Luego no miró más a la nieve; lanzó una mirada, como quien arroja un garfio, a aquel cuadradito amarillo en que se destacaba una sombra negra que era una cabeza lejana. Y sus ojos se negaron a abandonarla, mientras el cuadradito amarillo desaparecía rápidmente, y Sasha sentía que tras él se le iba la mirada, tensa en un agudo e intolerable sufrimiento. En medio de una amplia llanura nevada, dos negras orugas se arrastraban alejándose cada vez más una de otra; dos sutiles hilos de plata las precedían como si tirasen de ella, para desaparecer en un negro abismo. Por fin Sasha no pudo ver ya el cuadro amarillo, y sí únicamente una hilera de puntos que conservaban la forma cuadrada, y por encima de ellos algo negro que se movía sobre el fondo del cielo y que se parecía al techo de unos vagones. Luego, no hubo más que una serie de puntitos amarillos que caían en un pozo negro, y por fin sólo quedó el polvoriento cristal de su ventanilla, con aquel hule negro pegado al otro lado; pero Sasha no sabía si aún seguía viendo en alguna parte una hilera de luces, o si era algo que ardía en sus ojos absortos y dilatados.
No quedó más que el diablillo, en el respaldo del asiento vacío junto al suyo, sonriéndole con su boca de media luna y guiñándole maliciosamente un ojo.
Capítulo noveno
"El camarada Víctor Dunaev, uno de nuestros más jóvenes e inteligentes ingenieros, ha sido destinado al Volkhovstroy, la gran construcción hidroeléctrica de la Unión Soviética. Se trata de un cargo de responsabilidad que nunca se había confiado a ninguna persona de su edad."
El recorte de la Pravda estaba en la nueva y reluciente cartera de Víctor junto con otro parecido de la Krasnaia Gazeta y, cuidadosamente doblado entre los dos, uno de la Izvestia de Moscú, siquiera en este último sólo se dedicaba una línea al "camarada Dunaev".
Víctor llevaba esta cartera consigo al dirigirse a los trabajos de construcción de la presa del lago Volkhov, a pocas horas de distancia de Petrogrado. Una comisión de su Centro del Partido fue a despedirle a la estación. Desde la plataforma del coche pronunció un breve, pero interesante discurso sobre el porvenir de las construcciones proletarias, y, al arrancar el tren, se olvidó de besar a su esposa. Al día siguiente, su discurso fue publicado en el Diario Mural de su Centro.
Marisha tuvo que quedarse en Petrogrado; tenía que terminar el curso en la Rabfac y no podía descuidar sus actividades sociales. Ella había insinuado tímidamente que hubiera podido dejarlas para ir con su" marido, pero éste había insistido para que se quedase en la ciudad.
– Querida -le había dicho-, no hay que olvidar que nuestros deberes sociales deben anteponerse a todas las consideraciones de comodidad personal.
Le prometió que cada vez que su trabajo le llamase a la ciudad, iría a su casa. Pero Marisha le vio una vez, inesperadamente, en una asamblea del Partido. Víctor se apresuró a explicarle que no podía acompañarla porque debía tomar el tren de medianoche para regresar al trabajo, y Marisha, aunque sabía que no había ningún tren de medianoche, no replicó nada.
Había aprendido a ser extraordinariamente silenciosa. En las reuniones de su Komsomol leía sus informes con voz algo chillona, pero en tono indiferente: por poco que se distrajera podía vérsela mirando vagamente hacia adelante con ojos sin expresión. Se había quedado sola en las grandes habitaciones vacías del piso de los Dunaev. Víctor había hablado en secreto con algún funcionario influyente para obtener que no les enviasen ningún in-quilino a ocupar las habitaciones vacantes, que él esperaba utilizar algún día. Pero el silencio de la casa asustaba a Marisha, que prefería pasar la noche entre reuniones de su Centro y visitas a sus padres, en su antigua habitación junto a la de Kira. Cuando llegaba Marisha, su madre suspiraba y murmuraba contra las raciones de la Cooperativa, y luego se inclinaba en silencio sobre su labor. El padre decía:
– Buenas noches -sin dar ninguna otra señal de haberse dado cuenta de su presencia.
