– ¿Había denunciado su desaparición?
– Ayer domingo al atardecer. Su marido se había ido la víspera de excursión a la montaña, hacia la punta del Muret. Solo, como hacía cada fin de semana. A veces dormía en uno de los refugios. Por eso no se había inquietado. Hasta ayer por la tarde, y…
Barnes se interrumpió. Acababan de destapar el torso del cadáver.
Reinó una especie de espanto silencioso, un grito mudo que permaneció bloqueado en las gargantas. El abdomen y el tórax de la víctima estaban acribillados de llagas negruzcas, de formas y relieves variados. Cortes con bordes violáceos, quemaduras irisadas, algo parecido a nubes de hollín. También se distinguían laceraciones, menos profundas, que se prolongaban alrededor de brazos y muñecas, como si hubieran maniatado al hombre con un trozo de cable.
– ¿Quién descubrió el cuerpo?
– Una mujer joven… -Barnes echó una ojeada a su expediente y prosiguió-: Fanny Ferreira. Una profesora de la universidad.
– ¿Cómo lo descubrió?
Barnes volvió a aclararse la voz.
– Es una deportista que practica la natación en aguas vivas. Ya sabe, se desciende por los rápidos sobre una balsa con traje de buzo y aletas. Es un deporte muy peligroso y…
– ¿Y entonces?
– Al terminar el recorrido más allá del remanso natural del río, al pie de la muralla que rodea el campus, subió al parapeto y desde allí divisó el cuerpo, embutido en la pared.
– ¿Qué le dijo?
Barnes echó una mirada insegura a su alrededor.
– Bueno, pues, yo…
El comisario descubrió totalmente el cuerpo. Dio la vuelta en torno a la criatura blanquecina, acurrucada, cuyo cráneo de cabellos muy cortos se alzaba como una flecha de piedra.
Niémans agarró las hojas del certificado de defunción que Barnes le tendía. Recorrió las líneas mecanografiadas. El documento había sido redactado por el director del hospital en persona. No se pronunciaba sobre la hora de la muerte. Se contentaba con describir las heridas visibles y concluía que se había producido por estrangulación. Para saber algo más, sería preciso enderezar el cuerpo y practicar la autopsia.
– ¿Cuándo llegará el médico forense?
– Lo esperamos de un momento a otro.
El comisario se acercó a la víctima. Se inclinó, observó sus rasgos. Un rostro más bien agraciado, joven, con los ojos cerrados, y sobre todo sin ninguna huella de golpes o malos tratos.
– ¿Nadie ha tocado la cara?
– Nadie, comisario.
– ¿Tenía los ojos cerrados?
Barnes asintió. Con el pulgar y el índice, Niémans separó ligeramente los párpados de la víctima. Entonces sucedió lo imposible: una lágrima fluyó, lenta y clara, del ojo derecho. El comisario se sobresaltó, descompuesto. El rostro lloraba.
Niémans fijó la mirada sobre los otros hombres: nadie se había percatado de este detalle asombroso. Conservó la sangre fría y repitió su gesto, de nuevo desapercibido para los demás. Lo que vio le demostró que no estaba loco y que este asesinato era sin duda lo que todo policía espera o teme a lo largo de toda su carrera, según su personalidad. Se enderezó y volvió a cubrir el cuerpo con un gesto seco. Murmuró, dirigiéndose al juez:
– Háblenos del procedimiento de la investigación.
Bernard Terpentes se puso rígido.
– Señores, comprenderán que este asunto puede ser difícil y… nada habitual. Por esta razón el procurador y yo hemos decidido requerir la ayuda del SRPJ de Grenoble y la SR de la gendarmería nacional. También he llamado al comisario principal Pierre Niémans, aquí presente, que ha venido de París. Sin duda su nombre les es conocido. El comisario pertenece hoy a una instancia superior de la BRP, la Brigada de Represión del Proxenetismo en París. De momento no sabemos nada sobre los móviles del asesinato, pero es posible que se trate de un crimen de motivación sexual. De un maníaco, en todo caso. Y la experiencia del señor Niémans nos será muy útil. Por esto les propongo que el comisario tome la dirección de las operaciones…
Barnes asintió con un leve movimiento de cabeza, Vermont le imitó, pero en una versión menos apresurada. En cuanto a Joisneau, respondió:
– Por mí, no hay ningún problema. Pero han de llegar mis colegas del SRPJ y…
– Yo se lo explicaré -cortó Terpentes, que se volvió hacia Niémans-: Comisario, le escuchamos.
