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– ¿Piensa realmente que puedo encontrar…?

– No pienso nada -replicó Niémans-. Hazlo.

Al extremo del pasillo, el policía de uniforme seguía lanzando miradas de soslayo. Al final dejó caer sus libros y desapareció. Niémans continuó en voz baja:

– También quiero saber exactamente qué hizo las últimas semanas Caillois. Quiero saber a quién vio, con quién habló. Quiero la lista de sus llamadas telefónicas y sus faxes. Quiero la lista de las cartas que recibió, todo. Caillois conocía tal vez a su asesino. Podría ser incluso que se hubiera citado con él allí arriba.

– ¿Y su mujer no ha dicho nada útil?

Niémans no contestó. Joisneau añadió enseguida:

– Al parecer se siente incómoda.

Joisneau se guardó la agenda. Había recuperado el color.

– No sé si debería decirle esto… con este cuerpo mutilado… y este asesino desequilibrado merodeando por ahí…

– ¿Qué?

– Pues que, en fin, tengo la impresión de aprender muchas cosas con usted.

Niémans hojeaba un libro de la estantería: Topografía y relieve del departamento del Isère. Lanzó el libro a las manos del teniente y concluyó:

– Bueno, pues reza para que aprendamos lo mismo sobre el asesino.

13

El perfil de la víctima acurrucada. Músculos torcidos bajo la piel como cuerdas. Llagas negras, violáceas, que rasgan en algunos puntos la carne pálida y azulada.

De vuelta a la sala donde trabajaba, Niémans observó las fotos Polaroid del cuerpo de Rémy Caillois.

El rostro de frente. Párpados entreabiertos sobre los agujeros negros de las órbitas.

Todavía con el abrigo puesto, pensó en los sufrimientos del hombre. En la violencia del terror que acababa de surgir en esta región inocente. Sin confesárselo, el policía temía lo peor. Otro asesinato, tal vez. O un crimen impune, barrido por los días y el miedo, que ayudarían a todos a olvidar. Mucho más que a recordar.

Las manos de la víctima. Fotografiadas desde arriba y desde abajo. Unas manos finas y bellas, entreabiertas sobre sus extremidades anónimas. Ni la sombra de una huella. Restos de metal en las muñecas. Granulosos. Oscuros. Minerales.

Niémans empujó su silla hacia atrás y se apoyó contra la pared. Cruzó las manos detrás de la nuca y meditó en sus propias frases: «Cada elemento de una investigación es un espejo. Y el asesino se oculta en uno de sus ángulos muertos». No conseguía alejar de su mente esta certidumbre: Caillois no había sido elegido al azar. Su muerte estaba relacionada con su pasado. A una persona que había conocido. A un acto que había cometido. O a un secreto que había desvelado.

¿Cuál?

Desde su infancia, Caillois pasaba su existencia en la biblioteca de la universidad. Y desaparecía cada fin de semana en las soledades etéreas que dominaban el valle. ¿Qué había podido hacer o descubrir para merecer su ejecución?

Niémans optó por una breve investigación sobre el pasado de la víctima. Por reflejo, o por obsesión personal, empezó por un detalle que le había llamado la atención cuando conoció a Sophie Caillois.

Después de varias comunicaciones telefónicas, contactó por fin con el 14 Regimiento de Infantería, situado en las afueras de Lyon, donde todos los jóvenes llamados a filas de la región del Isère pasaban la revisión médica. Después de haber facilitado su identidad y explicado la razón de sus llamadas, dio con el servicio de archivos e hizo exhumar el expediente informático del joven Rémy Caillois, que había sido dado de baja en los años ochenta.

Niémans percibió el sonido furtivo de las teclas de una máquina de escribir, los pasos lejanos en la sala y después el crujido de las hojas de papel. Pidió al archivero:

– Léame las conclusiones del expediente.

– No sé si… ¿Quién me demuestra que es usted comisario?

Niémans suspiró:

– Llame a la brigada de la gendarmería de Guernon. Pregunte por el capitán Barnes y…

– De acuerdo. Esto basta. Se lo leo. -Hojeó las páginas-. Paso de largo los detalles, las respuestas a las pruebas y todo eso. La conclusión es que su individuo fue dado de baja P4 por «esquizofrenia aguda». El psiquiatra añadió una nota manuscrita al margen… Escribió: «Imperativo tratamiento terapéutico», y subrayó estas palabras. Después anotó: «Contactar con el CHRU de Guernon». A mi juicio, su hombre debía de estar fatal, porque normalmente…

– ¿Sabe usted el nombre del médico?

– Claro, es el comandante doctor Yvens.

– ¿Sigue trabajando en su guarnición?

– Sí. Está arriba.

– Pásemelo.

– Yo… Está bien. No cuelgue.

Una música de fanfarria digital surgió del microteléfono y después sonó una voz muy grave, como en clave de fa. Niémans se presentó y repitió sus explicaciones. El doctor Yvens parecía escéptico. Al final preguntó:

– ¿Cómo se llama el sujeto?

– Caillois, Rémy. Le dieron la baja P4 hace cinco años. Esquizofrenia aguda. ¿Existe una posibilidad de que usted lo recuerde? De ser así, querría saber si, en su opinión, fingía o no su locura.

La voz objetó:

– Esos documentos son confidenciales.

– Acaban de encontrar su cuerpo incrustado en una roca. Con la garganta abierta. Globos oculares extraídos. Torturas múltiples. El juez de instrucción Bernard Terpentes me ha hecho venir de París para investigar este asesinato. Podría ponerse en contacto con usted él mismo, pero así ganaremos tiempo. ¿Se acuerda de…?

– Me acuerdo -cortó Yvens-. Un enfermo. Un demente. No cabe la menor duda.

Sin confesárselo, era lo que Niémans esperaba, pero la respuesta le sorprendió. Repitió:

– ¿No fingía?

– No. Veo farsantes todos los años. Los sanos de espíritu tienen mucha más imaginación que los verdaderos dementes. Dicen cualquier cosa, inventan delirios increíbles. Los verdaderos enfermos se reconocen con facilidad. Están presos en su locura. Obsesionados, carcomidos por ella. Incluso la demencia tiene su lógica… racional. Rémy Caillois era un enfermo. Un caso clínico.

– ¿Cuáles eran los signos de su locura?

– Ambivalencia de pensamientos. Pérdida de contacto con el mundo exterior. Mutismo. Los síntomas clásicos de la esquizofrenia.

– Doctor, este hombre era bibliotecario en la Universidad de Guernon. Cada día tenía contactos con centenares de estudiantes y…

El médico sonrió con sarcasmo.

– La locura es astuta, comisario. Sabe ocultarse a menudo a los ojos de los demás, deslizarse bajo una apariencia anodina. Usted debe saberlo mejor que yo.

– Pero usted acaba de decirme que esta demencia era evidente.

– Tengo experiencia. Y Caillois debió de aprender a controlarse con el tiempo.

– ¿Por qué anotó usted: «Imperativo tratamiento terapéutico»?

– Le aconsejé que se cuidara, eso es todo.

– ¿Se puso en contacto con el CHRU de Guernon?

– Francamente, ya no lo recuerdo. El caso era interesante, pero no creo haber prevenido al hospital. Ya sabe, si el sujeto…

– «Interesante», ¿he oído bien?

El médico murmuró:

– Ese tipo vivía en un mundo cerrado, un mundo de extremo rigor en que su propia personalidad se multiplicaba. Fingía sin duda cierta soltura ante los demás, pero estaba literalmente obsesionado por el orden, por la precisión. Cada uno de sus pensamientos se cristalizaba en una figura concreta, una personalidad aparte. Era por sí solo un ejército. Un caso… fascinante.

– ¿También peligroso?

– Sin ninguna duda.