El comisario se quitó las gafas y se ató un pañuelo en torno a la cara. Se acercó al CRS más cercano y le arrancó la porra, alargando con el mismo gesto su carné tricolor. El hombre estaba estupefacto; el vaho empañaba la visera traslúcida de su casco.
Pierre Niémans corrió hacia el enfrentamiento. Los seguidores del Arsenal atacaban a puñetazos, con barras, con tacones claveteados, y los CRS contestaban retrocediendo e intentando defender a los suyos, ya en el suelo. Los cuerpos gesticulaban, los rostros se lastimaban, las mandíbulas chocaban contra el asfalto. Las porras se alzaban y abatían, torciéndose bajo la violencia de los golpes.
El oficial se arrojó sobre la multitud.
Usó el puño y la porra. Derribó a un individuo corpulento y después le lanzó una serie de directos. A los costados, al bajo vientre, a la cara. De repente recibió un puntapié, surgido de la derecha, y se levantó gritando. Su porra se dobló sobre la garganta del agresor. Le hervía la sangre en la cabeza., un gusto de metal le anestesiaba la boca. Ya no pensaba en nada, no sentía nada. Estaba en la guerra y lo sabía.
De pronto vislumbró una escena extraña. A cien metros de allí, un hombre de paisano se debatía, bastante escoñado, sujetado por otros dos hooligans. Niémans escrutó los hematomas en el rostro del seguidor; los gestos mecánicos de los otros dos, sacudidos por el odio. Un segundo más y Niémans lo comprendió: el herido y los otros dos lucían en sus cazadoras insignias de clubes rivales.
Un ajuste de cuentas.
Mientras lo comprendía, la víctima ya había escapado de sus asaltantes y huía por una calle transversaclass="underline" la calle Nungesser-et-Coli. Los dos pendencieros le siguieron los pasos. Niémans tiró su porra, se abrió camino y les fue a la zaga.
Comenzó la persecución.
Niémans corría con un aliento regular ganando terreno a los dos perseguidores, quienes a su vez se acercaban a su presa por la calle sumida en el silencio.
Torcieron otra vez a la derecha y pronto alcanzaron la piscina Molitor, completamente rodeada por un muro. Los gamberros acababan de atrapar a su víctima. Niémans vio la plaza de la Porte-Molitor, que domina la carretera de circunvalación, y no creyó lo que estaba viendo: uno de los asaltantes había sacado un machete.
Bajo las luces glaucas de la arteria, Niémans entrevió la hoja que cortaba sin tregua al hombre postrado de rodillas, que acusaba los golpes con pequeños estremecimientos. Los agresores levantaron el cuerpo y lo balancearon por encima de la barandilla.
– ¡No!
El policía había gritado y desenfundado su revólver en el mismo instante. Se apoyó contra un coche, apretó el puño derecho contra la palma izquierda y apuntó conteniendo el aliento. Primer disparo. Fallido. El asesino del machete se volvió, estupefacto. Segundo disparo. También fallido.
Niémans reanudó su carrera esgrimiendo el arma pegada al muslo, en posición de combate. La cólera le aceleraba el corazón: sin las gafas, había errado por dos veces el blanco. Llegó al puente. El hombre del machete ya huía por el monte bajo que bordea la carretera de circunvalación. Su cómplice permanecía inmóvil, petrificado. El oficial de policía asestó un culatazo en la garganta del hombre y lo arrastró por los cabellos hasta una señal de tráfico. Lo esposó con una mano y entonces se volvió hacia los coches.
El cuerpo de la víctima se había estrellado sobre la calzada y varios vehículos le habían pasado por encima antes de que las colisiones detuvieran totalmente el tráfico. Coches amontonados en batería caóticamente, estruendo de chapas… El atasco lanzaba ahora su canto frenético de bocinas. A la luz de los faros, Niémans divisó a uno de los conductores titubeando junto a su coche con las manos en la cara.
El comisario dirigió su mirada más allá de la circunvalación. Vio al asesino, con un brazalete colorado, que cruzaba el follaje. Niémans empezó a correr al tiempo que se enfundaba el arma.
