Niémans meneó la cabeza, como presa de un vértigo.
– ¿Qué vas a decirme ahora como explicación?
– A mi juicio, son remordimientos.
El comisario no se tomó la molestia de contestar. Abdouf se irguió y gritó:
– ¡Todo encaja, por el amor de Dios! No consigo imaginarme a Sophie Caillois en la piel de una verdadera culpable. Pero compartía un secreto con su marido y siempre le apoyó, por amor, por miedo o por cualquier otra razón. No obstante, a escondidas, deposita desde hace años ramos de flores ante la urna de Sylvain Hérault, por respeto a esa familia perseguida por su amigo.
Karim se arrodilló a un paso del comisario principal.
– Niémans -ordenó-, reflexione. El cuerpo de su marido acaba de ser descubierto. Este asesinato firmado «Judith» constituye la venganza evidente de una niña del pasado. Y a pesar de todo eso, la mujer va hoy a depositar flores sobre la tumba de su padre. Estos asesinatos no engendran el odio en el corazón de Sophie Caillois. Refuerzan sus recuerdos. Y sus pesares. Joder, Niémans, estoy seguro de tener razón. Antes de volatilizarse, esta muchacha ha querido rendir un último homenaje a los Hérault.
El poli de cabellos a cepillo no respondió. Sus facciones se habían acentuado hasta el punto de lanzar sombras profundas como grietas. Los segundos se prolongaron. Por fin Karim se levantó y prosiguió con voz ronca:
– Niémans, he leído atentamente su informe de la investigación. En él hay otros indicios, otros detalles que apuntan a Judith Hérault.
El comisario suspiró.
– Te escucho. No sé qué gano con ello, pero te escucho.
El teniente magrebí se puso a andar arriba y abajo de la habitación como una fiera enjaulada.
– En su expediente consta que sólo tiene una certeza sobre el asesino: sus aptitudes de alpinista. Pues bien, ¿cuál era la profesión de Sylvain Hérault? Cristalero. Escalaba las cumbres para arrancar cristales a la piedra. Era un alpinista de excepción. Pasó toda su vida en la ladera de los precipicios, a lo largo de los glaciares. Allí mismo, donde usted encontró los dos primeros cuerpos.
– Como varios centenares de alpinistas veteranos de la región. ¿Es eso todo?
– No. También está el fuego.
– ¿El fuego?
– Me he fijado en un detalle del primer informe de la autopsia. Una observación extraña que me da vueltas en la cabeza desde que la he leído. El cuerpo de Rémy Caillois tenía trazas de quemaduras. Costes ha notado que el asesino había pulverizado gasolina en las llagas de la víctima. Habla de un aerosol comercializado, de un Kárcher.
– ¿Y bien?
– Pues que existe otra explicación. El asesino podría ser un comefuegos que hubiese pulverizado gasolina con su propia boca.
– No te sigo.
– Porque ignora un detalle particular: Judith Hérault sabía escupir fuego. Es increíble, pero es verdad. Conocí al extranjero que le enseñó esta técnica varias semanas antes de su muerte. Una técnica que la fascinaba. Decía que quería usarla como un arma, para proteger a su «mamá».
Niémans se frotaba la nuca.
– ¡Por Dios, Karim, Judith está muerta!
– Hay un último signo, comisario. Más vago todavía, pero que podría encontrar un lugar en este ovillo. En el primer informe de la autopsia, en relación a la técnica de estrangulación, el médico forense escribió: «Hilo metálico. Como un cable de freno o una cuerda de piano». ¿Han matado a Sertys de la misma manera?
El comisario asintió. Karim dijo a continuación:
– Puede no significar nada, pero Fabienne Hérault era pianista. Una virtuosa. Imagine por un instante que sea una cuerda de piano lo que ha matado a las tres víctimas, ¿no se podría ver en ello un vínculo simbólico? ¿Un hilo tendido hacia el pasado?
Pierre Niémans se levantó, esta vez gritando:
– ¿Adonde quieres ir a parar Karim? ¿Qué buscamos? ¿Un fantasma?
Karim se encogió dentro de su chaqueta de cuero, como un chiquillo confuso.
– No lo sé.
Niémans se puso a andar a su vez y preguntó:
– ¿Has pensado en la madre?
– Sí, claro -contestó Karim-. Pero no es ella. -Bajó el tono de voz-. Y otra cosa, comisario. Le he guardado lo mejor para el final. Cuando estaba en casa de los Caillois, el fantasma me ha sorprendido. Un fantasma al que he perseguido pero que se me ha escapado.
– ¿Qué?
Karim esbozó una sonrisa contrita.
– Estoy avergonzado.
– ¿Qué aspecto tenía él? -preguntó enseguida Niémans.
– Qué aspecto tenía ella: era una mujer. He visto sus manos. He oído su respiración. No cabe la menor duda al respecto. Mide alrededor de un metro setenta. Me ha parecido bastante alta y fuerte, pero no es la madre de Judith. La madre es un coloso. Mide más de un metro ochenta y tiene los hombros de un descargador. Varios testimonios coinciden en este punto.
– Entonces, ¿quién?
– No lo sé. Llevaba un impermeable negro, un casco de ciclista, un pasamontañas. Es todo lo que puedo decir.
Niémans se levantó.
– Hay que difundir su descripción.
Karim le agarró del brazo.
– ¿Qué descripción? ¿Un ciclista en la noche? -Karim sonrió-. Tengo algo mejor que eso.
Se sacó del bolsillo la Glock empaquetada en un sobre transparente:
– Sus huellas están aquí.
– ¿Ha empuñado tu pistola?
– Incluso ha vaciado el cargador sobre mi cabeza. Es una asesina original, comisario. Asume una venganza de psicópata pero estoy seguro de que no quiere hacer ningún daño a nadie aparte de sus presas.
Niémans abrió la puerta con violencia.
– Sube al primero. Los muchachos del SRPJ han traído un comparador de huellas. Un CMM flamante, conectado directamente a MORPHO. Pero no saben hacerlo funcionar. Un tipo de la policía científica les ayuda: Patrick Astier. Sube a verle, debe de estar acompañado del médico forense. Esos dos muchachos están conmigo. Te los llevas aparte, se lo explicas y comparas tus huellas con las fichas dactilares de MORPHO.
– ¿Y si las huellas no nos dicen nada?
– Entonces busca a la madre. Su testimonio es capital.
– Hace más de veinte horas que busco a esa buena mujer, Niémans. Se esconde. Y se esconde bien.
– Vuelve a estudiar toda la investigación. Tal vez has pasado por alto algún indicio.
Karim se electrizó:
– No he pasado por alto absolutamente nada.
– Sí, tú mismo me lo has dicho. En tu pueblo, la tumba de la niña está perfectamente bien cuidada. De modo que alguien viene a ocuparse de ella regularmente. ¿Quién? No es Sophie Caillois. Entonces, responde a esta pregunta y encontrarás a la madre.
– He interrogado al guarda. No ha vista nunca…
– Tal vez no viene en persona. Tal vez lo ha delegado en una sociedad de pompas fúnebres, qué sé yo. Encuéntrala, Karim. De todos modos tienes que volver allí para abrir el ataúd.
El poli árabe se estremeció.
– Abrir el…
– Hemos de saber qué buscaban los profanadores. O qué han encontrado. También descubrirás en el féretro las señas del enterrador. -Niémans le lanzó un guiño macabro-. Un ataúd es como un jersey: la marca está en el interior.
Karim tragó saliva. Ante la idea de volver al cementerio de Sarzac, de ir allí de noche para penetrar de nuevo en el panteón, el miedo le debilitaba los miembros. Pero Niémans recapituló, con una voz sin piedad:
– Primero las huellas. Después el cementerio. Tenemos tiempo hasta el amanecer para terminar este asunto. Tú y yo, Karim. Y nadie más. Luego tendremos que volver al redil y dar cuenta de todo.
El otro se levantó el cuello.
– ¿Y usted?
– ¿Yo? Regreso a la fuente de los ríos de color púrpura, hacia la pista de mi pequeño poli, Éric Joisneau. Sólo él había descubierto parte de la verdad.