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Estacionó la berlina a la entrada del callejón que hacía bajada. Las altas viviendas estaban apretadas unas contra otras, preciosas y abrumadoras a la vez, entrecortadas por jardines disimulados tras las tapias cubiertas de cardenillo. El número que buscaba correspondía a un hotelito de piedra tallada que ostentaba una marquesina oblonga. El policía pulsó dos veces un timbre en forma de rombo cuyo botón imitaba una pupila. Debajo, la placa de mármol negro indicaba: «Dr. Edmond Chernecé. Oftalmología. Cirugía ocular».

No hubo respuesta. Niémans bajó los ojos. La cerradura no era un problema, ya metidos en harina. Manipuló con destreza el pestillo y los pasadores y penetró en un pasillo embaldosado de mármol. Unos paneles con flechas indicaban la dirección de la sala de espera, a lo largo del pasillo y a la izquierda, pero el policía se fijó en una puerta tapizada de cuero a su derecha.

La consulta. Hizo girar el pomo y descubrió una habitación larga, de hecho una vasta galería cuyo tejado y paredes estaban enteramente hechos con ladrillos de cristal. Un gorgoteo de agua resonaba en alguna parte de la oscuridad.

Niémans necesitó pocos segundos para distinguir, en el fondo de la sala, una silueta que estaba de pie frente a un fregadero.

– ¿Doctor Chernecé?

El hombre le miró. Niémans se acercó a él. El primer detalle que percibió con precisión fueron las manos, bronceadas y brillantes bajo el chorro de agua. Viejas raíces, salpicadas de manchas marrones, con venas que subían como redes hacia unas muñecas poderosas.

– ¿Quién es usted?

La voz era grave, serena. De baja estatura, pero corpulento, el hombre aparentaba más de sesenta años. Los cabellos blancos brotaban en vigorosos mechones de la frente alta y morena, marcada a su vez por manchas oscuras. Un perfil de acantilado, un torso de dolmen: el hombre parecía un monolito. Una roca misteriosa, tanto más extraña cuanto que el médico vestía solamente una camiseta y un calzoncillo blancos.

– Pierre Niémans, comisario de policía. He llamado pero nadie me ha abierto.

– ¿Cómo ha entrado?

Niémans movió los dedos como un mago de circo.

– Con los medios de que dispongo.

El hombre sonrió con elegancia, sin molestarse por los modales poco delicados del policía. Cerró el largo grifo con el codo y cruzó la sala transparente con los antebrazos levantados, en busca de una toalla. Instrumentos binoculares, microscopios, ilustraciones anatómicas que exhibían globos oculares, ojos desollados, aparecieron en la sombra. En un tono neutro, Chernecé dijo:

– Esta tarde ya ha venido un policía. ¿Qué quiere usted?

Niémans se hallaba a pocos metros de distancia del médico. Comprendió que ahora sólo contemplaba el rasgo fundamental del hombre, el que le habría caracterizado entre miles de otros: los ojos. Chernecé poseía una mirada incolora: iris grises que le prestaban una vigilancia de serpiente. Pupilas parecidas a acuarios minúsculos por donde podían pasar criaturas asesinas, con un caparazón de escamas de hierro. Niémans contestó:

– He venido a formularle algunas preguntas respecto a él.

El hombre sonrió con indulgencia.

– Qué original. ¿Es que ahora los policías investigan a los otros policías?

– ¿A qué hora ha venido?

– Yo diría que hacia las seis de la tarde.

– ¿Tan tarde? ¿Se acuerda de sus preguntas?

– Por supuesto. Me ha interrogado sobre los internos de un instituto situado cerca de Guernon. Un instituto que acoge a niños que sufren problemas oculares, a los que asisto con regularidad.

– ¿Qué le ha preguntado?

Chernecé abrió un armario de paredes de caoba. Cogió una camisa clara, de pliegues amplios, y se deslizó en su interior con algunos gestos ligeros.

