– ¿Cómo está el hombre?
– ¿El inglés? En coma. Fracturas faciales múltiples. He llamado hace un momento al hospitaclass="underline" están intentando un injerto de piel para el rostro.
– ¿Y la víctima?
– Triturado por los coches en la circunvalación. En Porte Molitor.
– Dios mío. ¿Qué ha pasado?
– Un ajuste de cuentas entre hooligans. Entre los seguidores del Arsenal había hombres del Chelsea. Al amparo de la pelea, los dos hooligans con machete se han cargado a su rival.
Rheims asintió, incrédulo. Tras un silencio, prosiguió:
– ¿Y el tuyo? ¿Estás bien seguro de que es una coz lo que le ha puesto en este estado?
Niémans no respondió y se volvió hacia la ventana. Bajo la luna de yeso se discernían extraños motivos pastel que cubrían las fachadas de los barrios vecinos: nubes, arco iris que planeaban encima de las colinas verde oscuro del parque de Nanterre. Se oyó de nuevo la voz de Rheims:
– No te comprendo. Pierre. ¿Por qué enredarte en historias de este tipo? Realmente, la vigilancia del estadio…
Su voz se extinguió. Niémans guardaba silencio.
– Ya no es cosa de tu edad -continuó Rheims-. Ni de tu competencia. Nuestro contrato fue claro: basta de acción, basta de actos violentos…
Niémans dio media vuelta y caminó hacia su superior jerárquico.
– Vayamos al grano, Antoine. ¿Por qué me has llamado aquí en plena noche? Cuando me has telefoneado, no podías estar al corriente de lo del estadio. ¿Qué pasa?
La sombra de Rheims no se movió. Hombros anchos, cabello gris y un poco rizado, perfil duro. Un físico de guardián de faro. El comisario de departamento dirigía desde hacía varios años la Oficina Central para la Represión de la Trata de Seres Humanos -la OCRTEH-, un nombre complicado para designar simplemente una instancia superior de la brigada social. Niémans le conocía desde mucho antes de que reinara en este chollo administrativo, desde que ambos eran polis callejeros, empapados por la lluvia, rápidos y eficaces. El policía de cabellos a cepillo se inclinó y repitió:
– ¿Bueno, qué?
Rheims susurró:
– Se trata de un asesinato.
– ¿En París?
– No, en Guernon. Un pueblo del Isère, cerca de Grenoble, ciudad universitaria.
Niémans agarró una silla y se sentó delante del comisario de departamento.
– Te escucho.
– Encontraron el cuerpo ayer cuando anochecía. Empotrado entre unas rocas, encima de un río que bordea el campus. Todo indica que se trata del crimen de un maníaco.
– ¿Qué sabes sobre el cuerpo? ¿Es una mujer?
– No. Un hombre. Un tipo joven. El bibliotecario de la facultad, al parecer. El cuerpo estaba desnudo. Presentaba indicios de tortura: cortes, desgarros, quemaduras… También me han hablado de estrangulación.
Niémans plantó los codos sobre la mesa. Manipulaba un cenicero.
– ¿Por qué me cuentas todo esto?
– Porque pienso enviarte allí.
– ¿Qué? ¿Por ese asesinato? Pero si los tipos del SRPJ de Grenoble detendrán al asesino dentro de una semana, y entonces…
– Pierre, no te hagas el idiota. Sabes muy bien que nunca es tan sencillo. Nunca. He hablado con el juez. Quiere un especialista.
– ¿Un especialista en qué?
– En homicidios. Y en asuntos sociales. Sospecha un móvil sexual. En fin, algo de esa clase.
Niémans alargó el cuello hacia la luz y notó la quemadura acre de la bombilla halógena.
– Antoine, no me lo estás contando todo.
– El juez es Bernard Terpentes. Un viejo colega. Los dos somos oriundos de los Pirineos. Se pone muy nervioso, ¿entiendes? Y quiere arreglar esto lo antes posible. Evitar las vaguedades, los medios de comunicación, todas esas estupideces. Dentro de pocas semanas es la reapertura de la universidad: hay que solucionar el asunto antes de esa fecha. Ya te lo puedes imaginar.
