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– Abajo, al nordeste, el circo.

El piloto asintió y viró, con una movilidad de juguete, hacia un gran cráter de por lo menos trescientos metros de longitud, en forma de bumerán, que parecía languidecer en la vertiente extrema del pico. En el interior de esta cuenca se desplegaba una monstruosa lengua de hielo que proyectaba brillantes destellos hacia sus alturas y reflejos más oscuros a la base de la pendiente, allí donde los hielos se acumulaban, se comprimían y se rompían hasta el punto de formar hojas petrificadas. Fanny gritó al piloto:

– Aquí. Justo debajo. La gran hendidura.

El helicóptero se dirigió a los confines del glaciar donde las aristas traslúcidas, acumuladas en escalera, se abrían en una larga falla, una grieta tenebrosa que parecía sonreír en un rostro maquillado de nieves. El aparato se posó en un torbellino de polvo. La ventolera de las palas dibujó grandes surcos sobre la nieve.

– Dos horas -vociferó el piloto-. Volveré dentro de dos horas. Después anochecerá.

Fanny graduó el GPS y después lo tendió al hombre, indicando así el punto donde deseaba que volviera a buscarlos. El hombre asintió. Niémans y Fanny saltaron al suelo, sosteniendo cada uno un enorme saco estanco.

El aparato se alejó inmediatamente, como tragado por el cielo, abandonando a las dos siluetas al silencio de las nieves eternas.

Hubo un breve momento de recogimiento. Niémans alzó la mirada y exploró el precipicio de hielo, al borde del cual se encontraban como dos partículas humanas en un desierto blanco. El policía estaba deslumbrado, con todos los sentidos en alerta. Tenía la impresión de percibir, en contraste con la desmesura del paisaje, el murmullo de la nieve, cuyos cristales crujían en una frigidez secreta, íntima.

Echó una ojeada a la joven. Con el busto inclinado hacia atrás y los hombros tensos, respiraba a fondo, como saciándose de frío y pureza. La montaña parecía haberle devuelto el buen humor. El policía supuso que la mujer sólo era feliz en estos reflejos tornasolados, esta presión más ligera. Pensó en un hada. Una criatura de las montañas. Señaló la grieta y preguntó:

– ¿Por qué ésta y no otra?

– Porque es la única lo bastante profunda para llegar a los estratos que le interesan. Se abre hasta cien metros de profundidad.

Niémans se acercó.

– ¿Cien metros? Pero no tenemos necesidad de bajar más de unos pocos metros para llegar a las capas que corresponden a los años sesenta. He hecho mis cálculos: a razón de veinte centímetros por año…

Fanny sonrió.

– Esto es la teoría. Pero este glaciar no responde a esta media. Los hielos de la depresión están machacados, en sentido oblicuo. Dicho de otro modo, se ensanchan ligeramente, se alargan. De hecho, cada año está representado en esta sima por una capa de un metro de espesor, aproximadamente. Revise sus cálculos, señor policía. Para remontarnos a treinta y cinco años atrás. Deberemos descender…

– ¿… a más de treinta y cinco metros?

La joven asintió. En alguna parte, en un nicho azulado, fluía un leve goteo. La pequeña risa de un crisol de agua viva.

Fanny señaló la sima a sus espaldas.

– También he elegido esta falla por otra razón. La última estación del teleférico sólo está a ochocientos metros. Si usted lo ha adivinado, si el homicida atrajo realmente a su víctima a una grieta, existen muchas posibilidades de que lo hiciera aquí. Es la sima más accesible yendo a pie.

Fanny se dejó caer en el suelo al tiempo que abría su saco. Extrajo dos pares de crampones de acero laminado. Lanzó uno a Niémans.

– Fíjese esto bajo los pies.

Niémans obedeció. Colocó las dos suelas de ganchos metálicos ajustándolos a los bordes de sus botas. Cerró después las correas de neopreno como si fueran estribos. Se acordó de las fijaciones de los patines de ruedas de su infancia.

