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A lo largo del borde, Niémans reconoció las escotaduras características destinadas a abrir una cerradura blindada.

Si Sertys poseía un secreto, se hallaba situado detrás de la puerta que abría esta llave.

En el ayuntamiento encontró por los pelos al empleado del catastro que se disponía a salir. Al oír el nombre de «Sertys», el rostro del hombre no pestañeó. Nadie estaba, pues, al corriente del asunto, ni de la presunta identidad de la nueva víctima. El funcionario, vestido ya con el abrigo, realizó de mala gana la búsqueda solicitada por el oficial de policía.

Mientras esperaba, Niémans se repitió una vez más la hipótesis que le había conducido hasta aquí, para incrementar las posibilidades de éxito. Philippe Sertys había disimulado una llave de cerradura blindada bajo el armario de los vestuarios. Ahora bien, la puerta de su casa no disponía de ningún refuerzo. Esta llave podía abrir una infinidad de puertas, de armarios empotrados, roperos, sobre todo en el hospital. Pero, ¿por qué esconderla? Una intuición había inducido a Niémans a ir allí, al catastro, a fin de comprobar si Philippe Sertys poseía otra vivienda, una cabaña, una granja, cualquier cosa, pero cuyas estructuras protegidas estuvieran cerradas sobre otra vida.

Todavía refunfuñando, el empleado deslizó bajo la tapa del mostrador una caja de cartón apergaminado. En la parte anterior un pequeño ribete de cobre encuadraba una etiqueta marcada con tinta: «Sertys». Dominando su excitación, Niémans abrió la caja y hojeó los documentos oficiales, las actas del notario, los planos del terreno. Auscultó los documentos, observó los números de las parcelas, las situó sobre el plano de la región adjunto al legajo. Leyó y releyó las señas de la propiedad.

De modo que era así de sencillo.

Philippe Sertys y su madre tenían alquilada una casa, pero el joven poseía a su nombre, heredada de su padre, René Sertys, otra.

29

En realidad, la casa era un almacén solitario, situado al pie del Grand Doménon y rodeado de coníferas secas. En las paredes del edificio, una pintura pálida, escamosa como la piel de una iguana, parecía haber aguantado una cadena interminable de estaciones.

Con prudencia, Niémans se acercó. Ventanas enrejadas con barras de metal, cegadas por sacos de cemento. Un portal macizo y, a la derecha, una puerta blindada. Este local podía haber albergado toneles, cilindros metálicos, sacos de materiales. Cualquier cosa industrial. Pero este almacén pertenecía a un auxiliar de enfermería silencioso que sin duda acababa de ser asesinado en un glaciar etéreo.

El policía dio primero la vuelta al edificio y luego volvió ante la puerta reforzada. Deslizó la llave en la cerradura. Percibió el ligero clic de las bisagras, y después el ruido del pestillo que salía del cuadro de metal.

La puerta giró sobre sí misma y Niémans respiró a fondo antes de entrar. En el interior, el fulgor azulado de la noche se diluía como contra su voluntad, a través de los pequeños huecos conformados por los sacos embutidos contra los barrotes de las ventanas. Era un espacio de varios centenares de metros cuadrados, sombrío, vetusto, estriado por las sombras transversales de las estructuras metálicas del tejado. Unas columnas altas se elevaban hacia los nimbos de la cumbre.

Niémans avanzó, con la linterna encendida. La habitación estaba absolutamente vacía. O más bien se había vaciado en fecha muy reciente. Unas partículas manchaban todavía el suelo, había múltiples surcos en el cemento, sin duda huellas de muebles pesados que habían sido arrastrados hasta la puerta. Flotaba allí una atmósfera singular, como un eco de pánico, de precipitación.

El comisario observó, husmeó, palpó. Era un local industrial, desde luego, pero de una gran limpieza. Efluvios asépticos asediaban el espacio. Se respiraba también un olor de fiera, un aliento animal.

Niémans continuó avanzando. Ahora caminaba sobre polvo blancuzco, astillas de yeso. Se arrodilló y descubrió diminutas mallas metálicas. El policía pensó en trocitos de cerca o en restos de filtros de ventilación. Deslizó varios de estos restos en sobres de plástico, y después recogió el polvo y las astillas, sin reconocer su olor apagado, neutro. Levadura. O yeso. En ningún caso droga.

Al margen de este último descubrimiento, se fijó en algunos signos que demostraban que se había mantenido allí un gran calor durante años. Tomas de tierra instaladas en las cuatro esquinas del espacio podían haber alimentado radiadores eléctricos, cuyos emplazamientos estaban marcados por aureolas negras en las paredes.

Al final, Niémans concluyó varias hipótesis contradictorias. Pensó en una cría de animales que hubiera necesitado una temperatura alta. Supuso también que habrían podido efectuarse aquí experimentos de laboratorio en condiciones estériles, inducidas por el fuerte olor clínico. No sabía nada, pero sentía un temor profundo. Más sordo y más violento que el que había experimentado en el glaciar.

Ahora poseía dos certidumbres. La primera era que Philippe Sertys, un hombre oscuro, se entregaba allí a una actividad oculta. La segunda era que el joven individuo había sido obligado, justo antes de morir, a vaciar el lugar con urgencia.

El oficial de policía se levantó y escrutó con atención las paredes, explorándolas con la linterna. Tal vez hubiera nichos, escondites que contuvieran algún objeto olvidado por Sertys. El intruso buscó a tientas, golpeó los tabiques, escuchó las resonancias, tanteó diferencias de materiales. Las paredes estaban revestidas de hojas de papel de embalaje, bajo las cuales había fibra de vidrio comprimida. Siempre la búsqueda del calor.

Niémans palpó así paredes enteras, hasta que notó, a un metro ochenta de altura, un refuerzo rectangular que no cuadraba con la superficie abombada del conjunto. Plantó el índice a lo largo del tramo y se dio cuenta de que habían rellenado la ranura. Rasgó más el papel y descubrió unas bisagras. Deslizando las uñas por el intersticio central, consiguió entreabrir el reducto. Estantes. Polvo. Moho.

El comisario palpó los estantes y notó sobre uno de ellos algo plano, cubierto por una película polvorienta. Cogió el objeto: era un pequeño cuaderno de espiral.

Una llamarada bajo su carne. Lo hojeó inmediatamente. Todas las páginas estaban cubiertas de cifras minúsculas, incomprensibles. Pero una de las páginas tenía, encima de las cifras, una gran inscripción oblicua. Aquellas letras parecían escritas con sangre. El trazo era de tal violencia que las palabras habían perforado el papel en algunos lugares. Niémans pensó en una cólera frenética, en un geiser rojizo. Como si el autor de estas líneas no hubiera podido abstenerse de escupir su locura en letras escarlata. Niémans leyó:

Somos los amos, somos los esclavos.

Estamos por doquier, no estamos

en ninguna parte.

Somos los agrimensores.

Dominamos los ríos de color púrpura.

El policía se apoyó en la pared, contra los jirones de papel marrón y los filamentos de fibra de vidrio. Apagó su linterna pero una luz deslumbraba su conciencia. No había encontrado un vínculo entre Rémy Caillois y Philippe Sertys. Había descubierto algo mejor: una sombra, un secreto en el corazón de la existencia discreta del joven auxiliar de enfermería. ¿Qué significaban las cifras y las frases ocultas del pequeño cuaderno? ¿A qué jugaba Sertys en su almacén clandestino?

Niémans hizo un breve balance de su investigación, como se reúnen las primeras pajas chispeantes de un fuego bajo un viento helado. Rémy Caillois era un esquizofrénico agudo, un ser violento que en el pasado había cometido -tal vez- un acto culpable. En cuanto a Philippe Sertys, realizaba actividades clandestinas en este taller siniestro, actividades que había intentado borrar unos días antes de su muerte.

El comisario no tenía aún ninguna prueba tangible, ninguna precisión, pero cada vez era más evidente que ni Caillois ni Sertys eran tan diáfanos como hacía suponer su existencia oficial.