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… En cuanto a la parte superior del cuerpo. Rostro intacto. Ningún signo visible de equimosis en la nuca…

El policía preguntó:

– ¿Ningún corte en la cara?

– No. Parece incluso que el asesino haya evitado tocarla.

Costes bajó los ojos hacia su informe y continuó la lectura, pero Niémans volvió a interrumpirle:

– Espere. Supongo que esto se prolongará durante mucho rato.

El médico parpadeó nerviosamente, hojeando su informe.

– Varias páginas…

– De acuerdo. Leeremos todo esto cada uno por nuestro lado. Será mejor que nos diga la causa de la defunción. ¿Esas heridas fueron las que provocaron la muerte de la víctima?

– No. El hombre murió por estrangulación. No cabe la menor duda. Con un hilo metálico de unos dos milímetros de diámetro. Yo diría que un cable de freno de bicicleta, una cuerda de piano, un hilo de esa clase. El cable cortó la carne en una longitud de quince centímetros, destrozó la glotis, partió los músculos de la laringe y cortó la aorta, lo que provocó la hemorragia.

– ¿Hora del homicidio?

– Difícil de decir. A causa de la posición acurrucada del cuerpo. El proceso de rigidez cadavérica fue alterado por la postura y…

– Denos una hora aproximada.

– Diría que… a la puesta de sol, la tarde del sábado, entre las veinte y las veinticuatro horas.

– ¿Sorprendieron tal vez a Caillois cuando volvía de su excursión?

– No necesariamente. En mi opinión, las torturas duraron un buen rato. Creo que Caillois fue más bien atacado de madrugada. Y que su calvario se prolongó durante todo el día.

– ¿Le parece que la víctima se defendió?

– Imposible decirlo, habida cuenta de las múltiples heridas. Una cosa es segura: la víctima no murió de un golpe. Y estaba maniatado y consciente durante la sesión de tortura: las marcas de ataduras en los brazos y las muñecas son evidentes. Por otra parte, como la víctima no muestra ninguna señal de mordaza, es de suponer que el verdugo no temía que se oyeran sus gritos.

Niémans se sentó en el alféizar de una ventana.

– ¿Qué diría usted de las torturas? ¿Son profesionales?

– ¿Profesionales?

– ¿Se trata de técnicas de guerra? ¿De métodos conocidos?

– No soy especialista pero no, no lo creo. Diría más bien que son las maneras de… de un maníaco. De un enloquecido que quisiera obtener las respuestas a sus preguntas.

– ¿Por qué dice eso?

– El asesino quería hacer hablar a Caillois. Y Caillois habló.

– ¿Cómo lo sabe?

Costes se inclinó con humildad. A pesar del calor de la sala, no se había quitado la parka.

– Si el asesino hubiese querido hacer sufrir a Rémy Caillois solamente por placer, lo habría torturado hasta el fin. Y, como ya he dicho, acabó por matarlo de otra manera. Con un hilo metálico.

– ¿No hay huellas de agresiones sexuales?

– No. Nada al respecto. No van por ahí los tiros. En absoluto.

Niémans dio todavía unos pasos a lo largo de la tarima. Hizo un esfuerzo para imaginarse a un monstruo capaz de infligir tales malos tratos. Imaginó la escena. No vio nada. Ni rostro ni silueta. Pensó entonces en el martirizado, en lo que podía ver de él cuando estaba luchando con la muerte y el sufrimiento. Vio gestos salvajes, colores marrones, ocres, rojos. Un vendaval insoportable de golpes, de fuego, de sangre. ¿Cuáles habrían sido los últimos pensamientos de Caillois? Articuló claramente:

– Háblenos de los ojos.

– ¿De los ojos?

Fue Barnes quien formuló la pregunta. Bajo el golpe de la sorpresa, su voz había subido de volumen. Niémans se dignó responderle:

– Sí, los ojos. Me he percatado de ello hace un momento, en el hospital. El asesino extrajo los ojos de su víctima. Las órbitas parecían incluso llenas de agua…

– Exacto -dijo Costes.

