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La escuela Jean-Jaurés estaba situada en el extremo este, en el núcleo de los barrios pobres, cerca de la zona industrial de la ciudad. Karim llegó a un conjunto de edificios azules y marrones, todos de aspecto miserable, que le recordaban los barrios de su infancia. La escuela se levantaba al final de una rampa de hormigón que dominaba una carretera de asfalto llena de fisuras.

En la escalinata les esperaba una mujer, oculta bajo un cárdigan oscuro. La directora. Karim la saludó y se presentó. La mujer le saludó con una sonrisa sincera y eso le sorprendió. En general solía despertar desconfianza. Karim agradeció mentalmente a la mujer su espontaneidad y la examinó en pocos segundos. Su rostro era liso como un estanque, con grandes ojos verdes flotando encima como dos nenúfares.

Sin comentarios, la directora le pidió que la siguiera. El edificio seudomoderno parecía no haber sido terminado nunca. O bien hallarse en un estado de restauración indefinida. Los pasillos, muy bajos de techo, estaban hechos con paneles de poliestireno, algunos de ellos mal ajustados. La mayoría habían sido recubiertos de dibujos infantiles, esbozados sobre papel o pintados directamente sobre la pared. Pequeñas perchas se alineaban a la altura de los alumnos. Todo estaba desordenado. Karim tenía la sensación de moverse en una caja de zapatos que hubieran aplastado con el pie.

La directora se detuvo ante una puerta entornada. Murmuró con voz misteriosa:

– Es la única sala donde han entrado.

Empujó la puerta con precaución. Entraron en una oficina que se parecía más a una sala de espera. Armarios de vitrina albergaban numerosos registros y libros escolares. Una cafetera remataba un pequeño frigorífico. Un escritorio de madera de roble de imitación estaba sepultado bajo plantas verdes que se bañaban en platos llenos de agua. Toda la habitación olía a tierra empapada.

– Como ve -dijo la mujer señalando una de las vitrinas-, han abierto este armario. Son nuestros archivos. Pero a primera vista no han robado nada. Ni siquiera han tocado nada.

Karim se arrodilló y observó la cerradura de la vitrina. Diez años de robos con violencia y robos de coches le habían forjado una sólida experiencia en estos delitos. No cabía duda de que el intruso que había manipulado esta cerradura era un experto. Karim estaba estupefacto: ¿por qué un profesional habría ido a robar a una escuela primaria de Sarzac? Cogió uno de los registros y lo hojeó brevemente. Listas de nombres, comentarios de profesores, cartas administrativas… Cada volumen correspondía a un año distinto. El teniente se irguió.

– ¿Nadie ha oído nada?

– Verá, la escuela no está realmente vigilada -respondió la mujer-. Hay una portera pero, francamente…

Karim seguía observando el armario acristalado, forzado con suavidad.

– ¿Cree que el robo se ha producido en la noche del sábado o del domingo?

– Vaya usted a saber. Durante el fin de semana nuestra pequeña escuela es un auténtico cementerio. No hay nada que robar aquí.

– Muy bien -concluyó-. Será preciso que pase por la comisaría central para prestar declaración.

– Es usted un infiltrado, ¿verdad?

– ¿Cómo dice?

La directora observaba a Karim con atención. Explicó:

– Quiero decir: su vestimenta, su aspecto… Se mezcla con las bandas de las ciudades y…

Karim se echó a reír.

– Las bandas no vienen por aquí.

La directora hizo caso omiso de la observación y continuó, en un tono de experta:

– Sé cómo funciona lo suyo. He visto un documental sobre el tema. Los tipos como usted llevan chaquetas reversibles, marcadas con las siglas de la policía nacional y…

– Señora… -interrumpió Karim-. Verdaderamente, usted sobrestima su pequeña ciudad.

Dio media vuelta y se dirigió a la puerta. La directora le alcanzó:

– ¿No busca indicios? ¿Huellas?

