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Sin convicción, empezó a interrogar a los feriantes. Evocó a un muchachito llamado Jude Itero, murmuró la fecha: julio del 82. La mayor parte del tiempo, las caras no parpadearon más que unas momias arrugadas. A veces sólo obtenía gruñidos negativos. Otras, observaciones incrédulas: «¿Hace catorce años? ¿Y qué más?». Karim sentía un creciente desánimo. ¿Quién habría podido acordarse? ¿Cuántos domingos habría venido Jude aquí? ¿Tres, cuatro, cinco como máximo?

Por pura perseverancia, el inmigrante magrebí dio la vuelta completa al parque, convenciéndose de que el chico se habría apasionado tal vez por una u otra atracción, o simpatizado con un feriante…

No obstante, terminó la vuelta a la pista sin ningún resultado. Escrutó la orilla del mar. Las olas seguían enroscando sus lenguas de espuma en torno a los pilotes del malecón. El poli pensó en un mar de alquitrán. Le parecía haber llegado a una tierra de nadie donde ya no quedaba nada por encontrar. Le vino a la mente un recuerdo de infancia: la isla mágica de Pinocho, donde los niños vagos caían en la trampa, captados por atracciones fabulosas, antes de ser transformados en asnos.

¿En qué se habría transformado Jude?

El poli ya se disponía a volver al coche cuando se fijó en un pequeño circo, al borde de un terreno difuso.

Se dijo que no debía dejar ningún cabo suelto en su investigación. Se puso de nuevo en marcha, con los hombros cansados, y llegó a la carpa de lona. No se trataba realmente de un circo, más bien de una tienda precaria que debía albergar un puñado de atracciones de feria. Encima del destartalado pórtico, una banderola de plástico anunciaba con letras entorchadas «Los Braseros». Todo un programa. Con dos dedos, el poli levantó la lona que hacía las veces de puerta.

Se inmovilizó ante el espectáculo cegador que le esperaba en el interior. Llamas. Unos rugidos sordos. Olores de gasolina, traídos por las corrientes de aire. Por un breve instante, el teniente pensó en una máquina acelerada, hecha de fuego y de músculos, de llamaradas y de bustos humanos. Después comprendió que contemplaba, simplemente, bajo lámparas anémicas, una especie de ballet de comefuegos. Hombres con el torso desnudo, brillantes de sudor y gasolina, expectoraban su saliva inflamable sobre antorchas irascibles. Los hombres se desplazaban en círculo, formando una ronda maléfica. Nuevo trago de gasolina. Más llamas. Algunos de los hombres se agachaban y otros saltaban por encima de su espinazo, vomitando todavía su sortilegio deslumbrante.

El policía pensó en los diablos que perseguían a la madre de Jude. Todo, en esta larga pesadilla, mantenía una paridad de atmósferas, una misma inquietud venenosa. «Cada crimen es un núcleo atómico», decía el poli de cabellos a cepillo.

Karim se sentó en las graderías de madera y observó unos instantes a los aprendices de dragones. Sintió que debía quedarse allí, interrogar a esos hombres. ¿Por qué?, no lo sabía. Al final, uno de los Braseros se dignó fijarse en él. Dejó de trabajar y se le acercó, sosteniendo todavía su espetón negruzco que aún vomitaba algunas pavesas. No debía de llegar a los treinta años, pero sus facciones parecían haber sido surcadas por años de doble longitud. Años de cárcel, sin duda alguna. Greñas morenas, piel morena, pupilas oscuras. Y el aire lancinante del individuo siempre anticipado a un mal golpe.

– ¿Eres de los nuestros? -preguntó.

– ¿De los vuestros?

– Sí. ¿Eres extranjero? ¿Buscas trabajo?

Karim juntó las manos, palma contra palma.

– No, soy poli.

– ¿Poli?

El comefuegos se acercó y plantó un tacón en la grada inferior justo debajo de Karim.

– Tío, no tienes cara de poli.

El poli árabe podía oler el torso candente del hombre. Dijo:

– Todo depende de la idea que uno tenga de ser poli.

– ¿Qué quieres? Al menos no eres de la territorial, ¿verdad?

Karim no contestó. Echó una mirada a la carpa de lona remendada, a los saltimbanquis en el centro de la pista, y luego se hizo la reflexión de que en 1982 ese tipo debía de tener unos quince años. ¿Habría una mínima posibilidad de que se hubiese cruzado con Jude? Ninguna. Pero un impulso le empujó.

– ¿Hace catorce años estabas ya en este rincón?

– Es posible, sí. El circo es de mis viejos.

Karim pronunció de un tirón:

– Sigo la pista de un niño pequeño que quizá vino por aquí en aquella época. En julio del 82, para ser exactos. Varios domingos seguidos. Busco a gente que se acuerde de él.

El comefuegos escudriñó la verdad en los ojos de Karim.

– Tío, no hablarás en serio, ¿verdad?

– ¿No lo parece?

– ¿Cómo se llamaba tu niño?

– Jude. Jude Itero.

– ¿Crees de veras que alguien puede acordarse de un chaval que tal vez estuvo en nuestro circo hace catorce años?

Karim se levantó y se fue de las gradas.

– Olvídalo.

El hombre le tiró bruscamente de la chaqueta.

– Jude vino varias veces. Se quedaba plantado delante de nosotros mientras ensayábamos. Estaba como hipnotizado. Un verdadero chaval de piedra.

– ¿Qué?

El hombre subió una grada y se colocó al nivel de Karim. El poli olió su aliento cargado de gasolina. El comefuegos continuó:

– Tío, era un verano tórrido. Como para fundir los raíles. Jude apareció cuatro domingos seguidos. Teníamos casi la misma edad. Jugábamos juntos. Le enseñé a vomitar el fuego. Historias de críos. Sin más.

Karim miró fijamente al joven Brasero.

– ¿Y te acuerdas de ese chico, catorce años después?

– Es justo lo que esperabas, ¿no?

El poli levantó el tono:

– Te pregunto cómo puedes acordarte de eso.

El tipo saltó al suelo de tierra batida, juntó los tacones y luego se llevó el espetón muy cerca de los labios. Salpicó la antorcha con unas gotas de saliva mezclada con fuel. Brotó una lluvia de chispas.

– Tío, es que Jude tenía algo especial.

Karim se estremeció:

– ¿En la cara? ¿Tenía algo en la cara?

– No, en la cara no.

– Entonces, ¿qué?

El joven escupió otra vez unas pavesas y se echó a reír:

– Tío, Jude era una niña.

33

Lentamente, la verdad adquiría consistencia.

Según el comefuegos, el niño que había visto varias veces era una niña disfrazada con todo cuidado de chico. Los cabellos muy cortos, la ropa apropiada, los modales de un muchachito. El hombre fue categórico: «No me dijo nunca que era una niña… Era su secreto, ¿entiendes? Sinceramente, yo pensé enseguida que había gato encerrado. En primer lugar era muy bonita. Una preciosidad. Y lo mismo podía decirse de la voz. Y de las formas. Debía de tener diez o doce años. Eso ya empezaba a verse. Y había más. Llevaba algo en los ojos que le cambiaba el color del iris. Tenía los ojos negros, pero era un negro de tinta, un negro artificial. Aun siendo un niño, me di cuenta. Y siempre se quejaba de que le dolían los ojos. Unos dolores, decía, que le llegaban hasta el fondo de la cabeza…».

Karim iba juntando los elementos. La madre de Jude temía más que a nada a los diablos que querían destruir a su hija. Sin duda por esa razón abandonó un primer pueblo para ir a Sarzac. Allí (y Karim habría debido pensarlo), había adoptado una nueva identidad, cambiado el nombre e incluso transformado a la niña, cambiando su sexo. De este modo no habría ninguna posibilidad de que alguien la encontrara o la reconociera. Sin embargo, dos años después, los diablos habían reaparecido en el segundo pueblo, en Sarzac. Todavía buscaban a la niña y estaban a punto de descubrirla.