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Kira andaba en silencio por el jardín del palacio. Huellas de pasos, medio borradas por polvo reciente, indicaban el camino hacia el pabellón; eran las huellas de los pasos de Andrei, y Kira las conocía; por otra parte, pocos eran los visitantes que atravesaban el jardín. Los troncos de los árboles estaban desnudos, negros y muertos como postes telegráficos; las ventanas del palacio estaban oscuras, pero, en el extremo del jardín, a través de las rígidas ramas desnudas brillaba en medio de la oscuridad un luminoso cuadrado amarillo, y bajo la ventana de Andrei la nieve tenía color rosa dorado.

Kira subió lentamente la majestuosa escalinata de mármol. No había luz; su pie buscaba los peldaños uno por uno, tanteando en la oscuridad el mármol helado y resbaladizo. Hacía más frío que en la calle: un frío mortal, húmedo e inmutable como el de un mausoleo. La mano de Kira iba recorriendo, vacilante, la barandilla medio desbrozada. No veía nada ante sí, y le parecía que la escalera no iba a terminar jamás.

Cuando llegó al punto en que la barandilla faltaba, se detuvo y llamó desesperadamente, con una ligera nota de risa en su voz asustada: -¡Andrei!

En lo alto, un rayo de luz rasgó la oscuridad cuando Andrei abrió la puerta:

Corrió riendo a su encuentro y dijo en son de excusa: -¡Cuánto lo siento! ¡Son estos malditos hilos eléctricos que se han roto!

La tomó en sus brazos y la llevó hasta su cuarto, mientras ella le decía, riendo:

– Me da vergüenza, Andrei; me estoy volviendo miedosa. El la dejó junto a la chimenea llameante. Le quitó el abrigo y el sombrero, y sus dedos quedaron humedecidos por la nieve que se derretía sobre su cuello de pieles. La hizo sentar al lado de la chimenea, le desabotonó los guantes, frotó entre las fuertes palmas de sus manos las heladas manos de Kira, le quitó los chanclos nuevos de fieltro y sacudió la nieve, que produjo al caer.sobre las brasas un chirrido como de fritura.

Andrei tenía un regalo para Kira. Le puso en el regazo una larga y estrecha cajita y aguardó, mirándola y sonriendo.

– ¿Qué es, Andrei? -preguntó ella.

– Una cosa que viene del extranjero.

Kira rasgó el papel y abrió la cajita: se quedó con la boca abierta, sin acertar a pronunciar una palabra. Era un camisón de noche negro, de un crespón tan transparente que a través de sus sutiles pliegues podían verse danzar las llamas de la chimenea. Kira se quedó sosteniéndolo entre sus dedos con aire de incredulidad y timidez.

– Andrei… ¿de dónde lo has sacado?

– De un contrabandista.

– ¿Pero tú compras cosas de contrabando?

– ¿Por qué no?

– ¿Compraste a un… especulador?

– ¿Por qué no? La quería. Sabía que te gustaría.

– Pero en otro tiempo… -Era otro tiempo. Ahora es distinto. Los dedos de Kira arrugaban el negro crespón.

– ¿Qué? -dijo él-. ¿Te gusta?

– Andrei -gimió ella-. Andrei, ¿en el extranjero llevan estas cosas?

– Evidente.

– ¡Ropa interior negra! ¡Qué cosa más absurda y más deliciosa!

– Ya ves tú lo que hacen en el extranjero. No temen hacer cosas absurdas y deliciosas. Basta con que algo sea delicioso para que se considere una razón para hacerlo. -Andrei, si te oyeran te expulsarían del Partido -rió ella.

– Kira, ¿te gustaría ir al extranjero?

El negro camisón cayó a sus pies. Andrei se inclinó a recogerlo, sereno y sonriente. -Lo siento, Kira; ¿te he asustado? -¿Qué has dicho, Andrei?

