– ¿Y usted le dejó marchar?
Hubo un silencio y después:
– Ya sabe, hay más fuera que dentro…
– Doctor -continuó por fin Niémans en un tono más bajo-, ese hombre estaba casado.
– Pues… compadezco a su esposa.
El policía colgó. Estas revelaciones le abrían nuevos horizontes. Y aumentaban su desconcierto.
Niémans se decidió por una nueva visita.
– ¡Me mintió!
Sophie Caillois intentó cerrar la puerta, pero el comisario metió el codo en el marco.
– ¿Por qué no me dijo que su marido estaba enfermo?
– ¿Enfermo?
– Esquizofrénico. Según los especialistas, lo bastante para encerrarlo.
– Cerdo.
Con los labios muy apretados, la joven trató una vez más de cerrar la puerta, pero Niémans aguantó firme. A pesar de los cabellos aplastados, a pesar del jersey de punto ancho, la mujer le parecía más bella que antes.
– ¿Es que no lo comprende? -gritó-. Buscamos a un homicida. Buscamos un móvil. Es posible que Rémy Caillois hubiese cometido un acto, hecho un gesto que pudiera explicar la atrocidad de su muerte. Un gesto del que ni siquiera se acordaba. Se lo ruego… ¡sólo usted puede ayudarme!
Sophie Caillois tenía los ojos desorbitados. Toda la belleza de su rostro se contraía en sutiles redes cuando se le alteraban los nervios. Sobre todo las cejas, de trazado perfecto, se habían inmovilizado en un acento espléndido, patético.
– Está loco.
– Debo conocer su pasado…
– Está loco.
La mujer temblaba. A su pesar, Niémans bajó los ojos. Escrutó el relieve de sus clavículas, que tensaban las mallas del jersey. Vio a través de la lana el tirante del sujetador, retorcido, como acartonado. De repente, en un impulso, le agarró la muñeca y le subió la manga. Unas vetas azuladas estriaban su antebrazo. Niémans rugió:
– ¡Le pegaba!
El comisario arrancó la mirada de las marcas oscuras y miró fijamente a los ojos de Sophie Caillois.
– ¡Le pegaba! Su marido era un enfermo. Le gustaba hacer daño. Estoy seguro de ello. Cometió un acto culpable. Estoy seguro de que usted abriga sospechas. ¡No dice ni la décima parte de lo que sabe!
La mujer le escupió a la cara. Niémans retrocedió, tambaleándose.
Ella aprovechó para dar un portazo. Los cerrojos se cerraron en una cascada de clics cuando Niémans se lanzó de nuevo contra la puerta. En el pasillo, los internos dirigían miradas inquietas desde las puertas entornadas. El policía asestó una patada al marco.
– ¡Volveré! -bramó.
Se hizo el silencio.
Niémans dio un puñetazo al marco, provocando un eco grave, y permaneció inmóvil unos segundos.
La voz de la mujer, entrecortada por los sollozos, resonó detrás de la puerta como en la más sombría de las cavernas.
– Está loco.
14
– Quiero a un poli de paisano pegado a su falda. Llame a más OPJ de Grenoble.
– ¿Sophie Caillois? Pero… ¿por qué?
Niémans miró a Barnes. Se hallaban los dos en la sala principal de la gendarmería de Guernon. El capitán llevaba el jersey reglamentario: azul marino, cruzado por una raya lateral blanca. Parecía un marinero.
– Esta mujer nos oculta algo -explicó Niémans.
– Sin embargo, no pensará que ha sido ella quien…
– No. Pero no nos dice todo lo que sabe.
Barnes asintió sin convicción y entonces puso en los brazos de Niémans una gran carpeta de cartón llena de faxes, papeles administrativos y ruidosos fajos de papel carbón.
– Los primeros resultados de la investigación -declaró-. De momento, nada del otro mundo.
Indiferente al bullicio del lugar, donde los gendarmes se abrían paso a codazos, Niémans dio enseguida un vistazo a la carpeta mientras se dirigía lentamente hacia un despacho apartado. Pasó revista a los fajos de copias que resumían las investigaciones llevadas por Barnes y Vermont. Pese al número de informes y declaraciones, no había nada que aportara la menor pista. Los controles, los interrogatorios, las indagaciones, las investigaciones de campo… nada de ello había dado ningún resultado. Niémans gruñó al entrar en el despacho de paredes de cristal. En un pueblo tan pequeño, un crimen tan espectacular: el comisario no podía creer que aún no hubieran encontrado ningún indicio, nada.
Se sentó en una silla detrás de una mesa de hierro y esta vez leyó con atención.
La vía de los delincuentes había resultado nula. Las solicitudes a prisiones, prefecturas y tribunales habían conducido a otros tantos callejones sin salida. En cuanto a los robos de coches cometidos en las últimas cuarenta y ocho horas, ninguno podía relacionarse con el homicidio. Las indagaciones sobre los crímenes, los sucesos de los últimos veinte años habían sido igualmente estériles. Nadie recordaba un crimen tan atroz, tan extraño, ni ningún acto que pudiera compararse. En la misma ciudad, la lista de procesos verbales redactados en veinte años se reducía a varios salvamentos en la montaña, a hurtos ínfimos, accidentes, incendios…
Niémans hojeó la carpeta siguiente. Los faxes a los hoteles tampoco habían facilitado la menor información útil.
Pasó a los expedientes de Vermont. Sus hombres continuaban peinando los terrenos lindantes con el río. De momento sólo habían visitado cinco refugios y el mapa de la región señalaba diecisiete, varios de los cuales encaramados en la montaña a más de tres mil metros de altitud. ¿Tenía sentido un asesinato cometido a semejantes alturas? Los hombres también habían interrogado a los campesinos de los alrededores. Ciertos interrogatorios ya habían sido escritos a máquina en la jerga habitual de los gendarmes. Niémans sonrió al hojearlos: si bien las faltas de ortografía y los giros eran comparables a los de los policías, otros términos olían a lenguaje militar. Algunos hombres habían visitado las gasolineras, las estaciones de tren, las terminales de autocares. Nada que señalar. Pero ya se empezaba a cotillear por las calles, por las casas. ¿Por qué todas estas preguntas? ¿Por qué tantos gendarmes?
Niémans puso la carpeta sobre la mesa. Divisó por el cristal una patrulla que acababa de llegar, con las mejillas coloradas y los ojos brillantes por el frío. Interrogó con la cabeza al capitán Vermont, que le contestó con un signo sin ambigüedad: nada.
El comisario miró fijamente los uniformes durante unos segundos, pero sus pensamientos ya se desviaban hacia otro lugar. Pensó en las dos mujeres. Una era fuerte y oscura como la corteza de un árbol. Debía de tener los músculos amplios, la piel mate, aterciopelada. Un gusto de resina y hierbas aplastadas. La otra era frágil y agria. Respiraba un malestar, una agresividad mezclada con temor que fascinaba igualmente a Niémans. ¿Qué ocultaba ese rostro huesudo, de belleza tan perturbadora? ¿La golpeaba realmente su marido? ¿Cuál era su secreto? ¿Y cuál podía ser la medida de su aflicción ante un marido enucleado cuyo cuerpo describía tantos sufrimientos?
Niémans se levantó y fue hacia una de las ventanas. Detrás de las nubes, más arriba de las montañas, el sol proyectaba líneas de claridad que parecían largas heridas abiertas en la carne negra e hinchada de la tormenta. Debajo, el policía percibió las casas grises y semejantes de Guernon. Los tejados poligonales que impedían que se amontonara la nieve. Las ventanas oscuras, pequeñas y cuadradas como cuadros anegados de penumbra. El río que cruzaba el pueblo y fluía a lo largo de la comisaría.
La imagen de las dos mujeres volvió a imponerse. A cada pesquisa, la misma sensación le atenazaba. La presión de la investigación despertaba sus sentidos, le intimaba a una especie de caza amorosa, ardiente, febril. Sólo se enamoraba durante esta urgencia criminaclass="underline" testigos, sospechosos, putas, camareras…
¿La rubia o la morena?
Su teléfono móvil sonó. Era Antoine Rheims.
– Ahora llego del hospital.
Niémans había dejado pasar la mañana sin llamar siquiera a París. El caso del Parque de los Príncipes volvería ahora hacia él como un bumerán explosivo. El director continuó: