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Karim dio un portazo bajo la risa del viejo veterano.

10

Un buen poli estaba obligado a conocer a fondo al enemigo. Todas sus caras, todos sus aspectos. Y Karim era insuperable en el tema de los skins. Desde la época de Nanterre se había enfrentado a ellos varias veces en luchas sin cuartel. En la escuela de inspectores les había dedicado un informe exhaustivo. Mientras conducía a toda velocidad en dirección a Caylus, el árabe pasó revista a sus conocimientos. Para él, un modo de evaluar sus posibilidades frente a los cerdos.

Rememoró sobre todo los uniformes de las dos tendencias. No todos los skins eran de extrema derecha. También estaban los Red Skins, de extrema izquierda. Multirraciales, superentrenados, con un código de honor, eran tan peligrosos como los neonazis, si no más. Pero frente a ellos, Karim tenía alguna posibilidad de salir indemne. Recapituló brevemente los atributos de cada uno. Los fachas llevaban su bomber, la cazadora del ejército del aire inglés, del derecho: del lado verde brillante. Los Reds, por el contrario, la llevaban del revés, del lado naranja refulgente. Los fachas ataban sus zapatos de descargador de muelle con cordones blancos o rojos. Los rojos, con amarillos.

Alrededor de las once, Karim se detuvo ante el edificio abandonado «Las aguas del valle». El almacén, con sus altas paredes de plástico ondulado, se confundía con el puro azul del cielo. Un DS negro estaba aparcado ante la puerta. Tras realizar algunos preparativos, Karim se apeó de un salto. La escoria debía de estar en el interior durmiendo la curda de cerveza.

Caminó hasta el almacén, esforzándose en respirar con lentitud, midiendo su realidad inmediata. Cazadoras verdes y cordones blancos o rojos: los fachas. Cazadora anaranjada y cordones amarillos: los rojos.

Sólo tenía una posibilidad de salir indemne.

Inspiró hondo e hizo deslizar la puerta por su raíl. No tuvo necesidad de mirar los cordones para saber dónde acababa de entrar. En las paredes había cruces gamadas, pintadas a pistola de color rojo. Siglas nazis bordeaban imágenes de campos de concentración y ampliaciones de argelinos torturados. Debajo, una horda de cabezas rapadas con cazadoras verdes le observaba. Las chapas de hierro de sus Doc Martins relucían en la sombra. Extrema derecha, tendencia dura. Karim sabía que todos esos individuos llevaban tatuadas dentro del labio inferior las letras SKIN.

Karim se concentró, adoptó la posición de lince y buscó sus armas con la mirada. Conocía el arsenal de esta clase de tarados: puños americanos, bates de béisbol y pistolas de balines. Los cerdos debían ocultar además en alguna parte escopetas de aire comprimido, cargadas de balas de caucho.

Lo que divisó le pareció mucho peor.

Unas birds, skins femeninas, exhibiendo cabezas rapadas o bien trencillas que les caían sobre la frente y largas mechas que se derramaban por las mejillas. Aves bien gordas, saturadas de alcohol, sin duda más violentas que sus parejas. Karim tragó saliva. Comprendió que no tenía que vérselas con un grupo de parados ociosos sino con una verdadera banda, sin duda escondidos allí en espera de un encargo violento. Vio disminuir a gran velocidad sus posibilidades de salir airoso del trance.

Una de las mujeres bebió un trago y abrió mucho la boca para eructar. A la salud de Karim. Las otras explotaron de risa. Todos eran de la talla del policía.

El árabe se concentró para hablar con voz alta y firme:

– Vale, tíos. Soy policía. He venido a haceros algunas preguntas.

Los tipos se acercaron. Poli o no poli, Karim era ante todo un moraco. ¿Y qué valía el pellejo de un moraco en un almacén repleto de semejantes fantoches? ¿Incluso a los ojos de un Crozier y de los otros policías? El joven teniente se estremeció. Durante una décima de segundo sintió que el universo se desplomaba bajo sus pies. Le dominó la sensación de tener contra él a toda una ciudad, a todo el país, a todo el mundo, quizás.

Karim desenfundó y blandió su automática hacia el techo. El gesto inmovilizó a los asaltantes.

– Repito: soy un poli y quiero jugar limpio.