– Óyeme -dijo el joven arrodillándose de pronto a su lado y rodeándole el talle con sus brazos, mientras en sus ojos brillaba una mirada ávida, inquieta, que ella no había visto jamás-. Es una idea que tengo desde hace algún tiempo; al principio creía que era una locura, pero no pienso en otra cosa: si tú quisieras, Kira… podríamos… ¿comprendes? Al extranjero… para siempre…

– Pero, Andrei…

– Es factible. Todavía puedo lograr que me envíen fuera con alguna misión secreta de la G. P. U. Podría lograr un pasaporte para ti en concepto de secretaria mía. Una vez pasada la frontera no pensaríamos más en la misión, ni en nuestros pasaportes rojos, ni en nuestros nombres, y huiríamos tan lejos que no podrían encontrarnos jamás.

– ¿Ya sabes lo que estás diciendo, Andrei?

– Sí. Lo único que no sé es qué haría una vez en el extranjero. Todavía no lo sé. No me he atrevido a pensarlo, cuando estaba solo. Pero cuando tú estás conmigo puedo pensar, puedo hablarte de ello. Siento la necesidad de huir antes de comprender demasiado claro lo que adivino a nuestro alrededor, antes de romper definitivamente con todo. Sería como volver a empezar la vida desde el principio, como si detrás de nosotros no hubiera más que el vacío. Te tengo a ti; lo demás no me importa. Acabaré por entender todo eso que gracias a ti estoy empezando a vislumbrar.

– Pero Andrei- balbució ella-, tú que eres lo mejor que tu Partido puede mostrar al mundo…

– No te detengas; dilo. Di que soy un traidor. Quizá tengas razón. O quizás hasta ahora no he empezado a dejar de serlo. Quizá durante todos estos años he estado traicionando algo más grande que todo cuanto el Partido puede ofrecer al mundo. No lo sé ni me importa. Me siento como después de una ducha fría. Porque, ¿ves tú?, en medio de esta infinita confusión que llaman la vida, lo único de que estoy seguro es de ti. Y mirándola a los ojos añadió dulcemente:

– ¿Qué te pasa, Kira? No he dicho nada que pueda asustarte, ¿verdad?

– No, Andrei -murmuró ella sin mirarle.

– Además, hay lo que te dije una vez, ¿recuerdas? Una vez que te hablé del más alto objeto de mi veneración…

– Sí, Andrei.

– Kira, ¿quieres casarte conmigo?

Las manos de Kira cayeron inertes, y la mirada que dirigió en silencio a Andrei fue triste y suplicante.

– Kira, querida, ¿no te das cuenta de lo que estamos haciendo? ¿Por qué tienes que esconderte y mentir? ¿Por qué tenemos que vivir con la continua congoja de estar contando las horas, los días, las semanas que separan nuestras entrevistas? ¿Por qué no he de tener el derecho de buscarte en los momentos en que creo volverme loco, si no te veo? ¿Por qué he de callar, por qué no puedo decir a todo el mundo, a los hombres como Leo Kovalens-ky, que eres mía, que eres mi mujer?

Kira no parecía ya estar asustada. El nombre que él había pronunciado le había devuelto todo su frío valor combativo. -No puedo, Andrei.

– ¿Por qué?

– ¿Serías capaz de hacer cualquier cosa por mí, si yo lo deseara?

– Sí, Kira; todo. -No me preguntes por qué.

– Está bien.

– Yo no puedo ir al extranjero, pero si tú quieres ir solo…

– No hablemos más de ello, Kira. No te preguntaré nada. ¿Pero verdaderamente crees que yo sería capaz de irme solo?

– Ea, no hablemos más. Intentaremos tener aquí un rinconcito de Europa. De momento voy a probarme tu regalo. Vuélvete y no mires.

Andrei obedeció. Cuando se volvió de nuevo, Kira estaba junto a la chimenea, con los brazos cruzados sobre la nuca, y detrás de la sombra de su cuerpo se veía vacilar la llama a través del sutil velo negro.