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– Después de doce horas de investigación, ¿dónde estamos? -preguntó, encarándose con Barnes.

– En ninguna parte. Las verificaciones no han revelado nada. Ningún detenido en libertad cuyo perfil pueda corresponder al del homicida. Nada tampoco en relación a los hoteles, estaciones de tren o autobuses. Los controles tampoco han obtenido ningún resultado.

– ¿Y la biblioteca?

– ¿La biblioteca?

Con la aparición del segundo cuerpo, la pista de los libros se antojaba ya secundaria, pero el policía quería llegar al final de cada vía de investigación. Explicó:

– Los del SRPJ están investigando los libros consultados por los estudiantes.

El capitán se encogió de hombros.

– Oh, eso… No nos compete a nosotros. Habrá que ver a Joisneau para…

– ¿Dónde está?

– Ni idea…

Niémans intentó al momento ponerse en contacto con el teléfono móvil del joven teniente. No hubo respuesta. Desconectado. Prosiguió con humor:

– ¿Y Vermont?

– Siempre en las alturas, con su escuadra. Registran los refugios, las laderas de la montaña. Más que nunca…

Niémans suspiró.

– Pida nuevos efectivos a Grenoble. Quiero cincuenta hombres más. Como mínimo. Quiero que las indagaciones se orienten hacia el glaciar de Vallernes y el teleférico que conduce hasta allí. Quiero que toda la montaña se peine hasta la cumbre.

– Me ocuparé enseguida.

– ¿Cuántos puestos de vigilancia en carretera?

– Ocho. El peaje de la autopista. Dos nacionales. Cinco departamentales. Guernon está bajo estricta vigilancia, comisario. Pero, como ya le he dicho…

El policía clavó la mirada en los ojos de Barnes.

– Capitán, ahora sólo tenemos una sola certeza: el asesino es un alpinista experimentado. Interrogue a todos los tipos capaces de moverse por un glaciar, en Guernon y alrededores.

– Eso no es moco de pavo. El alpinismo es el deporte local y…

– Le hablo de un experto, Barnes. De un hombre capaz de descender a treinta metros de profundidad bajo las capas de hielo, transportando un cuerpo. Ya se lo he pedido a Joisneau. Encuéntrele y averigüe qué progresos ha hecho.

Barnes se inclinó.

– Muy bien. Pero vuelvo a insistir: somos una raza de montañeros. Encontrará alpinistas con experiencia en cada pueblo, en cada choza, en las laderas de todos los macizos. Es una tradición entre nosotros: algunos hombres de la región son además cristaleros, ganaderos… Y todos han heredado la pasión por las cumbres. De hecho, estas prácticas sólo se han abandonado en la ciudad universitaria de Guernon.

– ¿Adonde quiere ir a parar?

– Quiero decir sencillamente que será necesario extender todavía más las indagaciones. Hasta los pueblos de las alturas. Y que eso requerirá días.

– Pida más refuerzos. Instale cuarteles generales en cada caserío. Compruebe lo que han hecho, los equipamientos, las distancias. ¡Y, por Dios, encuéntreme algún sospechoso!

El comisario abrió la puerta y concluyó:

– Haga venir a la madre.

– ¿La madre?

– La madre de Philippe Sertys, quiero hablar con ella.

26

Niémans se dirigió a la planta baja. La brigada de gendarmería se parecía a cualquier otro puesto de policía en Francia, y sin duda en el mundo. Por las paredes rematadas con cristal, Niémans podía divisar los casilleros metálicos, las mesas plastificadas, desparejadas, el linóleo mugriento, surcado de quemaduras de cigarrillo. Le gustaban estos lugares monocromos, salpicados de neones. Porque recordaban la verdadera naturaleza del oficio de policía, de las calles, del exterior. Estos locales sombríos sólo constituían la antesala de la vocación policial, su negro antro, de donde surgían estridentes sirenas.

Entonces la vio, sentada en el pasillo, envuelta en una manta de fibra polar y vestida con un jersey azul marino de gendarme. Con un escalofrío, se encontró de nuevo prisionero de los hielos, cerca de ella, oliendo su aliento tibio en la nuca. Se ajustó las gafas, entre ansioso y presumido.

– ¿No ha vuelto a su casa?

Fanny Ferreira levantó sus ojos claros.

– Tengo que firmar mi declaración. Esto ya se convierte en un hábito. No cuente conmigo para descubrir el tercero.

– ¿El tercero?

– El tercer cuerpo.

– ¿Piensa que los asesinatos van a continuar?

– ¿Usted no?

La joven debió de percibir una expresión dolorosa en el rostro de Niémans. Murmuró:

– Discúlpeme. La ironía es mi pequeña autodefensa.

Al decir esto, dio unos golpecitos al lugar de su lado en el banco, como hubiera hecho para invitar a un niño a sentarse junto a ella. Niémans obedeció. Con la cabeza baja y las manos juntas, daba golpecitos en el suelo con los tacones.

– Quería darle las gracias -murmuró entre dientes-. Sin usted, en los hielos…

– Cumplía con mi deber de guía.

– Es cierto. No sólo me ha salvado la vida sino que me ha llevado exactamente a donde quería ir…

La expresión de Fanny se volvió grave. Unos gendarmes recorrían el pasillo. Zapatos ruidosos e impermeables crujientes. Ella preguntó:

– ¿Adonde ha llegado? Quiero decir, en su investigación. ¿Por qué esta horrible violencia? ¿Por qué actos tan… retorcidos?

Niémans intentó sonreír, pero se quedó corto:

– No avanzamos. Todo lo que sé es lo que presiento.

– ¿Y qué es?

– Presiento que nos las tenemos con un asesino en serie. Pero no en el sentido corriente. No es un homicida que mate al azar de sus obsesiones. Esta serie responde a un móvil. Preciso. Profundo. Racional.

– ¿Qué clase de móvil?

El policía observó a Fanny. Las sombras de los centinelas le rozaban la cara como alas de pájaro.

– No lo sé. Aún no.

Se impuso el silencio. Fanny encendió un cigarrillo y preguntó de repente:

– ¿Cuánto tiempo hace que está en la policía?

– Unos veinte años.

– ¿Qué le llevó a ello? ¿Arrestar a los malos?

Niémans sonrió, esta vez con franqueza. Por el rabillo del ojo contempló la llegada de una nueva escuadra, con caparazones perlados de lluvia. Supo sólo por su expresión que no habían descubierto nada. Volvió los ojos hacia Fanny, que inhalaba una larga bocanada.

– Verá, este tipo de objetivo se pierde muy pronto en la naturaleza. Además, la justicia y todo el bla-bla que la rodea no me ha atraído nunca.

– Entonces, ¿qué? ¿El afán de lucro? ¿La seguridad del empleo?

Niémans se asombró:

– Tiene usted unas ideas muy extrañas. No, creo que opté por esta elección a causa de las sensaciones.

– ¿Las sensaciones? ¿Como las que acabamos de vivir?

– Por ejemplo.

– En usted veo -asintió ella con ironía, exhalando un humo rubio- al hombre que vive al límite. El que pone un precio a su existencia, arriesgándola todos los días…

– ¿Y por qué no?

Fanny imitó la posición de Niémans: hombros encorvados y manos juntas, como si rezara. Ya no reía. Parecía adivinar que Niémans, detrás de estas generalidades, entregaba en aquel instante una parte de sí mismo. Musitó, con el cigarrillo en los labios:

– Por qué no, en efecto…

El policía bajó los ojos y examinó, a través de la curvatura de las gafas, las manos de la joven. Sin alianza. Sólo tiritas, marcas, grietas. Como si la alpinista estuviera casada con los elementos, la naturaleza, las emociones violentas.

– Nadie puede comprender a un policía -continuó gravemente-. Y aún menos juzgarlo. Evolucionamos en un mundo brutal, incoherente, cerrado. Un mundo peligroso, de fronteras bien establecidas. Usted está fuera y tampoco puede comprenderlo. Y quien está dentro, pierde toda objetividad. El mundo policíaco es esto: un universo sellado. Un cráter de alambradas. Incomprensible. Es su misma naturaleza. Pero hay algo seguro: no queremos recibir lecciones de los burócratas que ni siquiera se arriesgarían a pillarse los dedos con la puerta de su automóvil.