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Su asesino era un alpinista consumado.

La berlina de Niémans estaba equipada con un transmisor VHF pero el policía no lo utilizaba nunca. Como tampoco utilizaba, para las comunicaciones confidenciales, su teléfono móvil, que todavía era menos discreto. Usaba más bien, desde hacía varios años, un pager o receptor de radiomensajes cuyas marcas y modelos variaba de vez en cuando. Nadie podía captar este tipo de sistema que sólo funcionaba con ayuda de un código. Conocía esta astucia por los traficantes parisienses que habían apreciado enseguida la extrema discreción de los radiomensajes. El comisario había dado el número y el nombre del código a Joisneau, Barnes y Vermont. Al subir a su coche, se sacó el estuche del bolsillo y pulsó el teclado. Ningún mensaje.

Puso el coche en marcha y volvió a la universidad.

Eran las once de la mañana; pocas siluetas atravesaban la explanada de un verde incipiente. Algunos estudiantes corrían por la pista del estadio, ligeramente excéntrico respecto del grupo de los bloques de hormigón.

El policía cogió una carretera transversal y se dirigió de nuevo al edificio principal. El inmenso bunker tenía ocho pisos y seiscientos metros de longitud. Aparcó y consultó su plano. Exceptuando la biblioteca, este edificio inmenso agrupaba las facultades de Medicina y de Ciencias Físicas. En los pisos se hallaban las salas de prácticas. En el último nivel se encontraban las habitaciones de los internos. El guardián del campus había marcado con rotulador rojo el número del apartamento ocupado por Rémy Caillois y su joven esposa.

Pierre Niémans pasó de largo las puertas de la biblioteca, que lindaban con la puerta principal, y entró en el vestíbulo del edificio: un espacio de una sola pieza, iluminado por anchos ventanales. Las paredes exhibían frescos naif, qué brillaban bajo la claridad matinal, y el fondo del vestíbulo se perdía, a varios centenares de metros más allá, en una especie de pulverulencia mineral. Las dimensiones del lugar eran más bien estalinistas; no tenían nada que ver con la atmósfera de mármol claro y madera oscura de las universidades parisienses. Esto era por lo menos lo que suponía Niémans: nunca había puesto los pies en ninguna facultad. Ni en París ni en ninguna otra parte.

Utilizó una escalera de peldaños de granito suspendidos, cada tramo de los cuales empezaba en forma de horquilla y estaban separados por hojas verticales. Una fantasía del arquitecto, en el mismo estilo abrumador que el resto. Uno de cada dos tubos de neón no funcionaba y Niémans atravesaba zonas de sombra total para reaparecer bajo una luz demasiado fuerte.

Al final accedió a un pasillo estrecho, punteado por pequeñas puertas. Enfiló el oscuro corredor -allí todos los tubos se habían fundido- en busca del número 34, el apartamento de los Caillois.

La puerta estaba entornada.

Con dos dedos, el policía empujó la fina puerta de contrachapado.

Le acogieron el silencio y la penumbra. Niémans se encontraba en un pequeño vestíbulo. Al fondo, una franja luminosa atravesaba el angosto pasillo. La débil claridad permitió al policía observar los cuadros colgados de las paredes. Eran fotografías en blanco y negro que parecían datar de los años treinta o cuarenta. Atletas olímpicos en pleno esfuerzo se retorcían en el cielo o surcaban la tierra en un orgulloso hieratismo. Los rostros, las siluetas, las posturas destilaban una especie de perfección inquietante, una pureza de estatuas, inhumana. Niémans pensó en la arquitectura de la universidad: todo ello formaba un conjunto coherente, y no precisamente alegre.

Bajo estos cuadros, descubrió un retrato de Rémy Caillois. Lo descolgó para verlo mejor. La víctima había sido un hombre apuesto, sonriente, con cabellos cortos y facciones crispadas. La mirada brillaba con un fulgor especialmente alerta.

– ¿Quién es usted?