Fanny ya sacaba del petate cuñas aterrajadas y huecas que terminaban en un rizo oblongo. «Clavos para hielo», comentó lacónicamente. Su aliento cristalizaba en un vaho brillante. Cogió a continuación un martillo de montañero de mango hinchado cada uno de cuyos elementos parecía poderse separar, y después alargó un casco a Niémans, que miraba esos objetos con curiosidad. Aquellos instrumentos se le antojaban a la vez muy sofisticados y de una sencillez evidente. Parecían fabricados con materiales revolucionarios, desconocidos, y tenían colores de caramelos ingleses.

– Acérquese.

Fanny ajustó en torno a su cintura y sus caderas un cinturón acolchado que semejaba un laberinto de hebillas y correas. No obstante, la joven lo cerró en pocos segundos. Retrocedió, como una creadora que contemplara su modelo.

– Está estupendo -sonrió.

Después sacó una lámpara compleja, compuesta a la vez de correas cruzadas, un sistema eléctrico y una mecha plana, colocada ante un reflector. Niémans tuvo tiempo de echarse un vistazo en aquel espejo: con capucha, casco, talabarte y clavos de acero: parecía un yeti futurista. Fanny fijó la lámpara sobre el casco del policía y después hizo pasar un tubo por detrás del hombro. Fijó el depósito que estaba atado a la cintura de Niémans y murmuró:

– Es una lámpara de acetileno. Funciona con carburo. Se lo enseñaré cuando llegue el momento. -Luego levantó los ojos y se dirigió a Niémans en un tono grave-: El hielo es un mundo aparte, comisario. Olvide sus reflejos, sus costumbres, sus modos de deducción. No se fíe de nada: ni de los destellos, ni de la dureza, ni del aspecto de las paredes -Señaló la sima, mientras se ajustaba su propio cinturón-. En ese vientre, allí, todo se convertirá en asombroso, extraordinario, pero todo será una trampa. Es un hielo como no ha conocido nunca. Un hielo supercomprimido, más duro que el hormigón, pero que también puede ocultar un pozo bajo una placa de pocos milímetros. Yo le indicaré lo que debe hacer.

Fanny se detuvo, dejando transcurrir el tiempo suficiente para que sus palabras adquirieran todo su peso. La condensación dibujaba en torno a su rostro un halo encantado. Recogió sus cabellos en un moño y se puso la capucha.

– Vamos a penetrar en la chimenea por aquí -prosiguió-. Hay un desnivel, será más fácil. Yo pasaré primero y plantaré los clavos. El gas aprisionado que liberaré al partir el hielo trazará una grieta gigante, de varias decenas de metros. Esta falla puede abrirse en línea vertical u horizontal. Usted deberá apartarse de la pared. Esto provocará un ruido atronador. No es nada por sí mismo, pero puede liberar bloques de hielo, estalactitas. Abra bien los ojos, comisario. Esté siempre al acecho y no toque nada.

Niémans asimilaba las órdenes terminantes de la joven. Era la primera vez que recibía órdenes de una niña de cabellos rizados. Fanny pareció captar este estremecimiento de orgullo y continuó en un tono divertido y autoritario a la vez:

– Vamos a perder la noción del tiempo y las distancias. Nuestro único punto de referencia será la soga. Dispongo de varios sacos de soga de cien metros cada uno y sólo yo puedo medir la distancia recorrida. Usted seguirá mis huellas y obedecerá mis órdenes. Nada de iniciativas personales. Nada de gestos espontáneos. ¿Entendido?

– De acuerdo -murmuró Niémans-. ¿Esto es todo?

– No.

Fanny examinó otra vez el cielo, saturado de nubes.

– Sólo he aceptado venir por la tormenta. Si vuelve el sol, deberemos subir inmediatamente.

– ¿Por qué?

– Porque el hielo se fundirá. Los torrentes se despertarán y nos caerán encima, a lo largo de las paredes. Aguas cuya temperatura no rebasará los dos grados. Ahora bien, nuestros cuerpos estarán muy calientes, a causa de los esfuerzos realizados. El primer choque puede hacernos saltar el corazón. Si sobrevivimos a esto, la hidrocución acabará con nosotros enseguida. Miembros entumecidos, movimientos lentos… No se lo describiré. Quedaremos petrificados en pocos minutos, como estatuas, suspendidos de nuestra cuerda. Así pues, ocurra lo que ocurra, encontremos lo que encontremos, a los primeros signos de sol hemos de subir.