Выбрать главу

Unos minutos más tarde. Pierre Niémans estaba de pie ante el rector, un hombre de cabellos crespos y nariz achatada, pero de tez muy blanca. El rostro de Vincent Luyse era una curiosa mezcla de rasgos negroides y palidez anémica. En la bochornosa penumbra se filtraban algunos rayos de sol, recortando virutas de luz. El rector ofreció asiento al policía y empezó a frotarse nerviosamente las muñecas.

– ¿Y bien? -preguntó con voz seca.

– ¿Y bien qué?

– ¿Ha descubierto algún indicio?

Niémans estiró las piernas.

– Acabo de llegar, señor rector. Deme tiempo para situarme. Será mejor que responda a mis preguntas.

Luyse se puso rígido. Todo el despacho era de madera ocre, adornado con móviles metálicos que recordaban tallos de flores en un planeta de acero.

– ¿Ha habido ya casos sospechosos en su facultad? -inquirió Niémans en tono tranquilo.

– ¿Sospechosos? En absoluto.

– ¿Ni historias de droga? ¿O de robos? ¿Ninguna pelea?

– No.

– ¿Tampoco hay bandas, clanes? ¿Jóvenes con fantasías?

– No veo adonde quiere ir.

– Pienso, por ejemplo, en los juegos de rol. Ya sabe, esos juegos llenos de ceremonias, de rituales…

– No. Aquí no hay nada de todo eso. Nuestros estudiantes son personas equilibradas.

Niémans guardó silencio. El rector le miró de arriba abajo: cabellos a cepillo, ancho de espaldas, culata del MR 73 asomando por el abrigo. Luyse se pasó la mano por la cara antes de declarar como si intentara convencerse a sí mismo:

– Me han dicho que era usted un excelente policía.

Niémans no añadió nada y miró al rector fijamente. Luyse desvió la vista y continuó:

– Yo sólo deseo una cosa, comisario, y es que descubran al asesino lo antes posible. El curso empezará pronto y…

– De momento, ¿ningún estudiante ha puesto los pies en el campus?

– Sólo algunos internos. Se instalan allí arriba, en la buhardilla del edificio principal. Hay también varios profesores, que preparan sus cursos.

– ¿Puede darme su lista?

– Pero… -vaciló- ningún problema…

– Y Rémy Caillois, ¿cómo era?

– Era un bibliotecario muy discreto. Solitario.

– ¿Le querían los estudiantes?

– Pues claro… Desde luego.

– ¿Dónde vivía? ¿En Guernon?

– Aquí mismo. En el campus. En el primer piso del edificio principal, con su esposa. El piso de los internos.

– Rémy Caillois tenía veinticinco años. En la actualidad, esto es un poco joven para casarse, ¿no?

– Rémy y Sophie Caillois son antiguos estudiantes de nuestra facultad. Creo que antes se conocieron en el colegio del campus, reservado a los hijos de nuestros profesores. Son… eran amigos de infancia.

Niémans se levantó bruscamente:

– Muy bien, señor rector. Muchas gracias.

El comisario se eclipsó enseguida, huyendo del olor a miedo que se respiraba allí.

Libros.

Por doquier, en la gran biblioteca de la universidad se extendían cientos de estantes de libros bajo la luz de los neones. Las estanterías metálicas iluminadas sostenían verdaderas murallas de papel perfectamente ordenadas. Lomos de color oscuro. Cinceladuras de oro o plata. Etiquetas con las siglas de la Universidad de Guernon. En el centro de la sala desierta, mesas plastificadas, separadas en pequeños compartimientos acristalados. Cuando Niémans había entrado en la sala había pensado inmediatamente en un locutorio de prisión.

El ambiente era a la vez luminoso y recogido, espacioso y recoleto.

– Los mejores profesores enseñan en esta universidad -explicó Éric Joisneau-. La flor y nata del sudeste de Francia. Derecho, Economía, Letras, Psicología, Sociología, Física… Y sobre todo Medicina; todas las lumbreras de Isère enseñan aquí y tienen consultorio en el hospitaclass="underline" el CHRU. De hecho, son los edificios antiguos de la facultad. Los locales han sido enteramente renovados. La mitad del departamento viene a curarse aquí y todos los habitantes de las montañas han nacido en esta maternidad.

