Fanny lanzaba miradas nerviosas a su alrededor. Los gendarmes iban y venían en torno a las cabinas de los teleféricos. Había armas, uniformes y tensión. Declaró, con un aire obtuso:
– Esto aún no me explica qué diablos hago aquí.
El comisario sonrió. Las nubes se deslizaban lentamente por el cielo, como un cortejo fúnebre salido para enterrar al sol. El policía también iba vestido con una chaqueta de goretex y polainas estancas de kevlar-tec, sujetas a los tobillos por las botas de alpinismo.
– Es muy sencillo: pienso subir allí arriba, en busca de indicios. Y necesito un guía.
– ¿Qué?
– Voy a sobrevolar el glaciar de Vallernes hasta que encuentre una señal. Y necesito un experto que me guíe: y lo más natural es que haya pensado en usted. -Niémans sonrió otra vez-. Fue usted misma quien me dijo que conoce de memoria esa montaña.
– Me niego.
– Sea razonable. Puedo convertirla en testigo presencial. Puedo sencillamente reclutarla en calidad de guía. Me han dicho que posee su título nacional. No se haga rogar. Sólo vamos a sobrevolar esta vertiente y atravesar el circo en helicóptero. Será cuestión de pocas horas.
Niémans hizo una seña a los gendarmes, que esperaban cerca de un buzón. Depositaron grandes sacas de tela impermeable sobre el talud, a varios metros.
– He hecho subir material. Para la expedición. Si quiere comprobar que…
– ¿Por qué me ha llamado a mí? -replicó ella, terca como una muía-. Cualquier gendarme haría el trabajo… -Indicó a los hombres atareados a sus espaldas-. Los equipos de socorro en la montaña son ellos, ¿no lo sabía?
El policía se inclinó hacia ella.
– Bueno, pues digamos que la rapto.
Fanny lo fulminó con la mirada.
– Comisario, hace menos de veinticuatro horas que he descubierto un cadáver incrustado en un precipicio. He sufrido varios interrogatorios y pasado un buen rato en comisaría. Si estuviera en su lugar ¡tendría mucho cuidado con las bromas machistas!
Niémans observó a su interlocutora. A pesar del homicidio, a pesar de esta atmósfera funesta, experimentaba de pleno el hechizo de esa mujer musculosa y salvaje. Fanny repitió, cruzando los brazos:
– Entonces, una vez más, ¿por qué a mí?
El oficial de policía recogió del suelo una rama muerta, rodeada de liquen, y comprobó la flexibilidad con un gesto nervioso.
– Porque usted es geóloga.
Fanny frunció el ceño. La expresión de su rostro había cambiado. Niémans explicó:
– AI analizarlos, resulta que los restos de agua que hemos encontrado en el cuerpo de la víctima datan de un período que se remonta a antes de los años sesenta. Esta agua contiene residuos de una contaminación que ya no existe. Residuos de una precipitación caída en la región hace más de treinta y cinco años. Comprende lo que eso significa, ¿verdad?
La joven parecía intrigada, pero no respondió. Niémans se arrodilló y dibujó en el suelo, con ayuda de su trozo de madera, unos trazos superpuestos.
– Me he informado. Las precipitaciones de cada año se comprimen en un estrato de veinte centímetros de espesor sobre el casquete de los glaciares más altos, allí donde ya no hay fusión. -Señalaba las diferentes capas de su dibujo-. Estos estratos se conservan para siempre allí arriba, como archivos de cristal. Así pues, fue a uno de estos glaciares adonde viajó el cuerpo y retuvo esa agua surgida del pasado.
Miró a Fanny.
– Quiero sumergirme en esos hielos, Fanny. Quiero bajar hacia esas aguas antiguas. Porque es allí donde el asesino eliminó a su víctima. O la transportó, no lo sé. Y necesito a un científico que sepa exactamente dónde encontrar las grietas desde las que se puede llegar a esos hielos profundos.