El comisario principal se levantó y volvió a la ventana. Escrutó las luminosas cabezas de alfiler de los faroles, las sombrías bóvedas del parque. La violencia de las últimas horas seguía latiéndole en las sienes: los golpes de machete, la circunvalación, la carrera a través del Roland-Garros. Pensó por milésima vez que la llamada telefónica de Rheims le había sin duda impedido matar a un hombre. Pensó en aquellos accesos de violencia incontrolable que cegaban su conciencia, rasgando el tiempo y el espacio, hasta el punto de hacerle cometer lo peor.
– ¿Y bien? -preguntó Rheims.
Niémans se volvió y se apoyó en el marco de la ventana.
– Hace cuatro años que no llevo este tipo de investigación. ¿Por qué me propones este asunto?
– Necesito un hombre eficaz. Y sabes que las oficinas centrales pueden coger a uno de sus hombres para mandarle a cualquier lugar de Francia. -Sus grandes manos teclearon en la oscuridad-. Utilizo el poco poder que tengo.
El policía de gafas de acero sonrió.
– ¿Sacas al lobo de su guarida?
– Saco al lobo de su guarida. Para ti, es un soplo de aire fresco. Para mí, es un favor que devuelvo a un viejo amigo. Por lo menos, durante un tiempo no darás una tunda a nadie…
Rheims recogió las hojas de un fax que brillaban sobre su escritorio:
– Las primeras conclusiones de los gendarmes. ¿Aceptas o no?
Niémans se acercó al escritorio y arrugó el papel.
– Te llamaré. Para tener noticias del hospital.
El policía abandonó enseguida la calle Trois-Fontanot y llegó a su domicilio de la calle La-Bruyère en el distrito noveno. Un gran apartamento casi vacío, de parqués encerados a la antigua. Se duchó y curó las heridas -superficiales- y se observó en el espejo. Facciones huesudas, arrugadas. Un corte de pelo a cepillo, brillante y gris. Gafas con montura de metal. Niémans sonrió a su propia imagen. No le habría gustado cruzarse con esa jeta en una calle desierta.
Metió varias mudas en una bolsa de deporte y deslizó entre camisas y calcetines una escopeta de aire comprimido Remington, calibre 12, así como cajas de cartuchos y speedloader para su Manhurin. Por último cogió la funda para trajes y dobló en su interior dos trajes de invierno y varias corbatas con arabescos.
Por el camino hacia la puerta de La Chapelle, Niémans se detuvo en el McDonald del bulevar de Clichy, abierto toda la noche. Engulló rápidamente dos Royal Cheese sin perder de vista su coche, aparcado en doble fila. Las tres de la madrugada. Bajo los neones blanquecinos, algunos fantasmas familiares recorrían la mugrienta sala. Negros con ropa demasiado ancha. Prostitutas con largas trenzas jamaicanas. Drogados, borrachos, vagabundos, todos estos seres pertenecían a su universo de otros tiempos: el de la calle. Este universo que Niémans habría debido abandonar por un trabajo de oficina, bien pagado y respetable. Para cualquier otro policía, acceder a las oficinas centrales era un ascenso. Para él, había sido un arrinconamiento, un arrinconamiento dorado pero, aun así, una mortificación. Observó otra vez a los seres crepusculares que lo rodeaban. Esas apariciones habían sido los árboles de su bosque, el bosque por el que antes avanzaba metido en la piel del cazador.
Niémans condujo de un tirón, con los faros largos, despreciando radares y límites de velocidad. A las ocho de la mañana tomó la salida de la autopista en dirección a Grenoble. Atravesó Saint-Martin-d'Hères, Saint-Martin-d'Uriage y se dirigió hacia Guernon, al pie del Grand Pie de Belledonne. A lo largo de la sinuosa carretera se alternaban los bosques de coníferas y las zonas industriales. Allí reinaba una atmósfera ligeramente mórbida, como siempre en el campo cuando el paisaje ya no consigue disimular su profunda soledad con la mera belleza de sus parajes.