– Quería conocer el origen de las afecciones infantiles. Le he explicado que se trataba de enfermedades hereditarias. También deseaba saber si era posible imaginar una causa ajena a estas dolencias, como un envenenamiento o un error de prescripción.

– ¿Qué le ha contestado usted?

– Que era absurdo. Las afecciones genéticas están relacionadas con el aislamiento de esta ciudad, con cierta consanguinidad en las uniones. Los cónyuges están demasiado emparentados, las enfermedades se repiten, las transmite la sangre. Este tipo de fenómeno es conocido en las comunidades aisladas. La región del lago Saint-Jean, en Quebec, por ejemplo, o las comunidades amish en Estados Unidos. También es el caso de Guernon. La gente de este valle no tiene tendencia a emigrar… ¿Por qué buscar otra explicación a tales fenómenos?

Sin la menor incomodidad por la presencia de Niémans, el médico se ponía ahora unos pantalones azul marino. Una tela ligeramente tornasolada. Chernecé era de una elegancia, de un refinamiento raros. El policía continuó:

– ¿Le ha formulado otras preguntas?

– También me ha hablado de trasplantes.

– ¿De trasplantes?

El hombre se abrochaba la camisa.

– Trasplantes oculares, sí. No he comprendido nada de estas preguntas.

– ¿No le ha explicado el contexto del interrogatorio?

– No, Pero le he contestado de buena gana. Quería saber si puede existir un interés en extraer los ojos con vistas a un trasplante de córnea, por ejemplo.

Así pues, Joisneau había pensado en la pista quirúrgica.

– ¿Y qué?

Chernecé se detuvo y se pasó el dorso de la mano por el mentón, para comprobar la dureza de su barba incipiente. Las sombras de los árboles bailaban a través de las paredes de cristal.

– Le he explicado que semejantes operaciones no tienen razón de ser. Hoy en día es muy fácil encontrar córneas de otras personas. Y con los materiales artificiales se han realizado grandes progresos. En cuanto a las retinas, no siempre se sabe conservarlas: en fin, que nada de trasplantes… -El médico emitió una leve sonrisa sarcástica-. Verá, esas historias de tráfico de órganos son más bien fantasías populares.

– ¿ Le ha hecho más preguntas?

– No. Parecía decepcionado.

– ¿Le ha aconsejado acudir a otra parte? ¿Le ha dado otra dirección?

Chernecé emitió una risa afable.

– Vaya, se diría que ha perdido usted a su colega.

– Respóndame. ¿Puede deducir el lugar adonde se ha dirigido después de su visita? ¿Le ha dicho adonde pensaba ir después?

– No. En absoluto. -Su rostro se cerró-. No obstante, me gustaría saber por qué ha venido.

Niémans se sacó del abrigo las fotografías del cadáver de Caillois y las colocó sobre la mesa.

– Se trata de esto.

Chernecé se caló las gafas, encendió una pequeña lámpara sobre un trípode y observó las fotografías. Los párpados abiertos. Las órbitas mutiladas.

– Señor… -murmuró.

Parecía horrorizado, y al mismo tiempo fascinado por lo que veía. Niémans descubrió una colección de estiletes cromados, agrupados en un portaplumas chino, en un extremo de la mesa. Decidió pasar a una nueva serie de preguntas: puesto a interrogar a un especialista, valía más hacerle preguntas de especialista.

– Tengo dos víctimas en este estado. ¿Cree que semejante mutilación puede haber sido realizada por un profesional?

Chernecé alzó la cara. Tenía las facciones moteadas de gotitas de sudor. Guardó silencio durante largos segundos y después inquirió:

– Dios mío, ¿qué quiere decir?

– Hablo de la extirpación de los ojos. Tengo planos de detalle. -Niémans le tendió los negativos ampliados de las llagas oculares-. ¿Reconoce usted aquí los cortes que podría haber hecho un hombre de la profesión? ¿Cortes específicos? El asesino extrajo los ojos protegiendo esmeradamente los párpados: ¿es una práctica corriente? ¿Exige conocimientos anatómicos especializados?