Su hermanito le decía-: ¿Ya vuelves a estar aquí?
– Y ella no decía nada; se sentaba en un rincón detrás del gran piano de cola, y se quedaba leyendo hasta muy entrada la noche; entonces observaba:- Creo que tengo que marcharme -y se volvía a su casa.
Una noche vio a Vasili Ivanovitch que iba a casa de Kira. El anciano atravesó la estancia sin levantar la vista del suelo y sin darse cuenta de Marisha.
Vasili Ivanovitch tenía'que vender lo último que le quedaba: la piel del oso blanco que había matado en Siberia tantos años antes. -¿Ves, tú, Kira? -explicó con cierta vacilación-. Me han hecho una oferta, pero pensé que, si te gustaba preferiría que fueras tú quien se quedase con ella… Siempre me gustó tanto tenerla… que pensé que sería mejor que acabase en tus manos que en las de un extraño… Me ofrecen veinte rublos. Te la dejaría por este mismo precio.
Kira se quedó con la piel. Puso cincuenta rublos en la mano de Vasili Ivanovitch y no le permitió discutir. Vasili Ivanovitch ob-serbó que los hombros de Kira temblaban y le dijo afectuosamente, cogiéndola por los codos:
– Anda, vamos, Kira, no hagas eso. ¡Tú, mi valiente soldadito! ¡Valor niña, no todo es tan asqueroso!
Marisha aguardó pacientemente a que volviese a pasar Vasili Ivanovitch; aunque no sabía por qué le aguardaba ni qué le habría dicho. Cuando por fin se abrió la puerta de Kira y Vasüi Ivanovitch volvió a atravesar la estancia para salir, Marisha se puso en pie sonriendo tímidamente, dio un paso hacia adelante y se paró ante el anciano; pero éste salió sin mirarla siquiera, y Marisha se dejó caer en su silla sonriendo todavía, mecánicamente.
La nieve llegó temprano. Al barrer las aceras la amontonaban formando una cadena de escarpadas montañas, atravesadas por delgados y oscuros hilillos de suciedad y manchadas por oscuras pellas de tierra, colillas de cigarrillo, y pedazos de periódico amarillentos y descoloridos. Pero junto a las paredes de las casas la nieve había ido formando poco a poco un capa blanca, espesa y pura como una colcha de plumas que subía hasta el dintel de las ventanas de los sótanos.
Los antepechos de las ventanas se proyectaban sobre las calles como estanterías cargadas de blanca nieve. Las colillas brillaban, bordeadas por un helado encaje de largos carámbanos. Por un cielo frío, de un azul primaveral, subían pequeñas espirales de humo rosado que se abrían como los pétalos de una flor de manzano. En los tejados, la nieve se acumulaba formando una amenazadora muralla blanca detrás de las balaustradas de hierro. Unos hombres con gruesos guantes de lana manejaban sus palas por encima de la ciudad, echando grandes montones de nieve helada, que semejaban rocas, sobre el pavimento de la calle. Las paletadas de nieve, al caer, se deshacían con un sordo rumor y levantando una ligera nube blanca; los trineos se veían obligados a virar bruscamente, y, para evitarles, los gorriones, hambrientos y con el plumaje erizado, huían asustados. En las esquinas había grandes calderas, encajadas en bastos armazones de vigas. Otros hombres armados de palas iban echando en ellas la nieve, y por un boquete de las calderas salían las blancas aceras en largas cintas parduzcas. Por la noche, las hogueras que ardían bajo esas calderas llameaban en medio de la oscuridad; eran hogueras pequeñas, de color entre púrpura y anaranjado, muy a ras del suelo. Al compás de las palas se veía moverse, saliendo de la oscuridad, a unos hombres harapientos que de vez en cuando acercaban al fuego sus manos heladas.