Niémans volvió la cabeza. Una silueta femenina, envuelta en un impermeable, se perfilaba en el fondo del pasillo. El comisario se acercó. Otra mujer joven. También ella debía de tener menos de veinticinco años. Sus cabellos claros, de longitud mediana, encuadraban un rostro estrecho, arrugado, cuya palidez acentuaba sus ojeras. Sus facciones eran huesudas, pero delicadas. La belleza de esta mujer sólo aparecía a destiempo, como el eco de una primera impresión de malestar.

– Soy Pierre Niémans -declaró-. Comisario principal.

– ¿Y entra en mi casa sin llamar?

– Discúlpeme. La puerta estaba abierta. ¿Es usted la esposa de Rémy Caillois?

A guisa de respuesta, la mujer arrebató el cuadro de manos de Niémans y lo colocó de nuevo contra la pared. Después se quitó el impermeable y entró en la habitación contigua. Niémans entrevió subrepticiamente un pecho pálido y descarnado por el escote de un viejo jersey.

– Entre -dijo la mujer de mala gana.

Niémans descubrió un salón exiguo, decorado con esmero y austeridad. Pinturas modernas colgaban de las paredes. Líneas simétricas, colores angustiosos, temas incomprensibles. El policía no se fijó en ellas. En cambio, un detalle atrajo su atención: en la habitación dominaba un fuerte olor. A cola. Hacía muy poco que los Caillois habían tapizado las paredes con papel pintado nuevo. Este detalle le oprimió el corazón. Por primera vez se estremeció al pensar en el destino truncado de la pareja, en las cenizas de felicidad que debían de chisporrotear en el fondo del dolor de esta mujer. Comenzó en tono grave:

– Señora, vengo de París. He sido llamado por el juez de instrucción para colaborar en la investigación sobre la desaparición de su marido. Yo…

– ¿Tiene ya una pista?

El comisario la observó y tuvo de improviso ganas de romper un objeto, un cristal, cualquier cosa. Aquella mujer estaba transida de dolor pero todavía más de odio contra la policía.

– No tenemos nada por el momento -confesó-, pero espero que la investigación…

– Formule sus preguntas.

Niémans se sentó en el sofá cama, frente a la mujer que acababa de elegir una silla pequeña a bastante distancia de él. Para hacer algo, cogió un almohadón y lo manoseó unos segundos.

– He leído su declaración -contestó-. Ahora sólo quería obtener algunas informaciones complementarias. Mucha gente se dedica a dar grandes caminatas en esta región, ¿verdad?

– ¿Cree que hay tantas distracciones en Guernon? Todo el mundo practica el senderismo o el alpinismo.

– ¿Los otros excursionistas conocían los itinerarios de Rémy?

– No. No hablaba nunca de ello. Y se iba en las direcciones que más le gustaban…

– ¿Eran simples paseos o carreras?

– Eso dependía. El sábado, Rémy había salido a pie, a menos de dos mil metros de altitud. No se había llevado material.

Niémans hizo una pausa y luego fue al fondo de su interrogatorio:

– ¿Su marido tenía enemigos?

– No.

El tono equívoco de esta respuesta le incitó a formular otra pregunta que le sorprendió a él mismo:

– ¿Tenía amigos?

– Tampoco. Rémy era un hombre solitario.

– ¿Qué tipo de relaciones mantenía con los estudiantes, con los que frecuentaban la biblioteca?

– Su contacto con ellos se limitaba a las fichas de salida de los libros.

– ¿Nada extraño, estos últimos tiempos?

La mujer no respondió y Niémans insistió:

– ¿Su marido no estaba especialmente nervioso, tenso?

– No.

– Hábleme de la desaparición de su padre.

Sophie Caillois alzó la mirada. El color de las pupilas era apagado, pero el dibujo de las pestañas y las cejas, espléndido. Esbozó un encogimiento de hombros.

– Murió bajo una avalancha en el 93. Aún no nos habíamos casado. No sé nada concreto sobre ese punto. Rémy no lo mencionaba nunca. ¿Adónde quiere ir a parar?

El policía guardó silencio y examinó la exigua habitación, con los muebles colocados en línea recta. Conocía de memoria esa clase de lugar. Sabía que no estaba allí solo con Sophie Caillois. El recuerdo del muerto aún seguía flotando, como si su alma estuviera haciendo el equipaje en alguna parte de la habitación contigua. El comisario indicó los cuadros de las paredes.