Niémans le escuchaba con los brazos cruzados, apoyado en una de las mesas de lectura.

– Hablas como un entendido.

Joisneau cogió un libro al azar.

– He seguido mis estudios en esta facultad. Había empezado Derecho… Quería ser abogado.

– ¿Y te has convertido en policía?

El teniente miró a Niémans. Sus ojos brillaban bajo las luces blancas.

– Cuando me licencié, me entró un miedo repentino de aburrirme. Entonces me matriculé en la escuela de inspectores de Toulouse. Me dije que el de poli era un oficio de acción, de riesgo. Un oficio que me reservaría algunas sorpresas…

– ¿Y te ha defraudado?

El teniente devolvió el libro al estante. Su leve sonrisa desapareció.

– Hoy no, en absoluto. Sobre todo, hoy no. -Miró a Niémans de hito en hito-. Ese cuerpo… ¿Cómo se puede hacer una cosa así?

Niémans eludió la pregunta.

– ¿Cómo era el ambiente de la universidad? ¿Algo de particular?

– No. Muchos burguesitos, con la cabeza llena de clisés sobre la vida, sobre la época, sobre las ideas que se debían tener… También hijos de campesinos, de obreros. Aún más idealistas. Y más agresivos. En cualquier caso, entonces todos estábamos citados con el paro.

– ¿No había historias extrañas? ¿Grupúsculos?

– No. Nada. Bueno, sí. Recuerdo que existía una especie de élite en la facultad. Un microcosmos compuesto de los hijos de los profesores de la propia universidad. Algunos eran superdotados. Cada año arramblaban con todos los puestos de honor. Incluso en el terreno deportivo. No nos hacía ninguna gracia.

Niémans recordó los retratos de campeones en la antesala de la oficina de Luyse. Preguntó:

– ¿Forman esos alumnos un clan aparte? ¿Podrían haberse unido en torno a un proyecto absurdo?

Joisneau soltó una carcajada.

– ¿En qué piensa? ¿En una especie de… conspiración?

Esta vez le tocó el turno a Niémans de levantarse y recorrer las estanterías.

– En una facultad, el bibliotecario está en el centro de todas las miradas. Es un blanco ideal. Imagínate a un grupo de estudiantes entregados a no sé qué delirio. Un sacrificio, un ritual… En el momento de elegir a su víctima, podrían haber pensado, con toda naturalidad, en Caillois.

– Olvídese entonces de los superdotados de que le he hablado. Están demasiado ocupados en superar a todo el mundo en los exámenes para mezclarse con cualquier otra cosa.

Niémans se deslizó entre las estanterías de libros, marrones y dorados. Joisneau le pisó los talones.

– Un bibliotecario -prosiguió- es también el que presta los libros… El que sabe qué lee cada uno, qué estudia… Tal vez sabía algo que no debía saber.

– No se mata a alguien de esta manera sólo por… ¿Y qué secreto quiere que escondan los estudiantes tras sus lecturas?

Niémans se volvió bruscamente,

– No lo sé. Desconfío de los intelectuales.

– ¿Tiene ya una idea? ¿Una sospecha?

– Al contrario. De momento, todo es posible. Una riña. Una venganza. Una historia de intelectuales. O de homosexuales. O, sencillamente, un vagabundo, un maníaco que encontró a Caillois por azar en la montaña.

El comisario propinó un manotazo al lomo de las obras.

– Mira, no soy un sectario. Pero vamos a empezar por aquí. Pasando por el tamiz los viejos libracos que puedan tener una relación con el asesinato.

– ¿Qué tipo de relación?

Niémans atravesó de nuevo el pasillo de libros y salió a la gran sala. Se encaminó hacia la oficina del bibliotecario, situada en el otro extremo, sobre un estrado que dominaba las mesas de lectura. Un ordenador ocupaba el centro del pupitre, cuadernos de espiral estaban colocados en los cajones. Niémans dio unos golpecitos contra la pantalla negra.