Niémans se detuvo ante este último fenómeno.
– ¿Esto significa que el asesino también necesitaba una tormenta para bajar a la falla?
– Sí, una tormenta. O la noche.
El comisario reflexionó: cuando había investigado sobre las nubes, se había enterado de que el sol había brillado todo el día del sábado en la región. Si el homicida había descendido realmente con su víctima a través de los hielos, significaba que había esperado a la noche. ¿Por qué acumular tantas dificultades? ¿Y por qué volver después al valle con el cuerpo?
Niémans caminó torpemente, a causa de sus crampones, hasta el borde de la falla. Se aventuró a echar una mirada: el cañón no producía vértigo. Cinco metros más abajo, las paredes se abombaban una contra otra, casi hasta el punto de tocarse. Entonces el abismo se reducía a una zanja estrecha, que se parecía a los labios de una concha infinita.
Fanny se reunió con él y comentó, mientras se colgaba de la cintura una gran cantidad de ganchos y clavos:
– El torrente se desliza en la grieta y se ensancha unos metros más abajo. Por esto el abismo es mucho mayor después de esta primera falla. Debajo, las aguas salpican las paredes y las horadan. Debemos deslizarnos en el interior, pasar entre estas mandíbulas.
Niémans contemplaba los dos bordes de hielo que parecían entreabrirse de mala gana sobre la sima.
– Si descendiéramos más abajo del glaciar, ¿podríamos encontrar las aguas de los siglos pasados?
– Desde luego. En la zona ártica se puede bajar así hasta épocas muy antiguas. A varios miles de metros de profundidad permanecen, intactas, las aguas que empujaron a Noé a construir su arca. Y también el aire que respiraba.
– ¿El aire?
– Burbujas de oxígeno, aprisionadas en los hielos.
Niémans estaba estupefacto. Fanny se cargó la mochila a la espalda y se arrodilló al borde de la grieta. Atornilló el primer clavo y colgó el primer gancho de resorte por el cual pasó una cuerda. Miró una vez más el cielo de tormenta y entonces comentó en tono travieso:
– Bienvenido a la máquina del tiempo, comisario.
24
Descendieron con ayuda de una soga doble.
El policía iba suspendido de una cuerda que se deslizaba por un asa autobloqueante. Para descender, sólo había que presionar el asa, que liberaba enseguida y lentamente la cuerda. En cuanto aflojaba la presión, el mecanismo se bloqueaba de nuevo. Entonces se quedaba quieto en el vacío, como sentado sobre su talabarte.
Concentrado en este sencillo gesto, Niémans escuchaba las órdenes de Fanny que, unos metros más abajo, le indicaba el momento en que podía dejarse resbalar. Una vez llegado al clavo siguiente, el policía cambiaba de cuerda, cuidando antes de asegurarse con una correa, una soga corta fijada al talabarte. Con todas estas ramificaciones, Niémans se imaginaba una especie de pulpo cuyos tentáculos tintinearan como un trineo de Navidad.
Mientras descendían, el comisario estaba suspendido encima de la mujer sin verla, pero sentía una confianza espontánea en su experiencia. A medida que bajaba frente a la pared, la oía atarearse a varios metros por debajo de él. En este instante no pensaba en nada. A través de su propia concentración, experimentaba simplemente sensaciones mezcladas, vivas, inéditas. El aliento frío de la muralla. El sostén del talabarte, que mantenía su cuerpo en suspenso sobre el vacío. La belleza del hielo que brillaba en un tono azul oscuro, como un bloque de noche arrancado al firmamento.
Pronto abandonaron la luz del cielo. Pasaron bajo los bordes hinchados de la falla, penetrando en el corazón mismo de la sima. Niémans tenía la sensación de zambullirse en la panza cristalizada de un animal monstruoso. Bajo esta campana de hielo, constituida por el cien por cien de humedad, sus sensaciones se agudizaban, se intensificaban todavía más. Admiraba, subrepticiamente, las paredes oscuras y traslúcidas que lanzaban ásperos fulgores, como ecos de luz. En la oscuridad, cada uno de sus gestos provocaba una resonancia de caverna.
Fanny posó por fin el pie sobre una especie de crujía, casi horizontal, que se extendía por todo lo largo de la pared. Niémans llegó a su vez a este escalón natural. Las dos paredes de la grieta habían vuelto a juntarse y sólo los separaba una distancia de varios metros.
– Acérquese -ordenó ella.
El policía obedeció. Fanny le apretó un botón que tenía en la coronilla del casco -Niémans habría jurado que había encendido un mechero- y surgió un fuerte resplandor. En el reflector del casco de la mujer, el policía vislumbró una vez más su silueta. Vislumbró sobre todo la llama de acetileno, una especie de cono invertido que difundía por refracción esa potente luz. Fanny encendió a tientas su propia linterna y musitó:
– Si su asesino vino a esta sima, tuvo que pasar por aquí.
Niémans la miró sin comprender. El fulgor amarillento de su lámpara, al caer en línea horizontal, deformaba el rostro de la mujer transformándola en sombras acentuadas, inquietantes.
– Estamos a la profundidad justa -continuó ella, indicando la superficie lisa de la muralla-. A menos de treinta metros bajo la bóveda, o sea, en las nieves cristalizadas de los años sesenta y más allá…
Fanny cogió otro saco de cuerdas y fijó un gancho en la pared. Después de haberlo clavado con varios golpes de martillo, lo aseguró deslizando por la curva un gancho de resorte y retorciendo el tubo aterrajado como lo habría hecho con un sacacorchos. La fuerza de la mujer dejó estupefacto a Niémans. Miraba el hielo extirpado, que salía salpicando del clavo por un orificio lateral, y pensaba que conocía a pocos hombres capaces de semejante esfuerzo.
Salieron de nuevo para una nueva cordada, pero esta vez en sentido horizontal, a lo largo del pasillo centelleante. Caminaban al borde del precipicio, atados el uno al otro. Sus reflejos se dibujaban con vaguedad en la pared de enfrente. Cada veinte metros, Fanny fraccionaba la soga, es decir, plantaba un nuevo clavo en la muralla y aislaba el tramo siguiente. Repitió varias veces la maniobra y así cubrieron cien metros.
– ¿Continuamos? -preguntó ella.
El policía la miró. Su rostro, endurecido por la luz abrupta de la lámpara, revestía ahora un carácter maléfico. Asintió, señalando el pasillo de hielos que se perdía en la infinitud de los reflejos. La mujer extrajo un nuevo saco y repitió su trabajo. Clavo, cuerda, veinte metros y después, otra vez, clavo, cuerda, veinte metros…
Recorrieron así cuatrocientos metros. Ni un signo, ni una marca indicaba que el asesino hubiera pasado por allí antes que ellos. Pronto Niémans tuvo la impresión de que las paredes vacilaban ante sus ojos. Oía también tintineos ligeros, risas lejanas y sarcásticas. Todo se volvía luminoso, resonante, incierto. ¿Existía un vértigo de los hielos? Lanzó una ojeada a Fanny, que extraía otro saco de cuerdas. Parecía no haber notado nada.
Una angustia le oprimió. Tal vez había empezado a delirar. Bajo el golpe de la fatiga, su cuerpo, su cerebro manifestaban quizá señales de abandono. Niémans se puso a temblar. El frío sacudía sus huesos. Cerró las manos sobre la última escarpia. Sus pies avanzaban con torpeza. Con lágrimas en los ojos, intentó acercarse a Fanny. Sintió de improviso que estaba a punto de caer, que las piernas ya no le sostenían. Y su delirio se intensificó. Las paredes azuladas le dieron otra vez la sensación de ondularse y, al hilo de su lámpara, las risitas rebotar en ecos. Iba a caer. En el vacío. En su propia locura. Sofocado, consiguió llamar:
– Fanny…
La joven se volvió, y Niémans comprendió de repente que no deliraba.
La cara de la alpinista ya no estaba marcada por las sombras de la lámpara. Un brillante resplandor, tan intenso que su origen no podía definirse, inundaba sus facciones. Fanny había recuperado su belleza radiante y soberana. Niémans lanzó una mirada en derredor. La muralla resplandecía ahora con todos sus fuegos. Y los arroyos verticales corrían a lo largo de la pared, en una precipitación fantástica.