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– ¿Te habló de Jude? ¿Jude Itero? ¿Te dio este nombre?

– No. Sólo me cogió las fotos y los negativos.

– ¿Te entregó dinero?

El hombre asintió.

– ¿Cuánto?

– Veinte mil francos… Una fortuna para la época… por unos negativos de niños…

– ¿Por qué quería esas fotos?

– No lo sé. No discutí.

– Debiste mirarlas… ¿Había en ellas un niño con algo particular en la cara? ¿Algo que hubiesen querido ocultar?

– No. No vi nada… No lo sé… No lo recuerdo.

– ¿Y la mujer? ¿Cómo era? ¿Era una mujer alta y bien plantada? ¿Era su madre?

De pronto el viejo se inmovilizó y después prorrumpió en una carcajada. Una gran carcajada grave que rascó las miasmas del fondo. Hizo rechinar los dientes:

– Imposible.

Karim agarró al hombre con los dos puños, propulsándolo por encima del mueble.

– ¿Por qué?

Cau puso los ojos en blanco bajo los párpados arrugados.

– Era una monja. ¡Una jodida monja!

21

Había tres iglesias en Sarzac. Una estaba en obras, otra bajo la tutela de un viejo sacerdote moribundo, y la tercera al cuidado de un cura joven sobre el cual corrían los rumores más oscuros. Se murmuraba que bebía en compañía de su madre, en el secreto de la rectoría. El teniente, que detestaba en general a todos los habitantes de Sarzac y más aún su pasión por los chismes, debía admitir, sin embargo, que esta vez tenían razón; él mismo había sido requerido un día como refuerzo para separar a la madre y el hijo al final de una pelea apocalíptica.

Karim había elegido a este sacerdote para obtener sus informaciones.

Se detuvo en seco ante la rectoría. Una casa de cemento sin gracia, de un solo piso, lindaba con una iglesia moderna de vitrales asimétricos. La pequeña placa decía: «Mi parroquia». Espinos y ortigas se disputaban el paso de la puerta. Tocó el timbre. Pasaron dos minutos. Karim oyó gritos ahogados. Juró en su interior; no tenía necesidad de cosas así.

Por fin abrieron.

Karim tuvo la impresión de contemplar un naufragio. A mediodía, el sacerdote ya apestaba a alcohol. Su rostro de vaca flaca estaba devorado por una barba irregular y unos cabellos hirsutos, como velados de cenizas. Sus ojos tenían el color de la nicotina. El cuello de la chaqueta estaba apolillado. Relucían manchas en la pechera. Como sacerdote, este hombre estaba acabado, quemado. Su destino religioso no duraría más de lo que duran las hojas de incienso mientras queman su obsesivo perfume.

– ¿Qué quiere, hijo mío?

La voz era rasposa, pero firme.

– Soy Karim Abdouf, teniente de policía. Ya nos conocemos.

El hombre se ajustó el cuello grisáceo.

– Ah, sí. Me parece… -Lanzó miradas temerosas de derecha a izquierda-. ¿Le han llamado los vecinos?

Karim sonrió.

– No. Necesito su ayuda. Para una investigación.

– ¡Ah! Está bien. Entre.

El poli entró en la casa y sintió enseguida que las suelas le resbalaban. Bajó los ojos: unos regueros brillantes manchaban el linóleo.

– Es mi madre -murmuró el sacerdote-. Ya no hace nada. Lo ensucia todo con sus mermeladas. -Se frotó los cabellos, descompuesto-. Es una locura, no come nada más.

La decoración era caótica. Jirones de papel adhesivo, pegados de través, imitaban la madera, la cerámica, la tela. El policía vislumbró por el resquicio de una puerta rectángulos de espuma amarilla, cortados con un instrumento afilado, almohadones sueltos, que esbozaban la caricatura de un salón. Un fárrago de utensilios de jardinería estaban dispersos por el suelo. Enfrente, otra habitación contenía una mesa de fórmica, llena de platos sucios, y una cama sin hacer.

El sacerdote torció hacia el salón. Tropezó y se enderezó. Karim dijo:

– Sírvase un trago. Ganaremos tiempo.

El sacerdote se volvió con una mirada hostil.

