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En efecto, la investigación no había progresado ni un ápice, pese a la multiplicación de las fuerzas en activo. Para ayudar a los equipos del capitán Vermont a dividir en zonas los terrenos de la punta del Muret y después el flanco oeste de la montaña de Belledonne, habían sido requeridos trescientos militares acantonados en la base de Romans. Habían llegado en camiones alrededor de las siete de la tarde e iniciado enseguida el trabajo de rastrillado nocturno, bajo las órdenes de Vermont. Aparte de estos soldados, el capitán había movilizado asimismo a dos compañías de CRS con base en Valence.

Ya habían sido exploradas más de trescientas hectáreas. De momento, ese registro sistemático no había dado ningún resultado… ni lo daría, Niémans estaba seguro. Si el asesino hubiera dejado otros indicios, ya habrían sido descubiertos. No obstante, el comisario permanecía en contacto radiado con Vermont y él mismo había trazado sobre un mapa del IGN los puntos cruciales de la investigación: los lugares donde descubrieron el primero y segundo cuerpo, el emplazamiento de la facultad, del almacén de Sertys, la situación de cada refugio…

La vigilancia de la red de carreteras también se había intensificado. De ocho controles había pasado a veinticuatro. Ahora cubría una superficie muy amplia alrededor de Guernon. Todos los pueblos grandes y pequeños, las entradas y salidas de la autopista, las carreteras nacionales y departamentales estaban vigiladas.

En cuanto al papeleo, la actividad también se incrementaba, bajo la responsabilidad del capitán Barnes. Las opciones de búsqueda se prolongaban. Los faxes no cesaban de caer: testimonios, respuestas a los cuestionarios, comentarios… Otros formularios partían en dirección a las estaciones de esquí de los alrededores. Se cruzaban mensajes y circulares, y la centralita de la brigada había sido equipada con varios faxes nuevos.

Se dedicaban asimismo, desde primeras horas de la tarde, a interrogar a todos aquellos que durante las últimas semanas habían estado en contacto con la primera víctima. Otro equipo seguía interrogando a los mejores alpinistas de la región, sobre todo a los que ya habían recorrido el glaciar de Vallernes. Hombres salvajes que no vivían en Guernon, sino en los pueblos de las alturas, encaramados al flanco rocoso suspendido sobre la ciudad universitaria. La brigada ya no daba más de sí.

Otro equipo, perteneciente esta vez a las filas de Vermont, reconstruía minuciosamente el eventual itinerario de Rémy Caillois en su última expedición, mientras otros ya se dedicaban al itinerario de la segunda víctima, así como al del homicida, hasta la cumbre del glaciar. Los trazados se numeraban, memorizaban y comparaban por ordenador.

En el centro de esta fiebre, de este rumor de guerra, Niémans se obstinaba en el aspecto íntimo. Estaba más persuadido que nunca de que encontraría al asesino al descubrir su móvil. Y su móvil era, tal vez, la venganza. Pero debía tomar precauciones extremas con esta hipótesis. Ni las autoridades ni el gran público apreciaban la paradoja en materia criminal. Oficialmente, un asesino mataba a personas inocentes. Ahora bien, Niémans intentaba demostrar ahora que estas víctimas eran también culpables.

¿Cómo avanzar por este terreno? Caillois y Sertys habían echado el cerrojo de su existencia sobre sus secretos. Sophie Caillois no diría una palabra, y seguirle los pasos no había dado hasta ahora ningún resultado. En cuanto a la madre de Sertys o a los colegas del auxiliar de enfermería, ya interrogados, sólo conocían la imagen convencional de Philippe Sertys. Su madre no estaba siquiera al corriente de la existencia del almacén, que no obstante había pertenecido a su marido, René Sertys.

¿Entonces?

Entonces Niémans sólo pensaba, en aquel instante, en otro misterio, que empezaba a desbancar a todos los demás en su conciencia. Conectó su teléfono y volvió a llamar a Barnes:

– ¿Algo nuevo sobre Joisneau?

El joven teniente, el policía impecable que ardía en deseos de adquirir la sabiduría del «maestro», aún no había reaparecido.

– No -dijo guturalmente Barnes-. He enviado a uno de mis chicos al instituto de los ciegos, para saber adónde puede haber ido después.

– ¿Y qué?

El capitán articuló en voz baja:

– Joisneau ha abandonado el instituto más o menos a las cinco. Al parecer ha salido hacia Annecy, para visitar a un oftalmólogo. Un profesor de la Facultad de Guernon que se ocupa de los pacientes del instituto.

– ¿Le ha llamado?

– Desde luego. Hemos intentado llamar a sus números profesionales y personales. Ninguno responde.

– ¿Tiene las señas?

Barnes dictó a Niémans un solo nombre de calle: el médico vivía en una casa donde también tenía su consulta.

– Iré y volveré enseguida -decidió Niémans.

– Pero… ¿por qué? Joisneau acabará por…

– Me siento responsable.

– ¿Responsable?

– Si el chico ha hecho una tontería, si ha corrido un riesgo inútil, estoy seguro de que ha sido para deslumbrarme, para farolear, ¿me comprende?

El gendarme replicó, en tono tranquilizador:

– Joisneau reaparecerá. Es joven. Ha debido de montarse una película con una pista engañosa.

– Estoy de acuerdo. Pero quizás esté en peligro. Sin saberlo.

– ¿En… peligro?

Niémans no respondió. Reinó el silencio durante unos segundos. Barnes no parecía comprender el sentido de las palabras del comisario. Añadió de repente:

– Ah, sí, lo olvidaba: Joisneau también ha llamado al hospital. Quería pasar por los archivos.

– ¿Los archivos?

– Inmensas galerías subterráneas bajo el CHRU, que contienen toda la historia de la región a través de sus nacimientos, sus enfermedades y sus defunciones.

El policía sintió que la angustia hacía presa en éclass="underline" el pequeño rubiales seguía, pues, una pista en solitario. Una pista que tenía su origen en el instituto, que le había conducido hasta el oftalmólogo y después a los archivos del centro hospitalario. Terminó:

– ¿Pero no le ha visto nadie en el hospital?

Barnes respondió con una negativa. Niémans colgó. Enseguida sonó otra llamada. Ya no era cuestión de mensajes radiados, de nombre en código, de precauciones. Todos los investigadores trabajaban ahora con urgencia. La voz de Costes vibró:

– Acaban de entregarme el cuerpo.

– ¿Es Sertys?

– Es él, sin duda.

El comisario respiró. Todos los elementos cosechados desde hacía tres horas sobre Philippe Sertys encajaban bien en el marco de la investigación. Y ya podía lanzar a un equipo oficial a un registro minucioso del almacén. Costes prosiguió:

– Hay una jodida diferencia con las primeras mutilaciones.

– ¿Cuál?

– El asesino le ha extirpado los ojos, pero también las manos. Y ha seccionado las dos muñecas. Usted no lo vio a causa de la posición fetal del cuerpo: los muñones estaban metidos entre las rodillas.

Los ojos. Las manos. Niémans discernía un vínculo oculto entre esos elementos anatómicos. Pero no habría sabido decir en qué lógica infernal se integraban esas dos mutilaciones.

– ¿Esto es todo?

– De momento, sí. Ahora empiezo la autopsia.

– ¿Cuánto tiempo emplearás?

– Dos horas, como mínimo.

– Empieza por las órbitas y llámame en cuanto obtengas algo. Estoy seguro de que hay un indicio para nosotros.

– Tengo la impresión de ser un mensajero del infierno, comisario.

Niémans atravesó la sala de la biblioteca. Cerca de la puerta se fijó en el fornido policía inclinado sobre la tesis de Rémy Caillois. Se permitió un pequeño rodeo y se sentó frente a él, en uno de los compartimientos acristalados de lectura.