Lo teatral de la escena molestaba a Niémans. Tenía prisa por estar fuera, investigando, y sobre todo, solo.
– Capitán Barnes -preguntó-, ¿cuántos hombres tiene usted?
– Ocho. No… discúlpeme, nueve.
– ¿Están acostumbrados a interrogar a testigos, tomar nota de indicios, organizar cordones de carretera?
– Pues… En realidad no es la clase de cosas que solemos hacer…
– Y usted, capitán Vermont, ¿de cuántos hombres dispone?
La voz del gendarme resonó como una salva de honor:
– De veinte. Hombres de experiencia. Dividirán en zonas los terrenos que rodean los lugares del descubrimiento y…
– Muy bien. Sugiero que interroguen además a todas las personas que residan cerca de las carreteras que llevan al río, que visiten también las gasolineras, estaciones y casas vecinas a las paradas de autobús… Durante sus caminatas, el joven Caillois dormía a veces en los refugios. Localícelos y regístrelos. Es posible que la víctima fuera sorprendida en uno de ellos.
Niémans se volvió hacia Barnes.
– Capitán, quiero que lance peticiones de información por toda la comarca. Quiero obtener antes de mediodía la lista de vagabundos, merodeadores y demás indigentes del departamento. Quiero que verifiquen las salidas recientes de prisión en un radio de trescientos kilómetros. Los robos de coches y los robos en general. Quiero que interrogue a todos los hoteles y restaurantes. Envíe cuestionarios por fax. Quiero conocer el menor hecho singular, la menor llegada sospechosa, el menor signo. También quiero la lista de hechos ocurridos aquí, en Guernon, desde hace veinte años y más que pudieran recordar, de cerca o de lejos, nuestro asunto.
Barnes tomaba nota de cada exigencia en un cuaderno. Niémans se dirigió a Joisneau:
– Contacta con el Servicio de Información General. Pídeles la lista de sectas, de magos y de todos los individuos estrafalarios censados en la región.
Joisneau asintió. Terpentes opinó lo mismo que el jefe, en señal de asentimiento superior como si le quitara las ideas de la cabeza.
– Ya tienen en qué ocuparse mientras esperamos los resultados de la autopsia -concluyó Niémans-. Huelga indicarles que debemos observar el silencio más absoluto sobre todo esto. Ni una palabra a la prensa local. Ni una palabra a nadie.
Los hombres se separaron en la escalinata del CHRU -el Centro Hospitalario Regional Universitario-, y aceleraron el paso entre la llovizna matinal. Bajo la sombra del alto edificio, que parecía datar de por lo menos dos siglos, subió cada uno a su coche con la cabeza baja y los hombros hundidos, sin una palabra ni una mirada.
La caza había comenzado.
4
Pierre Niémans y Éric Joisneau se dirigieron inmediatamente a la universidad, a la entrada del pueblo. El comisario pidió al teniente que le esperase en la biblioteca, situada en el edificio principal, mientras él visitaba al rector de la facultad, cuyas oficinas ocupaban el último piso del edificio administrativo, a cien metros de distancia.
El policía entró en una vasta construcción de los años setenta, ya renovada, de techo muy alto, donde cada pared lucía un color pastel diferente. En el último piso, en una especie de antesala ocupada por una secretaria y su pequeña oficina, Niémans se presentó y solicitó ver al señor Vincent Luyse.
Esperó varios minutos y pudo contemplar en las paredes fotografías de estudiantes destacados blandiendo copas y medallas a lo largo de pistas de esquí y de impetuosos torrentes.