrazo; la besó en los labios, en la barbilla, en los cabellos, en el cuello, con un grito que no era ni un gemido ni un rugido. Murmuró roncamente, furiosamente, junto a su cuello, ruborizándose, sofocado, las palabras que nunca había sabido decir:

– ¡Te… te quiero!

Un guardia tocó a Irina en el codo. La joven, desprendiéndose de Sasha, siguió al guardia en el pasillo. Al llegar a la puerta, Sasha empujó al guardia a un lado, con un movimiento salvaje, furioso, y agarrando de nuevo a Irina la abrazó sin besarla, mirándola como si hubiera perdido el sentido, mientras sus grandes manazas estrechaban el cuerpo de la esposa que no había poseído jamás. El centinela le arrancó de sus brazos y la empujó hacia la puerta. Irina se volvió por un segundo a dar a Sasha una última mirada, y le sonrió con la sonrisa franca y maliciosa del diablillo, arrugando la nariz y guiñando un ojo. Luego se cerró la puerta. Los dos trenes salieron juntos. Sasha, aplicando el rostro al cristal de la ventanilla, pudo ver el oscuro contorno de la cabeza de Irina destacándose sobre el fondo amarillo de la iluminada ventanilla de otro coche, en una vía paralela. Ambos trenes siguieron un rato uno al ladn de otro, mientras iba aumentando la velocidad del rítmico martilleo de las ruedas sobre los rieles y las luces de la estación iban desapareciendo lentamente, por encima de la oscura techumbre del coche en que Sasha tenía clavada la vista. Luego, las verdosas franjas de nieve que separaban un tren del otro se fueron ensanchando; Sasha pensó que si la ventanilla hubiese estado abierta tal vez le hubiera bastando extender el brazo para llegar al otro coche; luego pensó que tendría que sacar todo el cuerpo fuera de la ventanilla. Apartó la mirada del tren para fijarla ferozmente en la blanca extensión que aumentaba entre ellos, y sus dedos se crisparon sobre el cristal, como si, con la tensión de todos sus músculos, quisiera agarrar y detener aquella masa de nieve. Los rieles iban distanciándose: al nivel de sus ojos, Sasha veía ahora el brillo azulado de las ruedas del tren que se llevaba a Irina, corriendo a lo largo de las oscuras cintas tendidas sobre la nieve.