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Chernecé escrutó de nuevo las imágenes.

– ¿Quién ha podido cometer un acto así? ¿Qué clase de… monstruo puede ser? ¿Dónde ha ocurrido esto?

– En los alrededores de Guernon. Doctor, responda a mi pregunta: en su opinión, ¿ha sido un profesional quien ha practicado esta operación?

El oftalmólogo se enderezó.

– Lo siento. No… no puedo decirle nada.

– ¿Qué técnica ha utilizado, a su juicio?

El médico se aproximó a los negativos.

– Creo que deslizó una hoja por debajo de los ojos… cortando los nervios ópticos y los músculos oculomotores, aprovechando la flexibilidad del párpado. Creo que después dio la vuelta al ojo, haciendo palanca con la superficie plana de la hoja. Como con una moneda, ¿comprende?

Niémans se guardó en el bolsillo las fotografías. El médico de cutis bronceado seguía sus menores gestos con la mirada, como si viera todavía las imágenes a través de los tejidos del abrigo. Tenía manchas de sudor en la camisa y en los pliegues del torso.

– Me gustaría formularle una pregunta de orden general -murmuró Niémans-. Tómese tiempo para reflexionar antes de contestarme.

El médico retrocedió. La galería parecía habitada por los reflejos danzantes de los árboles. Indicó al policía que prosiguiera.

– ¿Qué punto en común ve usted entre los ojos y las manos de un hombre? ¿Qué vínculo puede imaginar entre estas dos partes del cuerpo humano?

El oftalmólogo esbozó unos pasos. Recuperaba la calma, su dominio de hombre de ciencia.

– El punto en común es evidente -dijo al fin-. El ojo y la mano constituyen las partes únicas de nuestro cuerpo.

Niémans se estremeció. Desde la revelación de Costes, «sentía» esto, sin poder precisarlo con claridad en su mente. Ahora le tocó el turno de transpirar.

– ¿Qué quiere decir?

– Nuestros iris son únicos. Los millares de fibrillas que los componen constituyen un dibujo que nos es propio. Una marca biológica, cincelada por nuestros genes. El iris constituye una marca tan significativa como las huellas digitales.

»Tal es el punto en común entre los ojos y las manos: son las únicas partes de nuestro cuerpo que llevan una firma biológica. Una firma biométrica, dicen los especialistas. Prive a un cuerpo de sus ojos y de sus manos, y destruirá sus firmas externas. ¿Y quién es un hombre que muere sin estos signos? Nadie. Un muerto anónimo, que ha perdido su identidad profunda. Su alma, tal vez. ¿Quién sabe? En cierto sentido, no se puede imaginar un fin más terrible. Una fosa común de la carne.

Los mosaicos de cristal lanzaban destellos a las pupilas incoloras de Chernecé, reforzando aún más su aspecto traslúcido. La sala entera parecía ahora un iris de cristal. Las ilustraciones anatómicas, la silueta al trasluz, las zarpas de los árboles: cada elemento bailaba como en el fondo de un espejo.

El comisario tuvo una iluminación: pensó en las manos de Caillois, cuyos dedos no llevaban huellas dactilares y que el asesino no había cortado. Sin duda alguna, el asesino se había desinteresado de esas manos precisamente porque eran anónimas.

El asesino robaba las firmas biológicas de sus víctimas.

– Por mi parte -continuó el médico-, pienso incluso que los ojos permiten una identificación todavía más precisa que las huellas digitales. Sus especialistas de la policía deberían tenerlo en cuenta.

– ¿Por qué lo dice?

Chernecé sonrió en la oscuridad. Había recuperado su maestría de profesor.

– Algunos científicos piensan que se puede leer en el fondo del iris no sólo el estado de salud de un hombre sino también toda su historia. Esas pequeñas lentejuelas que brillan en torno a nuestra pupila llevan su propia génesis… ¿No ha oído hablar nunca de los iridólogos?

De una forma inexplicable, Niémans sintió la convicción de que esas palabras aportaban una iluminación transversal a toda la investigación. Aún no veía adónde llevaban, pero presentía que el asesino compartía las convicciones del oftalmólogo. Chernecé prosiguió:

– Es una disciplina que nació a finales del siglo pasado. Un domador de águilas alemán constató un fenómeno singular. Una de sus rapaces se había roto la pata. Entonces el hombre se dio cuenta de que su iris llevaba una marca nueva. Una señal dorada. Como si el accidente hubiese repercutido en el ojo del ave. Estos ecos físicos existen, señor. Estoy seguro. ¿Quién sabe? ¿Y si su asesino hubiera querido borrar, al extraer los ojos de su víctima, la huella de un suceso que se podía leer en el fondo de sus iris?

Niémans retrocedió, haciendo que la sombra del médico se alargase a medida que él se alejaba. Formuló su última pregunta:

– ¿Por qué no contestó al teléfono esta tarde?

– Porque he desconectado la línea -sonrió el médico-. No visito los lunes. Quería consagrar la tarde y la velada a ordenar mi consulta…

Chernecé volvió al armario y sacó una chaqueta. Se la puso con un solo gesto, amplio, preciso. El conjunto era azul oscuro, aéreo y rectilíneo. Agregó, como comprendiendo al final la razón de la visita de Niémans:

– ¿Ha intentado ponerse en contacto conmigo? Lo lamento. Habría podido decirle todo esto por teléfono. Siento mucho haberle hecho perder el tiempo.

El hombre no pensaba ni una palabra de lo que decía. Respiraba egoísmo e indiferencia por todos los poros de su frente bronceada. Incluso ya debía de haber olvidado las órbitas vacías de Rémy Caillois.

Niémans miró los grabados de globos desollados, de vasos sanguíneos que bailaban en el blanco de los ojos, como turnándose con las sombras de los árboles a través de los gruesos cristales del techo y las paredes.

– No he perdido el tiempo -murmuró.

Fuera, una nueva sorpresa esperaba al comisario Niémans. Un hombre parecía aguardar armado de paciencia y apoyado en su berlina, a contraluz de un farol. Era tan alto como él, de tipo magrebí, y llevaba largas trenzas de rasta, un casquete colorado y una perilla de Lucifer.

Un policía con experiencia sabe reconocer a un hombre peligroso cuando se cruza con él. Y este tipo alto y flaco, pese a su postura flemática, pertenecía a esa categoría. Le recordaba a los traficantes que había perseguido tan a menudo bajo el tejido de las noches parisinas. Niémans habría incluso jurado que llevaba un arma de fuego en alguna parte. Se acercó, con la mano cerrada sobre su MR 73, y no creyó lo que estaba viendo: el árabe le sonreía.

– ¿Comisario Niémans? -preguntó cuando el policía estuvo sólo a unos metros.

El beur deslizó la mano bajo la chaqueta. Niémans desenfundó al instante y apuntó.

– ¡No te muevas!

El hombre con cara de esfinge sonrió -mezcla de seguridad e ironía-, henchido de un poderío que Niémans había visto raramente, incluso en los sospechosos más ladinos.

El magrebí dijo con voz tranquila:

– Calma, comisario. Me llamo Karim Abdouf. Soy teniente de policía. El capitán Barnes me ha dicho que le encontraría aquí.

En un segundo, el árabe completó su ademán e hizo aletear a la luz su carné tricolor. Niémans enfundó de nuevo el arma con vacilación, examinando la facha sorprendente del joven inmigrante. Ahora distinguió el centelleo de varios pendientes bajo las trenzas.

– ¿No eres de la brigada de Annecy? -preguntó, incrédulo.

– No. Vengo de Sarzac. En el Lot.

– No lo conozco.

Karim se guardó la tarjeta.

– Estamos muy pocos en el secreto.

Niémans sonrió y escrutó de nuevo al larguirucho.

– ¿Qué clase de poli eres, pues?

La esfinge asestó un papirotazo a la antena de la berlina.

– Soy el poli que le hace falta, comisario.

38

Los dos policías tomaron un café en un pequeño bar de carretera en la N56, ya en el camino de regreso. A lo lejos se distinguían las luces de un control de gendarmes y los reflejos de los automóviles que aminoraban la marcha ante los cordones y balizas giroscópicas.