Con una rodilla en el suelo, Fanny Ferreira observaba ahora el dibujo sobre la hierba. La luz era gris, mineral, diluida en los reflejos. Los ojos de la joven centelleaban como estrellas de nieve. Era imposible decir qué pensaba. Murmuró:
– ¿Y si fuese una trampa? ¿Y si el asesino hubiese recuperado esos cristales sólo para atraerle a usted a la cima? Los estratos de que habla están situados a más de tres mil quinientos metros de altitud. No es un paseíto. Allí arriba, usted será vulnerable y…
– Ya lo he pensado -admitió Niémans-. Pero en tal caso esto significaría que se trata de un mensaje. Que el homicida quiere que subamos. Y vamos a subir. ¿Conoce las grietas del circo de Vallernes que podrían llevarnos a los hielos del pasado?
Fanny asintió con un breve movimiento de cabeza.
– ¿Cuántas hay? -inquirió Niémans.
– En este glaciar, creo que sólo hay una, especialmente profunda.
– Perfecto. ¿Existe una posibilidad de que usted y yo bajemos a ese abismo?
Un fragor de helicóptero perforó súbitamente el cielo. El estruendo de las palas se acercó, las hierbas onduladas se hincharon, la superficie del torrente se estremeció a pocos metros de allí. El oficial repitió:
– ¿Hay una posibilidad, Fanny?
Ella echó una ojeada al artefacto ensordecedor y se pasó la mano por los cabellos ensortijados. Su perfil, ligeramente inclinado, hizo temblar a Niémans. Sonrió:
– Tendrá que engancharse, señor policía.
23
Vistos desde el cielo, la tierra, las rocas y los árboles se repartían el territorio en una sucesión de cumbres y valles, de oquedades y de luces. A medida que el helicóptero sobrevolaba el paisaje, Niémans observaba esta alternancia con el asombro de una primera vez. Admiraba aquellos lagos con el centro oscuro, las lenguas de los glaciares, aquellos vértigos de piedras. Tenía la impresión de atrapar, a través de estos horizontes solitarios, una verdad profunda de nuestro planeta. Una verdad desvelada de repente, violenta, incorruptible, que se resistiría siempre a las voluntades del hombre.
El helicóptero se desplazaba a la perfección a través de los dédalos de los relieves, remontando imperturbablemente el curso del río, la totalidad de cuyos afluentes convergían ahora, contracorriente, en un solo flujo esplendoroso. Al lado del piloto, Fanny escrutaba con la cabeza baja las olas, que lanzaban aquí y allí reflejos furtivos. A partir de ahora sería la joven quien dirigiría las operaciones.
El verdor de los bosques se dividió. Los árboles retrocedieron, se deslizaron en sus propias sombras, como renunciando a medirse con el cielo. Era el turno de las tierras negras, un enrejado estéril que debía de permanecer casi helado todo el año. Musgos negruzcos, líquenes sombríos, ciénagas fijas que provocaban un intenso sentimiento de desolación. Pronto aparecieron grandes cumbres grises. Aristas rocosas surgidas allí bajo la potencia de los suspiros de la tierra. Después nuevas oquedades, como las zanjas negras de una fortaleza prohibida. La montaña estaba allí. Se perfilaba, se estiraba, se desnudaba, desplegando sus estribaciones abismales.
Al final, fue el deslumbramiento. El blanco inmaculado. Las bóvedas cubiertas de nieve. Las fisuras de hielo, cuyos labios empezaban a cerrarse con el otoño. Niémans vislumbró el curso de las aguas que se petrificaban en el centro de su tramo. Pese a la grisalla del cielo, la superficie de esta serpiente luminosa era resplandeciente, como flambeada al rojo vivo. Se bajó las gafas de policarbonato, sujetó las protecciones a los lados y escrutó el río menguado. Pudo distinguir en el fondo de su lecho inmaculado huellas azules aprisionadas aquí como recuerdos del cielo. El estrépito de las palas ya había sido absorbido por la nieve.
En la parte delantera, Fanny no dejaba de examinar su GPS (Global Positioning System), un receptor en una pequeña esfera de cuarzo que le permitía situarse en relación con datos recibidos por satélite. Cogió el micrófono conectado a su casco y se dirigió al piloto: