– ¿Cómo va eso?
El OPJ levantó la vista.
– Apechugando.
El comisario sonrió, indicando el grueso documento.
– ¿Nada nuevo?
El policía se encogió de hombros.
– Todo sobre Grecia, las Olimpíadas, las pruebas deportivas y esa clase de cosas: carrera, jabalina, pancracio… Caillois habla del carácter sagrado de la prueba física, del récord, ¿sabe? -El oficial frunció los labios en señal de incredulidad-. Una especie de… de comunión con fuerzas superiores. Según él, un récord físico estaba considerado en aquella época como una auténtica pasarela para comunicar con los dioses… Por ejemplo, el athlon, el atleta original, al rebasar sus propios límites podía desencadenar las fuerzas de la tierra… la fertilidad, la fecundidad. Fíjese, cuando vemos el frenesí de ciertos partidos de fútbol, cómo el deporte desencadena fuerzas sorprendentes y…
– ¿Qué más has observado?
– Según Caillois, los atletas de la antigüedad eran también poetas, músicos, filósofos. El bibliotecario insistía muchísimo sobre esto. Da la sensación de añorar el tiempo en que el espíritu y el cuerpo estaban unidos, soldados en el interior del mismo ser humano. Es el sentido de su título: La nostalgia de Olimpia. La nostalgia de la época de los hombres superiores, a la vez cerebrales y poderosos, espirituales y deportivos. Caillois compara aquella época exigente con nuestro siglo actual, en que los intelectuales no levantan pesos y los atletas no tienen nada en la cabeza. Ve en ello el signo de una decadencia, de una división entre el espíritu y el cuerpo.
Niémans volvió a ver de repente a los atletas de su pesadilla. Los ciegos de la realidad mineral. Sophie Caillois le había explicado que, según su marido, los deportistas de Berlín habían renovado esta comunión profunda entre el físico y el pensamiento.
El policía pensó también en los campeones de la universidad: estos hijos de profesores de quienes le había hablado Joisneau, que obtenían los mejores resultados en todas las disciplinas, incluso deportivas. A su manera, estos superdotados se acercaban a la idea del atleta perfecto. Cuando Niémans había contemplado las fotografías de las medallas de la facultad en la antesala del despacho del rector, había sorprendido en esos rostros una inquietante fuerza juvenil. Como la encarnación de una fuerza, pero también de un espíritu aparte. ¿De una filosofía? Sonrió al joven policía que le observaba con aire de preocupación.
– Me parece que no lo has entendido nada mal -concluyó.
– Navego a tientas. Comprendo más o menos una frase de cada dos. -El hombre se dio dos golpecitos en la punta de la nariz-. Pero me fío de mi olfato. Reconozco de lejos a los fachas.
– ¿Tú crees que Caillois era un fascista?
– No sabría decirlo exactamente… Esto se me antoja más complejo… No obstante, su mito del superhombre, del atleta de espíritu puro, me recuerda los eternos delirios de raza superior y ese rollo…
Niémans vio otra vez las imágenes de las Olimpíadas de Berlín en el pasillo del apartamento de los Caillois. Existía un secreto detrás de esas imágenes y detrás de los recuerdos deportivos de Guernon. Tal vez todo ello formaba parte de un conjunto, pero ¿cuál?
– ¿No hay alusiones a unos ríos? -preguntó por fin-. ¿Ríos de color púrpura?
– ¿Qué?
Pierre Niémans se levantó.
– Olvídalo.
El OPJ siguió con la mirada al hombre alto con abrigo azul y dijo:
– Francamente, comisario, podría haber preguntado a un estudiante, a un tipo más cualificado que yo para…
– Quiero la mirada de un profesional. Quiero una lectura que entre en el marco de la investigación.
El oficial hizo una nueva mueca circunspecta.
– ¿Cree de verdad que todo este bla-bla puede tener algo que ver con el asunto?
Niémans se agarró al borde del cristal y se inclinó por encima.
– En un caso, cada elemento desempeña un papel. No hay casualidades ni detalles inútiles. Todo funciona como una estructura atómica, ¿comprendes? Continúa tu lectura.
Niémans abandonó al hombre con una expresión de intensa duda.
Fuera, en el campus, vislumbró los relampagueos lejanos de los proyectores de equipos de televisión. Entrecerró los ojos y distinguió la delgada silueta de Vincent Luyse, el rector, que de pie en los escalones del edificio, balbucía una declaración de circunstancias. Se fijó también en los logos característicos de las cadenas de televisión regionales, nacionales e incluso de la Suiza de lengua francesa… Los periodistas se abrían paso a codazos, las preguntas llovían. El proceso había comenzado: los focos de los medios de comunicación convergían en Guernon. La noticia de los asesinatos iba a propagarse por toda Francia y el pánico iba a concentrarse en la pequeña localidad.
Y sólo era el principio.
37
Ya en ruta, Niémans llamó a Antoine Rheims.
– ¿Hay novedades del inglés?
– Estoy en el hospital. Aún no ha recobrado el conocimiento. Los médicos son muy pesimistas. La embajada del Reino Unido ha enviado una escuadra de abogados. Vienen directamente de Londres. Los periodistas también están aquí. Imagínate lo peor y te quedarás corto.
La conexión por satélite era perfecta. La voz de Rheims, cristalina.
Niémans imaginó al director en la Ìle de la Cité y volvió a verse a sí mismo en los hospitales, interrogando a prostitutas víctimas de sus chulos, con facciones tumefactas, cejas desgarradas a golpes de sortija. Vio también las caras ensangrentadas de los sospechosos a quienes él mismo había sacudido. Vio las manos atadas a la cama mientras un montón de burdeles luminiscentes parpadeaban y oscilaban en la palidez sepulcral de la habitación.
Vio el atrio de Notre-Dame, cuando salía del hospital, agotado, a las tres de la madrugada, en el claro vacío de la noche. Pierre Niémans era un guerrero. Y sus recuerdos brillaban con un resplandor metálico, de tahalí, de los fuegos del campo de batalla. Experimentó un brutal ataque de melancolía por aquella existencia singular, que muy pocos hombres habrían querido pero que para él constituía su única razón de ser sobre la Tierra.
– ¿Y tu investigación? -inquirió Rheims.
El tono era menos agresivo que el de la primera andanada: la solidaridad entre colegas, los años compartidos, el buen fluido del ayer recobraba la ventaja.
– Ahora tenemos dos asesinatos. Y ni la sombra de un indicio. Pero yo sigo mi camino. Y sé que es el acertado.
Rheims no añadió nada, sólo silencio. Niémans lo sintió como un voto de confianza. El policía de gafas metálicas preguntó:
– ¿Y para mí?
– ¿Cómo que para ti?
– Quiero decir, ¿en el cuartel no hay un procedimiento abierto en relación al hooligan?
Rheims soltó una risa lúgubre.
– ¿Te refieres al IGS? Hace demasiado tiempo que lo esperan. Pueden esperar un poco más.
– ¿Esperar a qué?
– A que muera el rosbif. Para inculparte de homicidio.
Niémans llegó a Annecy alrededor de las once de la noche. Eligió arterias largas y claras, bajo las frondas de los árboles. El follaje, embellecido por las luces de los faroles, proyectaba reflejos tornasolados. Al fondo de cada avenida, Niémans distinguía pequeños monumentos, como surgidos de pozos de luz: quioscos, fuentes, estatuas. Minúsculas, a varios centenares de metros, estas construcciones parecían figurillas de cajas de música, estatuillas de radiador de coche. Como si la ciudad, al filo de sus plazas y plazoletas, albergara sus tesoros en joyeros de piedra, de mármol y de hojas.
Pasó a lo largo de los canales de Annecy, que exhibían falsos aires de Ámsterdam abriéndose a lo lejos sobre el lago. Al policía le costaba convencerse de que sólo estaba a varias decenas de kilómetros de Guernon, de sus cuerpos, de su salvaje asesino. Llegó al barrio residencial de la ciudad. Avenida Ormes. Bulevar Vauvert. Callejón Hautes-Brises. Nombres que debían resonar para los habitantes de Annecy como sueños de piedra blanca, signos de poderío.