Karim replicó:

– Creo que, habida cuenta de la gravedad del asunto, nos contentaremos con tomar su declaración y dar una pequeña vuelta por el barrio.

La mujer pareció decepcionada. Miró de nuevo con atención a Karim.

– No es usted de la región, ¿verdad?

– No.

– ¿Qué ha hecho para estar aquí?

– Es una larga historia. Uno de estos días, es posible que vuelva para contársela.

Fuera, Karim se reunió con los policías de uniforme, que fumaban con el puño cerrado con miradas de colegiales cogidos in fraganti. Sélier salió del furgón.

– Teniente, caramba, hay una nueva historia.

– ¿Qué?

– Otro robo. Desde que estoy aquí, nunca…

– ¿Dónde?

Sélier vaciló y miró a sus colegas. Su aliento raspaba bajo su bigote.

– Yo… En el cementerio. Han entrado en un panteón.

Las tumbas y las cruces diseminadas por una ligera pendiente variaban entre los tonos grises y verdes como brillantes cinceladuras de liquen bajo el sol. Detrás de la verja, el joven árabe respiró el perfume del rocío y de las flores mustias.

– Esperadme aquí -masculló a sus colegas.

Karim se puso unos guantes de látex diciéndose que Sarzac se acordaría mucho tiempo de semejante lunes.

Esta vez pasó por su estudio para recoger su equipo «científico»: una caja que contenía polvos de aluminio y granito, adhesivos y ninhidrina para descubrir las huellas digitales, así como elastómero para sacar un molde de posibles huellas de pasos… Había decidido descubrir el menor indicio con precaución.

Siguió las avenidas de grava que conducían al panteón profanado, cuyo emplazamiento le habían descrito. Por un breve instante había temido una verdadera profanación, del estilo de las que ocurrían en Francia desde hacía varios años, según una moda macabra. Cráneos de muertos y fiambres mutilados. Pero no: allí estaba todo en perfecto orden. Los profanadores no habían tocado nada, excepto el panteón. Karim se acercó al bloque de granito: un monumento en forma de capilla.

La puerta sólo estaba entornada. Se arrodilló y observó la cerradura. Como en la pequeña escuela, los ladrones habían hecho gala de un esmero particular. El policía acarició la arista de la pared y decidió que también se trataba de profesionales. ¿Los mismos?

Abrió más la puerta e intentó imaginar la escena. ¿Por qué los intrusos habían tomado tantas precauciones para abrir una sepultura y se habían ido sin volverla a cerrar? El teniente accionó varias veces el panel de piedra y comprendió: bajo la arista se había deslizado un poco de grava, haciendo mover el marco. Imposible ahora echar el cerrojo al panteón. Estos pequeños fragmentos minerales eran lo que revelaba el paso de los profanadores.

El poli escrutó después el sistema de clavijas de piedra que componía la cerradura. Una estructura sin duda habitual en esta clase de construcción, pero que sólo los especialistas podían conocer. El policía reprimió un escalofrío: ¿especialistas? Karim se preguntó otra vez si era realmente el mismo equipo el que había entrado en la escuela primaria y el cementerio. ¿Cuál podía ser la relación entre los dos hechos?

La estela le facilitó un principio de respuesta. La inscripción funeraria indicaba: «Jude Itero. 23 mayo 1972-14 agosto 1982». Karim reflexionó. Tal vez aquel niño había cursado sus estudios en la escuela Jean-Jaurès. Miró de nuevo la placa funeraria: ningún epitafio, ninguna oración. Sólo un pequeño marco ovalado, en plata vieja, clavado sobre el mármol. Pero en el interior no había ningún retrato.

– Es un nombre de niña, ¿no?

Karim se volvió: Sélier estaba allí de pie, con sus zapatones y su aire pasmado. El teniente contestó con desdén:

– No, es masculino.

– ¿Pero es inglés?

– No, judío.

Sélier se secó la frente.

– Vaya, ¿es una profanación como la de Carpentras? ¿Una historia de la extrema derecha?

Karim se enderezó y se frotó las manos enguantadas.