– Empiece por el principio -ordenó Niémans.

Costes se ensimismó en sus notas.

– El asesino trabajó bajo los párpados. Deslizó un instrumento cortante, seccionó los músculos oculomotores y el nervio óptico y después extirpó los globos oculares. Luego raspó y limpió cuidadosamente el interior de las cavidades óseas.

– ¿Estaba ya muerta la víctima durante esa operación?

– No se puede saber. Pero he detectado signos de hemorragia en esta zona que podrían demostrar que Caillois aún vivía.

Reinó el silencio tras sus palabras. Barnes estaba lívido, Joisneau como petrificado por el terror.

– ¿Y después? -preguntó Niémans para borrar esta angustia que se intensificaba por segundos.

– Más tarde, cuando la víctima hubo muerto, el asesino llenó las órbitas de agua. De agua del río, supongo. A continuación volvió a cerrar delicadamente los párpados. Por eso los ojos estaban cerrados, e hinchados, como si no hubieran sufrido ninguna mutilación.

– Volvamos a la ablación. ¿Posee el asesino, según usted, nociones de cirugía?

– No. O si acaso nociones muy vagas. Yo diría que, al igual que con las torturas, se aplica.

– ¿Qué instrumental utilizó? ¿El mismo que para los cortes?

– De la misma familia, en todo caso.

– ¿Qué familia?

– Instrumentos industriales. Cutters.

Niémans se plantó delante del médico.

– ¿Es todo lo que puede decirnos? ¿Ningún indicio? ¿No se deduce ninguna orientación, después de su informe?

– Ninguna, por desgracia. El cuerpo fue lavado completamente antes de ser incrustado en la roca. Este cadáver no puede decirnos nada sobre el lugar del crimen y aún menos sobre la identidad del asesino. Sólo podemos suponer que se trata de un hombre fuerte y hábil. Esto es todo.

– Muy poco -gruñó Niémans.

Costes hizo una pausa y volvió a su informe:

– Hay solamente un detalle sobre el cual no hemos hablado… Un detalle que no tiene nada que ver con el asesinato.

El comisario se puso rígido.

– ¿Qué?

– Rémy Caillois no tenía huellas dactilares.

– ¿Cómo es eso?

– Tenía las manos corroídas, gastadas hasta el punto de no aparecer en sus dedos ningún surco, ninguna huella. Tal vez se quemó en un accidente. Pero es un accidente que se remonta a mucho tiempo atrás.

Niémans interrogó con la mirada a Barnes, quien arqueó las cejas en señal de ignorancia.

– Ya lo investigaremos -masculló el comisario.

Se acercó al médico hasta rozar su parka.

– ¿Qué piensa usted de este asesinato? ¿Qué presiente? ¿Cuál es su intuición de matasanos?

Costes se quitó las gafas y se restregó los párpados. Cuando volvió a ponerse las gafas, su mirada parecía más clara, más brillante. Y su voz más firme:

– El asesino sigue un rito oscuro. Un rito que debía acabarse en esa posición de feto, en el hueco de la roca. Todo esto parece muy preciso, muy madurado. Es decir, que la mutilación de los ojos debía de ser esencial. También está el agua. Esa agua bajo los párpados, en lugar de los ojos. Como si el asesino hubiese querido limpiar las órbitas, purificarlas. Estamos analizando esa agua. Nunca se sabe. Quizá contenga un indicio… Un indicio químico.

Niémans desestimó estas últimas palabras con un gesto vago. Costes hablaba de un papel purificador. El comisario, después de su visita al pequeño lago, también pensaba en una operación de catarsis, de apaciguamiento. Los dos hombres coincidían en este terreno. Más arriba del lago, el asesino había querido lavar la suciedad… ¿quizá simplemente purificar su propio crimen?

Pasaron los minutos. Ya nadie osaba moverse. Niémans murmuró al fin, abriendo la puerta de la sala:

– Volvamos al trabajo. El tiempo apremia. No sé qué tenía que confesar Rémy Caillois. Pero espero que esto no provoque más asesinatos.

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