Ni el bibliotecario ni el auxiliar de enfermería eran víctimas inocentes.
VI
30
Desde hacía casi dos horas, Karim circulaba con un nudo en la garganta.
Pensaba en el rostro. El rostro del niño. A veces lo imaginaba como una especie de monstruo. Una cara perfectamente lisa, sin nariz ni pómulos, horadada por dos globos blancos y brillantes. Otras veces lo consideraba, por el contrario, un chiquillo corriente, de facciones suaves, apagadas, anodinas. Un niño tan corriente que se perdía en todas las memorias. En otras ocasiones, Karim veía rasgos imposibles. Rasgos ondulantes, inestables, que reflejaban el rostro de quien los miraba. Facciones centelleantes que devolvían la imagen de cada rostro, traicionando el secreto de las almas bajo la hipocresía de las sonrisas. El poli se estremeció. Estaba definitivamente torturado por esa certidumbre: la clave de la verdad era ese rostro. Exclusivamente. Irreversiblemente.
Había escogido la autopista de Agen, en dirección a Toulouse. Después había bordeado el Canal du Midi y pasado Carcassone y Narbonne. Su coche era un desastre. Una especie de tos de cilindros y piezas restallantes montados todos juntos. El poli no rebasaba jamás los ciento treinta kilómetros por hora, incluso con el viento a favor. No dejaba de meditar. Ahora circulaba en dirección a Sète por la orilla del mar y se acercaba al convento de Saint Jean-de-la-Croix. El paisaje grisáceo y borroso del litoral le prestaba una calma difusa. Pisando a fondo el freno, consideró los elementos racionales de que disponía.
Las visitas al fotógrafo y al sacerdote habían alterado la perspectiva de su investigación. Karim comprendió de repente que los documentos desaparecidos de la escuela Jean-Jaurès podían haber sido robados mucho antes del atraco de la noche anterior. Por la carretera volvió a llamar a la directora. A la pregunta: «¿Es posible que todos estos documentos desaparecieran en 1982 y que nadie se haya dado cuenta durante todos estos años?», la directora contestó: «Sí». A la pregunta: «Es posible que esta desaparición no se haya descubierto hasta hoy a causa del robo con escalo?», respondió: «Sí». A la pregunta: «¿Ha oído hablar de una religiosa que intentó conseguir las fotografías escolares de aquella época?», contestó: «No».
Y no obstante… Antes de marcharse, Karim había hecho una última comprobación en Sarzac. Gracias a los registros civiles -fechas de nacimiento y señas de residencias-, había contactado por teléfono con varios antiguos alumnos de las dos clases fatídicas: CM1 y CM2, 1981 y 1982. Ninguno de ellos poseía ya los retratos escolares. A veces se había declarado un incendio en la habitación que contenía los negativos. Otras, había tenido lugar un hurto: los ladrones no habían robado nada, sólo algunas fotografías. En otras ocasiones, pero más raramente, se recordaba a la hermana: había ido a buscar las fotos. Era de noche y nadie habría podido reconocerla. Todos estos sucesos databan del mismo y breve período: julio de 1982. Un mes antes de la muerte del pequeño Jude.
Alrededor de las cinco y media de la tarde, cuando bordeaba la cuenca del Thau, Karim vio una cabina telefónica y marcó el número de Crozier. Ahora avanzaba al margen de las normas. Oscuramente, esta sensación le gustaba. Largaba las amarras. El comisario gritó:
– Espero que estés de camino, Karim. Dijimos a las seis.
– Comisario, sigo una pista.
– ¿Qué pista?
– Déjeme avanzar. Cada paso confirma mi intuición. ¿Tiene elementos nuevos relativos al cementerio?
– ¿Te lo montas solito y encima quieres que yo…?
– Respóndame. ¿Han encontrado el coche?
Crozier suspiró.
– Hemos identificado a los propietarios de siete Lada, dos Trabant y un Skoda en los departamentos de Lot, Lotet-Garonne, Dordogne, Aveyron y Vaucluse. Ninguno de ellos es nuestro coche.
– ¿Ha comprobado ya qué hicieron los conductores a esa hora?
– No, pero hemos encontrado partículas de neumáticos cerca del cementerio. Se trata de neumáticos de carbono, de muy mala calidad. El propietario de nuestro cacharro circula con los neumáticos de origen. Todos los coches que hemos visto llevan Michelin o Goodyear. Es lo primero que cambian los compradores de este tipo de vehículos. Seguimos buscando. En otros departamentos.
– ¿Eso es todo?
– Todo por el momento. Es tu turno. Te escucho.
– Yo avanzo al revés.
– ¿Cómo, al revés?
– Cuanto menos encuentro, más seguro estoy de que sigo el buen camino. Los robos de esta noche disimulan un asunto mucho más grave, comisario.
– ¿De qué índole?
– No lo sé. Algo que concierne a un niño. Su secuestro o su asesinato. No lo sé. Volveré a llamarle.
Karim colgó sin dar tiempo al comisario de formular otra pregunta.
En las inmediaciones de Sète, cruzó un pequeño pueblo frente al mar. Las aguas del golfo de León se mezclaban allí con la tierra en una inmensa marisma indistinta, bordeada de cañas. El policía aminoró la marcha al enfilar un puerto extraño donde no se veía ningún barco y sólo largas redes de pesca negruzcas se elevaban entre las casas de postigos cerrados.
Todo estaba desierto.
Un olor denso llenaba la atmósfera, pero no un olor marítimo, sino más bien de un abono cargado de ácidos y excrementos.
Karim Abdouf se acercaba a su destino. Unos carteles indicaban la dirección del convento. El sol poniente alumbraba charcos salinos, afilados como cuchillos, en la superficie de las ciénagas. Al cabo de cinco kilómetros, el poli se fijó en otro panel que anunciaba un camino asfaltado que subía hacia la derecha. Siguió conduciendo y tomó otras curvas, otros virajes, bordeados de cañas y juncos despeinados.
Por fin aparecieron los edificios del claustro. Karim se quedó estupefacto. Entre las dunas oscuras y las malas hierbas se elevaban dos iglesias, ambas monumentales. Una de ellas mostraba torres finamente cinceladas que se terminaban en cúpulas estriadas parecidas a pasteles colosales. La otra era roja y maciza, tejida con pequeñas piedras y coronada por una gran torre de tejado plano como una rueda. Dos verdaderas basílicas que hacían pensar bajo el aire marino en ruinas olvidadas. El policía no podía explicarse su presencia en un lugar tan desierto, tan desolado.
Al acercarse, descubrió un tercer edificio que conectaba las iglesias. Una construcción de un solo piso y ventanas en hilera, estrechas y frías. El propio monasterio, sin duda, que parecía abrazar sus piedras como para evitar todo contacto con los edificios sagrados.
Karim aparcó. Pensó que nunca se había visto tan de cerca con la religión, ni con tanta frecuencia en tan poco tiempo. Esta reflexión suscitó en él un razonamiento que ya había oído. Cuando estaba en la escuela de inspectores, en Cannes-Écluse, a veces iban comisarios a contar sus experiencias. Uno de ellos había marcado profundamente a Karim. Un individuo alto, peinado a cepillo, que llevaba pequeñas gafas de montura metálica. Sus charlas le habían fascinado. El hombre explicaba que el crimen se reflejaba siempre en los espíritus de los testigos y familiares. Que había que considerarlos como espejos, que el asesino se ocultaba en uno de sus ángulos muertos.
El hombre tenía aires de loco, pero subyugó a los asistentes. También habló de estructuras atómicas. Según él, cuando ciertos elementos y detalles, incluso anodinos, reaparecían con regularidad en una investigación, era preciso retenerlos siempre porque era seguro que disimulaban un significado profundo. Cada crimen era un núcleo atómico y los elementos recurrentes eran sus electrones, que oscilaban en torno a él y dibujaban una verdad subliminal. Karim sonrió. El inspector con gafas de metal tenía razón. Esta observación podía aplicarse a su propia investigación. La religión se había convertido en un elemento recurrente. Desde aquella mañana se dibujaba allí, sin duda, una verdad que necesitaba descubrir.