A través de los árboles, el asesino le lanzaba ahora breves ojeadas. El policía no se ocultaba: el hombre debía saber que el comisario principal Pierre Niémans iba a cargárselo. De repente, el hooligan saltó un terraplén y desapareció. El ruido de los pasos al pisar la grava informó a Niémans de su dirección: los jardines de Auteuil.
El policía le siguió y vio reflejarse la noche en los guijarros grises de los jardines. Caminando junto a los invernaderos, percibió la silueta que escalaba un muro. Aceleró el paso y descubrió las pistas de Roland-Garros.
Las puertas de reja no tenían echado el cerrojo: el asesino pasaba sin dificultad de pista en pista. Niémans agarró una puerta, penetró en el terreno rojo y saltó una primera red. Cincuenta metros más allá, el hombre empezó a ir más despacio, dando muestras de fatiga. Todavía logró saltar una red y subir los escalones entre las graderías. En cambio Niémans los subió ágilmente, sin apenas un jadeo. Se encontraba a sólo unos metros cuando, en la parte más alta de la tribuna, la sombra saltó al vacío.
El fugitivo acababa de llegar al tejado de una vivienda particular. Desapareció de golpe, en el otro extremo. El comisario retrocedió y se lanzó a su vez. Aterrizó en la plataforma de gravilla. Abajo, césped, árboles, silencio.
Ninguna huella del asesino.
El policía se dejó caer y rodó por la hierba húmeda. Sólo había dos posibilidades: el edificio principal, desde cuyo tejado acababa de saltar, y un vasto edificio de madera en el fondo del jardín. Desenfundó su MR 73 y se lanzó contra la puerta que se levantaba detrás de él. No ofreció ninguna resistencia.
El comisario dio varios pasos y luego se detuvo, atónito. Se hallaba en un vestíbulo de mármol, dominado por una placa de piedra circular grabada con letras desconocidas. Una rampa dorada se elevaba hacia las tinieblas de los pisos superiores. Colgaduras de terciopelo, de un rojo imperial, pendían en la penumbra, brillaban ánforas hieráticas… Niémans comprendió que había penetrado en una embajada asiática.
De pronto sonó un ruido en el exterior. El homicida estaba en el otro edificio. El policía atravesó el parque por el césped y alcanzó el edificio de tablas de madera. La puerta todavía oscilaba. Entró, una sombra en la sombra. Y la magia volvió a cerrarse con sigilo. Era una cuadra, dividida en caballerizas recortadas, ocupadas por pequeños caballos de crines cortadas a cepillo.
Grupas temblorosas. Paja volátil. Pierre Niémans avanzó, empuñando el arma. Dejó atrás una caballeriza, dos, tres… Un ruido sordo a su derecha. El policía se volvió. Sólo el crujido de un casco. Un bufido a la izquierda. Otra media vuelta. Demasiado tarde. La hoja se abatió. Niémans se apartó en el último momento. El machete le rozó el hombro y se hundió en la grupa de un caballo. La coz fue fulgurante: el hierro del casco saltó al rostro del asesino. El policía aprovechó la ventaja, se abalanzó sobre el hombre, dio la vuelta a su arma y la usó como martillo.
Asestó un golpe, otro, y se detuvo de repente, mirando con fijeza los rasgos ensangrentados del hooligan. Huesos protuberantes despuntaban bajo la carne destrozada. Un globo ocular pendía del extremo de un entramado de fibras. El asesino ya no se movía, tocado aún con su gorra de los colores del Arsenal. Niémans volvió a empuñar el arma y sujetó la culata ensangrentada con las dos manos, y entonces hundió el cañón en la boca reventada del hombre. Levantó el gatillo y cerró los ojos. Iba a disparar… cuando se oyó un ruido estridente.
El teléfono móvil sonó en su bolsillo.
2
Tres horas después, a lo largo de las calles demasiado nuevas y demasiado simétricas del barrio de Nanterre-Préfecture, un pequeño resplandor brillaba en el edificio de la dirección central de la policía judicial del Ministerio del Interior. Una especie de destello de potencia difusa y concentrada que centelleaba muy bajo, casi a ras del despacho de Antoine Rheims, sentado en la sombra. Frente a él, detrás del halo, se erguía la alta silueta de Pierre Niémans. Acababa de resumir, lacónicamente, el informe que había redactado sobre la persecución de Boulogne. Rheims preguntó, escéptico: