El comisario cruzó las primeras señales que indicaban la dirección de la facultad. A lo lejos, las altas cumbres se dibujaban entre la algodonosa luz de la mañana borrascosa. Después de una curva divisó la universidad en el fondo del valle: grandes edificios modernos, bloques estriados de hormigón, rodeados por todas partes de largas explanadas de césped. Niémans pensó en un sanatorio que tuviera el tamaño de una ciudad administrativa.
Salió de la nacional y se orientó hacia el valle. Divisó en el oeste los ríos verticales que se entremezclaban, ensordeciendo los flancos sombríos de las montañas con su sonoridad de plata. El policía aminoró la marcha: se estremeció al contemplar aquellas aguas heladas que caían en picado, ocultándose bajo borbotones de maleza para reaparecer enseguida, blancas y resplandecientes, y desaparecer de nuevo…
Niémans se decidió por un pequeño desvío. Tomó la bifurcación, circuló bajo una bóveda de alerces y abetos, salpicados por el rocío matinal, y descubrió luego una larga llanura, bordeada de altas murallas negras.
El oficial se detuvo. Se apeó del vehículo y cogió los gemelos. Escrutó largo rato el paisaje: había perdido de vista el río. Pronto comprendió que el torrente, una vez llegado al fondo del valle, fluía justo detrás del muro de rocas. Podía incluso divisarlo a través de algunos picos abiertos en las piedras.
De improviso se fijó en otro detalle, que situó con ayuda de los gemelos. No, no se había equivocado. Volvió al coche y lo puso rápidamente en marcha en dirección al barranco. Acababa de descubrir, en una de las fallas entre las rocas, el cordón de un amarillo fluorescente, específico de la gendarmería nacionaclass="underline"
Prohibido el paso.
3
Niémans descendió por la falla rocosa donde se dibujaban las curvas de un estrecho sendero. Pronto se vio obligado a detenerse, ya que el espacio no era lo bastante ancho para la berlina. Salió del vehículo, pasó por debajo del cordón plastificado y accedió al río.
Una presa natural detenía allí el curso de las aguas. El torrente, que Niémans esperaba descubrir burbujeante de espuma, se transformaba en un pequeño lago, claro y tranquilo. Como un rostro del que hubiera desaparecido súbitamente toda la cólera. Más lejos, a la derecha, volvía a fluir y sin duda atravesaba el pueblo, que aparecía, grisáceo, en el cauce del valle.
Pero Niémans se paró en seco. Un hombre ya estaba allí, a su izquierda, en cuclillas, sobre el agua. Con un gesto reflejo, Niémans levantó la cinta de velero de su cinturón. El gesto hizo entrechocar ligeramente las esposas. El hombre se volvió hacia él y sonrió.
– ¿Qué hace usted aquí? -interrogó bruscamente Niémans.
El desconocido sonrió de nuevo, sin responder y se enderezó, sacudiéndose el polvo de las manos. Era un hombre joven de rostro delgado y cabellos rubios y tiesos. Cazadora de ante y pantalón de pinzas. Replicó, con voz clara:
– ¿Y usted?
Esta señal de insolencia desarmó a Niémans, que contestó en tono desabrido:
– Policía. ¿Es que no ha visto el cordón? Espero que tenga un buen motivo para haber rebasado el límite, porque…
– Éric Joisneau, SRPJ de Grenoble. Me he adelantado. Otros tres OPJ llegarán por la tarde.
Niémans se reunió con él en la estrecha orilla.
– ¿Dónde están los agentes? -preguntó.
– Les he dado media hora libre. Para desayunar. -Se encogió de hombros, indiferente-. Yo tenía trabajo aquí. Quería estar tranquilo… comisario Niémans.
El policía de cabellos canosos puso mala cara. El joven continuó, seguro de sí mismo:
– Le he reconocido enseguida. Pierre Niémans. Ex gloria del RAID. Ex comisario de la BRB. Ex cazador de asesinos y traficantes. En resumen, ex muchas cosas…
– ¿La insolencia figura en el programa de los inspectores ahora?
Joisneau se inclinó en una postura irónica:
– Discúlpeme, comisario. Intento sencillamente desmitificar a la estrella. Sabe muy bien que es un divo, un «superpolicía» que alimenta los sueños de todos los inspectores jóvenes. ¿Ha venido por el asesinato?
– ¿Tú qué crees?
El policía se inclinó otra vez.
– Será un honor trabajar a su lado.
Niémans miraba a sus pies la superficie transparente de las aguas lisas, como vitrificadas por la luz matutina. Una luminiscencia de jade parecía elevarse del fondo.
– Cuéntame lo que sepas.
Joisneau alzó los ojos hacia la muralla de roca.
– El cuerpo estaba incrustado allí arriba.
– ¿Allí arriba? -repitió Niémans, observando la pared donde pronunciados relieves proyectaban sombras abruptas.
– Sí. A quince metros de altura. El asesino hundió el cuerpo en una de las fallas de la pared. Con una postura extraña.
– ¿Qué postura?
Joisneau flexionó las piernas, levantó las rodillas y cruzó los brazos contra el torso.
– La posición fetal.
– Curioso.
– Todo es curioso en este asunto.
– Me han hablado de heridas, quemaduras -continuó Niémans.
– Aún no he visto el cuerpo. Pero parece, en efecto, que hay numerosos indicios de tortura.
– ¿La víctima murió a causa de esas torturas?
– No hay nada seguro por el momento. La garganta muestra también unos cortes profundos. Marcas de estrangulación.
Niémans se volvió de nuevo hacia el pequeño lago. Vio su silueta -pelo al rape y abrigo azul- reflejada con claridad.
– ¿Y aquí? ¿Has encontrado algo?
– No. Hace una hora que busco un detalle, un indicio. Pero no hay nada. En mi opinión, la víctima no murió aquí. El asesino sólo la colocó allí arriba.
– ¿Has subido hasta la falla?
– Sí. Nada digno de mención. No cabe duda de que el asesino subió hasta la cima de la muralla por el otro lado y después bajó el cuerpo atado a una cuerda. Entonces bajó él con ayuda de otra cuerda e incrustó a su víctima. Debió de esforzarse mucho para darle esta postura teatral. Es incomprensible.
Niémans volvió a mirar la pared, erizada de aristas, surcada de asperezas. Desde donde se hallaba no podía evaluar claramente las distancias, pero le parecía que el nicho donde habían descubierto el cuerpo estaba a media altura de la pared, tan alejado del suelo como de la cima del acantilado. Se volvió en redondo.
– Vámonos.
– ¿Adónde?
– Al hospital. Quiero ver el cuerpo.
Destapado justo hasta los hombros, el hombre estaba desnudo y puesto de perfil sobre la mesa centelleante. Era una postura encogida, como si hubiese temido que un rayo le acertase en plena cara. Con los hombros hundidos y la nuca baja, el cuerpo conservaba los dos puños cerrados bajo el mentón, entre las rodillas dobladas. La piel blanquecina, los músculos protuberantes, la epidermis surcada de heridas proporcionaban al cadáver un aspecto, una realidad casi insoportables. El cuello presentaba largas heridas, como si hubieran intentado cortarle la garganta. Las venas difusas se desplegaban bajo las sienes como ríos hinchados.
Niémans levantó la mirada hacia los otros hombres presentes en el depósito de cadáveres. Estaba el juez de instrucción Bernard Terpentes, silueta estrecha y bigote breve; el capitán Roger Barnes, colosal, oscilante como un carguero, que dirigía la brigada de gendarmería de Guernon; y el capitán René Vermont, delegado por la sección de investigación de la gendarmería, un hombre bajo y calvo, de cara rojiza y ojos penetrantes como barrenas. Joisneau se mantenía un poco atrás y hacía gala de la expresión de un subalterno celoso.
– ¿Se conoce su identidad? -preguntó Niémans sin dirigirse a nadie en concreto.
Barnes dio un paso hacia delante, muy militar y carraspeó.
– La víctima se llama Rémy Caillois, señor comisario. Tenía veinticinco años. Desempeñó durante tres años el puesto de bibliotecario jefe en la Universidad de Guernon. El cuerpo ha sido identificado por su esposa, Sophie Caillois, esta mañana.