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– ¿Ha oído hablar ya de una historia de este tipo?

El hombre se rascó la cabeza:

– Yo… no.

Karim preguntó:

– ¿Qué edad tiene?

– ¿Yo? Pues… veinticinco años.

La madre se sirvió otro vaso y aguzó los oídos. Karim continuó:

– ¿Ha nacido en Sarzac?

– Sí.

– ¿Y ha ido a la escuela aquí?

El sacerdote levantó un hombro.

– Sí, hasta el segundo ciclo. Después, fui al…

– ¿A qué escuela? ¿Jean-Jaurès?

– Sí, pero…

La relación se le ocurrió enseguida.

– Vino aquí.

– ¿Cómo?

– La hermana. La hermana que busco… Vino a comprarle sus fotos de clase. Increíble. Ha recuperado todos los retratos escolares que aún podían quedar en los hogares. ¿Iba usted a la misma clase que Jude Itero? ¿Le dice algo este nombre?

El sacerdote había palidecido mucho.

– Yo… no comprendo nada de lo que me cuenta.

La voz de la madre volvió a oírse:

– ¿Qué es esta historia?

Karim se pasó las manos por la cara, como si volviera una página sobre sus propias facciones.

– Empiezo por el principio. Si siguió normalmente los estudios, debía de estar en la CM2 del 82, ¿no?

– ¡Pero de esto hace casi quince años!

– Y en la CM1 de 1981.

El sacerdote se puso rígido y bajó los hombros. Sus dedos se crisparon sobre el respaldo de una silla. A pesar de su juventud, sus manos se parecían a las de su madre. Ya viejas y nudosas, con venas azuladas.

– Sí, las… las fechas podrían coincidir…

– De modo que usted estaba en la clase de un muchachito llamado Itero. Jude Itero. No es un nombre corriente. Reflexione. Es muy importante para mí.

– No, francamente, yo…

Karim avanzó un paso.

– En cambio se acuerda de una monja que buscaba fotos escolares, ¿verdad?

– Yo…

La madre no se perdía una palabra.

– Pequeño canalla, ¿es cierto lo que cuenta este moraco? -preguntó.

Dio media vuelta y fue dando saltitos hasta la puerta. Karim aprovechó para agarrar los hombros del sacerdote y musitarle al oído:

– Dígamelo. Maldita sea, ¡acláremelo!

El sacerdote se desplomó en una esquina del colchón de espuma.

– Nunca he comprendido lo que ocurrió aquella tarde…

Karim se arrodilló. El sacerdote articuló con voz sorda:

– Vino… una tarde de verano.

– ¿En julio de 1982?

Asintió con la cabeza.

– Llamó a nuestra puerta… Hacía un calor… terrible… Como si las últimas horas del día cocieran las piedras… Ya no sé por qué, pero estaba solo… Le abrí… Señor… ¿Se da cuenta? Tenía apenas diez años y esa monja se me apareció en la penumbra, con su velo blanco y negro…

– ¿Qué le dijo?

– Al principio me habló de la escuela, de mis notas en clase, de mis asignaturas preferidas. Tenía una voz muy dulce… Después me pidió ver a mis camaradas… -El sacerdote se enjugó el rostro, surcado de sudor-. Yo… yo le traje mi foto de clase… aquella en que aparecíamos todos… Estaba muy orgulloso de presentarle a mis compañeros, ¿sabe? Entonces comprendí que buscaba algo. Observó largo rato la imagen y me preguntó si podía quedársela. Como recuerdo, dijo…

– ¿Le pidió otras fotos?

El sacerdote meneó la cabeza y entonces su voz se amortiguó:

– También quería el retrato de la CM1 del año anterior.

Karim lo sabía: aunque interrogara a cada padre y madre de un alumno de esas dos clases, ninguno de ellos poseería ya la fotografía de esos grupos. Pero, ¿por qué una religiosa intentaba hacerse con esas fotos? Karim tuvo la impresión de que una muralla de piedra se levantaba a su alrededor, circundada de oscuridad.

La madre reapareció en el marco de la puerta. Apretaba contra su pecho una caja de zapatos.

– Pequeño canalla. Diste nuestras fotografías. Tus fotos de clase. Cuando eras tan mono, tan encantador…

– ¡Cállate, mamá! -El sacerdote clavó su mirada en la de Karim-. Ya tenía la vocación, ¿comprende? Me sentí como hipnotizado por aquella mujer de gran estatura…

– ¿Alta? ¿Era alta?

– No… No lo sé… Yo tenía diez años… Pero me parece verla aún, con su capa negra… Hablaba con una voz tan sosegada… Quería esas fotos. Se las di sin vacilar. Ella me bendijo y desapareció. Creí que era un signo…

– ¡Cerdo!

Karim lanzó una mirada a la anciana madre, que gritaba amenazas. Se volvió hacia el hijo y comprendió que el sacerdote iba a encerrarse en sus recuerdos. Adoptó un tono más conciliador:

– ¿Le dijo por qué quería aquella imagen?

– No.

– ¿Le habló de Jude?

– No.

– ¿Le dio dinero?

El sacerdote hizo una mueca.

– ¡Claro que no! Me pidió las dos fotos, ¡eso es todo! Señor… Yo… yo creía que esa visita era un signo, ¿comprende? ¡Un reconocimiento divino!

Sollozaba.

– Aún no sabía que era un inútil. Un alcohólico. Un tarado. Impregnado de alcohol. El hijo de esta… ¿Cómo dar lo que uno mismo ignora? -Ahora imploraba a Karim, agarrado a su chaqueta de cuero-. ¿Cómo aportar la luz cuando se está sumergido en tinieblas? ¿Cómo? ¿Cómo?

Su madre soltó la caja y unas fotos se dispersaron por el suelo. Se abalanzó sobre él, con las zarpas por delante. Le acribilló a golpes la espalda, los hombros.

– ¡Cerdo, cerdo, cerdo!

Karim retrocedió, aterrado. Toda la habitación palpitaba. Comprendió que debía marcharse. De lo contrario, él mismo saldría mal parado. Pero aún no poseía todas las respuestas. Rechazó a la mujer y se inclinó a la altura del sacerdote.

– Dentro de pocos segundos habré salido. Todo habrá terminado. Ha vuelto a ver a la hermana, ¿verdad?

El hombre asintió, sacudido por los sollozos.

– ¿Cómo se llama?

El sacerdote aspiró por la nariz. Su madre iba arriba y abajo, gruñendo palabras ininteligibles.

– ¿Cómo se llama?

– Hermana Andrée.

– ¿Qué convento?

– Saint-Jean-de-la-Croix. Las carmelitas.

– ¿Dónde está?

El hombre hundió la cabeza entre los brazos. Karim le levantó por los hombros.

– ¿Dónde está?

– Entre… entre Sète y el cabo de Agde, muy cerca del mar. Voy a verla a veces, cuando me asalta la duda. Para mí es un recuerdo, ¿comprende? Una ayuda… Yo…

La puerta ya batía al viento. El poli corría hacia su coche.

V

22

El cielo se había oscurecido de nuevo. Bajo las nubes se elevaba el Grand Pie de Belledonne como una ola negra y monstruosa, petrificada en sus laderas de piedra. Sus vertientes, erizadas de árboles minúsculos, parecían desmaterializarse en las alturas en una blancura enturbiada por las brumas. Los cables de los teleféricos se extendían en vertical como cabos diminutos tendidos sobre la nieve.

– Yo creo que el homicida subió allí arriba con Rémy Caillois cuando éste aún estaba vivo. -Sonrió Niémans-. Creo que tomaron uno de esos teleféricos. Un alpinista experimentado puede poner en marcha con facilidad el mecanismo a cualquier hora del día o de la noche.

– ¿Por qué está tan seguro de que subieron allí arriba?

Fanny Ferreira, la joven profesora de geología, estaba magnífica: enmarcado por la gran capucha, su rostro vibraba con una frescura y una juventud estridentes. Como un grito del tiempo. Sus cabellos se ensortijaban en torno a sus sienes, sus ojos brillaban en la penumbra de la piel. Niémans sentía un deseo furioso de morder aquella carne entretejida de vida. Respondió:

– Tenemos la prueba de que el cuerpo ha viajado a los glaciares de esas montañas. Mi instinto me dice que esa montaña es el Grand Pie y que el glaciar es el del circo de Vallernes. Porque es esa cima la que domina la facultad y el pueblo. Porque de ese glaciar fluye el río que llega hasta el campus. Creo que el asesino descendió luego al valle por el torrente, en una balsa o una embarcación de ese tipo, con el cuerpo de la víctima a bordo. Y sólo entonces lo incrustó en la roca, para exponerlo a los reflejos del río…