Lentamente, depositó su arma sobre un barril oxidado. Los cabezas rapadas le observaban.

– Dejo la pistola aquí. Que nadie la toque mientras hablamos.

La automática de Karim era una Glock 21, uno de esos nuevos modelos de polímero ultraligero en un 70%. Quince balas en la culata y una en el cañón y visor fosforescente. Sabía que aquellos tipos no habían visto nunca una igual. Ya los tenía.

– ¿Quién es el jefe?

El silencio fue la única respuesta. Karim dio unos pasos y repitió:

– El jefe, amigo. No perdamos más tiempo.

El más alto se acercó, con todo el cuerpo dispuesto a saltar en una explosión de violencia. Tenía el acento áspero de la región.

– ¿Qué quieres de nosotros, rata?

– Olvidaré que me has llamado así, tío. Y hablaremos un momento.

El skin se acercaba, meneando la cabeza. Era más alto y más ancho que Karim. Pensó en sus trenzas y en el inconveniente que representaban: su peinado de rasta ofrecía un asidero ideal en caso de enfrentamiento. El skin seguía avanzando y meneando la cabeza. Con las manos abiertas como pulpos de metal. Karim no cedió ni un milímetro. Echó una ojeada a la derecha: los otros ya se aproximaban a su arma.

– Vamos a ver, moro de mierda, ¿qué vas a…?

El cabezazo salió como un obús. La nariz del skin se empotró en su rostro. El hombre se dobló, Karim giró sobre sí mismo y le soltó un golpe de talón en la glotis. El gamberro voló del suelo y cayó dos metros más allá, arqueado por el dolor.

Uno de los skins se abalanzó sobre la pistola y aplastó el gatillo. Sólo un clic. Intentó armar la culata pero el cargador estaba vacío. Karim desenfundó una segunda pistola automática, una Beretta que llevaba en la espalda. Apuntó a los cabezas rapadas con las dos manos, inmovilizando a su víctima bajo el tacón, y gritó:

– ¿Creíais de verdad que iba a dejar una pistola cargada a tarados de vuestra especie?

Los skins estaban petrificados. El hombre gemía en el suelo, asfixiado:

– Maricón… «limpio», ¿eh?…

Karim le asestó un puntapié en la entrepierna. El tipo dio un alarido. El poli se arrodilló y le torció la oreja. Los cartílagos crujieron bajo sus dedos.

– ¿Limpio? ¿Con mierda como vosotros? -Karim prorrumpió en una risa nerviosa-. No me jodas… ¡Poneos de espaldas! ¡Las manos contra la pared, cabrones! ¡Vosotras también, zorras!

El poli disparó contra los tubos de neón. Surgió un fulgor azulado, la rampa de chapa rebotó contra el techo antes de desprenderse y aplastarse contra el suelo en una explosión de pavesas. Los camorristas corrieron en todas direcciones. Daban pena. Karim chilló hasta cascarse las cuerdas vocales:

– ¡Vaciaros los bolsillos! ¡Un gesto y os hago saltar las rótulas!

Los latidos del corazón de Karim parecían nublarle la vista. Plantó el cañón contra las costillas del jefe y preguntó en voz más baja:

– ¿Con qué os drogáis?

El hombre escupía sangre.

– ¿Qué tomáis para destrozaros?

– ¿Qu… qué?

Karim hundió más el cañón.

– Anfetas… speed… cola…

– ¿Qué cola?

– La di… la disoplastina…

– ¿La cola del caucho?

El cabeza rapada asintió sin comprender.

– ¿Dónde está? -continuó Karim.

El cabeza rapada miró con sus ojos inyectados hacia el techo.

– En el cubo de la basura, al lado del frigorífico…

– Si te mueves, te mato. -Karim caminó hacia atrás, barriendo el local con la mirada y apuntando a la vez con su arma al skin herido y a las siluetas inmóviles que le daban la espalda. Dio media vuelta a la bolsa: miles de píldoras se diseminaron por el suelo, así como los tubos de cola. Recogió los tubos, los abrió y cruzó la sala. Dibujó serpentinas viscosas por el suelo, justo detrás de los skins arrinconados. A su paso les fue asestando puntapiés a las piernas y a los riñones, mientras mandaba a buena distancia sus cuchillos y otros utensilios.