– Usted no se ha mirado, hijo mío. Tiembla de pies a cabeza.

Karim tragó saliva. Continuaba en estado de shock. Desde la violenta sesión en casa del fotógrafo, no había reflexionado ni visto las cosas con perspectiva. Sólo notaba un zumbido en la cabeza y sentía martillazos en el pecho. Maquinalmente, se pasó por la cara la manga de la chaqueta, como un niño mocoso.

El sacerdote se llenó un vaso de alcohol.

– ¿Le sirvo algo? -inquirió con una sonrisa desagradable.

– No bebo.

El hombre de negro bebió un sorbo. La sangre afluyó a su rostro descarnado. Sus ojos febriles llamearon como el azufre. Esbozó una sonrisa burlona.

– El islam, ¿eh?

– No. Mantengo la mente clara, para mi trabajo. Eso es todo.

El religioso blandió su vaso.

– Por su trabajo, entonces.

Karim vislumbró en el pasillo a la madre, que iba y venía. Andaba encorvada, casi doblada, y apretaba contra sí un tarro de mermelada. Pensó en el panteón abierto, en los skins, en la hermana que compraba fotografías escolares, y ahora estos dos monigotes de feria. Había abierto una caja de Pandora que parecía guardar en su interior pesadillas sin fin.

El sacerdote sorprendió su mirada:

– No haga caso, hijo mío, no es nada. -Se sentó sobre uno de los colchones de espuma-. Le escucho.

Karim levantó una mano con suavidad.

– Sólo una cosa. Le ruego que no vuelva a llamarme «hijo mío».

– Tiene razón -replicó el hombre en tono de burla-. Deformación profesional.

El sacerdote bebió un trago con gesto irónico. Había recuperado la actitud desilusionada.

– ¿En qué clase de investigación trabaja?

Karim comprendió con satisfacción que el párroco aún no había sido informado de la profanación en el cementerio. Por lo visto Crozier había conseguido evitar la menor filtración.

– Lo lamento, pero no puedo decirle nada. Sepa solamente que busco un convento. En los alrededores de Sarzac y Cahors. O incluso en otra parte de la región. Cuento con usted para ayudarme a encontrarlo.

– ¿Conoce la congregación?

– No.

El hombre se sirvió un segundo vaso. Reflejos espesos daban vueltas en su interior.

– Hay varios por aquí. -Rió de nuevo con sarcasmo-. La región debe de prestarse al recogimiento…

– ¿Cuántos hay?

– Sólo en el departamento, por lo menos una docena.

Karim hizo un breve cálculo mental. Visitar esos conventos, sin duda dispersos por toda la región, le costaría un día entero, como mínimo. Y ya eran más de las cuatro. Sólo disponía de dos horas. Una situación sin salida.

El sacerdote se había levantado y buscaba algo en un armario empotrado. «Ah, aquí está.» Hojeó una especie de anuario con hojas de papel biblia. La madre entró en la habitación y fue dando saltitos hasta la botella. Se sirvió un vaso sin mirar ni una sola vez a Karim. Sólo tenía ojos para su hijo. Ojos penetrantes, ojos de pájaro, surcados por el odio. El sacerdote ordenó, sin dejar de leer el anuario:

– Déjanos, mamá.

La mujer no contestó. Sostenía el vaso con las dos manos. Los nudillos eran como huesecillos. Miró fijamente a Karim. Elevó la voz, un poco agria.

– ¿Quién es usted?

– Déjanos. -El sacerdote se volvió hacia Karim-. Ya está. He marcado las páginas de diez conventos, si desea anotárselas… Pero están muy alejados unos de otros…

Karim escrutó las páginas. Conocía vagamente los nombres de los pueblos indicados. Sacó su cuaderno y los anotó con precisión.

– ¿Quién es usted? -prosiguió la madre.

– ¡Vuelve a tu habitación, mamá! -gritó el sacerdote.

Se acercó a Karim.

– ¿Qué busca, exactamente? Quizá podría ayudarle…

Karim enderezó su sombrero de fieltro y miró con fijeza al religioso.

– Busco a una hermana. Una hermana que se interesa por las fotografías.

– ¿Qué clase de fotografías?

Fue fulgurante, pero Karim captó un destello en la mirada del sacerdote.