– ¿Había?
El rostro de Niémans se desencajó.
– Lo mató Chernecé, antes de que lo matara nuestro asesino… o asesina. Encontré su cuerpo en una fosa química, en el fondo del sótano del médico. Chernecé, Caillois y Sertys eran basura, Karim. Ahora tengo esa certeza. Y creo que Joisneau había descubierto una pista que iba en ese sentido. Eso le costó la vida. Descubre la identidad del asesino. Yo descubriré su móvil. Descubre quién se esconde detrás del cadáver de Judith. Yo descubriré el significado de los ríos de color púrpura.
Los dos hombres se precipitaron hacia el pasillo, sin dirigir una sola mirada a los otros gendarmes.
45
– Colgados, muchachos. Estamos colgados.
– De todos modos, no tenemos ni la sombra de una huella, así que…
En el umbral de una habitación pequeña del primer piso, varios polis miraban fijamente, con aire desanimado, un ordenador rematado por una lupa móvil y conectado a un escáner por una red de cables.
En el interior del recinto, sentado ante la pantalla y con los ojos abiertos de par en par, un rubio muy alto se esforzaba en ajustar los parámetros de un programa. Karim se informó: era Patrick Astier en persona. A su lado, de pie, estaba Marc Costes, un tipo moreno, encorvado, apagado tras unas grandes gafas.
Los polis salían del lugar abriéndose paso a codazos y farfullando algunas reflexiones filosóficas sobre la falta de fiabilidad de las nuevas tecnologías. No dirigieron ni una sola mirada a Karim.
Este se acercó y se presentó raudo a Costes y Astier. Tras unas pocas palabras, los tres interlocutores comprendieron que estaban en la misma longitud de onda. Jóvenes y apasionados, daban la espalda a su propio miedo para concentrarse en la investigación. Cuando el poli árabe les hubo explicado con precisión el asunto que le traía, Astier no pudo reprimir su excitación. Exclamó:
– Mierda. Las huellas del asesino, ¡bingo! Vamos a someterlas enseguida al CMM.
Karim se sorprendió:
– ¿Funciona?
El ingeniero sonrió. Una fina grieta en la porcelana del rostro.
– Claro que funciona. -Señaló a los OPJ, ya ocupados en otra parte-. Son ellos los que no funcionan demasiado bien…
Con algunos gestos rápidos, Astier abrió uno de los maletines niquelados que Karim había visto al entrar en un rincón de la habitación. Equipos de toma de huellas latentes y vaciados de rastros. El ingeniero sacó un pincel magnético. Se puso los guantes de látex y mojó el instrumento imantado en un contenedor de polvo de óxido de hierro. Enseguida, las ínfimas partículas se agruparon en una pequeña bola rosa en el extremo de la punta magnética.
Astier cogió la Glock y rozó la culata con el pincel. Pegó luego sobre el arma una película adhesiva que encoló a su vez a un soporte de cartón. Entonces aparecieron las crestas digitales plateadas, brillantes bajo la película traslúcida.
– Soberbias -murmuró Astier.
Deslizó la ficha dactilar en el escáner y luego se sentó de nuevo ante la pantalla. Apartó la lupa rectangular y pulsó con rapidez sobre el teclado. Casi al instante, las tramas digitales aparecieron en el monitor. Astier comentó:
– Las huellas son de excelente calidad. Tenemos veintiún puntos que numerar: el máximo…
Signos de un rojo granate, unidos entre sí por líneas oblicuas, iban apareciendo en sobreimpresión en las crestas digitales, coincidiendo con pequeños bips sonoros. Astier prosiguió, como para sus adentros:
– Veamos lo que nos dice MORPHO.
Era la primera vez que Karim contemplaba el sistema en acción. En un tono doctoral, Astier aportaba sus comentarios: MORPHO era un inmenso registro informático que conservaba las huellas de los criminales de la mayoría de países europeos. Por módem, el programa era capaz de comparar cualquier huella nueva casi en tiempo real. Los discos duros zumbaban.
Por fin el ordenador entregó su respuesta: negativa. Las huellas de la «sombra» no correspondían a ningún surco del fichero de los delincuentes comunes. Karim se enderezó y suspiró. Ya esperaba esta conclusión: el sospechoso no pertenecía a la corporación de criminales ordinarios.
De pronto, el poli tuvo otra idea. Un comodín. Se sacó de la chaqueta de cuero la ficha acartonada que llevaba las huellas dactilares de Judith Hérault, tomadas justo después de su accidente de coche, catorce años atrás. Se dirigió a Astier:
– ¿Puedes pasar también estas huellas por el escáner y compararlas?
Astier dio media vuelta sobre su asiento y cogió la ficha.
– Ningún problema.
El ingeniero se mantenía tan tieso que parecía haberse tragado un fluorescente. Echó una breve ojeada a los nuevos dermatoglifos. Reflexionó unos segundos y luego alzó los ojos azules hacia Karim.
– ¿De dónde has sacado estas huellas?
– De una gasolinera de autopista. Son las de una niña, muerta en un accidente de coche en 1982. Nunca se sabe. Un parecido o…
El científico le interrumpió:
– Me asombraría mucho que estuviera muerta.
– ¿Qué?
Astier deslizó la ficha bajo la pantalla lupa. Los surcos cincelados aparecieron en transparencia, irisados y ampliados a una escala exponencial.
– No necesito analizar estas huellas para decirte que son las mismas de la culata de tu arma. Las mismas crestas subdigitales transversales. El mismo torbellino, justo debajo de las crestas.
Karim estaba atónito. Patrick Astier acercó la lupa móvil a la pantalla del ordenador, a fin de que los dos dermatoglifos estuvieran de lado.
– Las mismas huellas -repitió-, a dos edades diferentes. Tu ficha lleva las del niño, la culata, las del adulto.
Karim miraba fijamente las dos imágenes y se persuadía de lo imposible.
Judith Hérault había muerto en 1982, entre la chatarra de un coche destrozado.
Judith Hérault, vestida con un impermeable y un casco de ciclista, acababa de vaciar un cargador de Glock sobre su cabeza.
Judith Hérault estaba a la vez muerta y viva.
46
Ya era hora de tomar contacto con los viejos hermanos del pasado. Fabrice Mosset. Virtuoso de la policía científica de París. Especialista en dactiloscopia a quien Karim había conocido en un caso complicado durante su estancia en el comisariado del distrito XIV, avenida del Maine. Un superdotado que pretendía saber reconocer a gemelos sólo observando sus huellas digitales. Un método que, según él, era tan fiable como el de las huellas genéticas.
– ¿Mosset? Soy Abdouf. Karim Abdouf.
– ¿Cómo estás? ¿Todavía en tu agujero?
La voz era cantarina. A años luz de la pesadilla.
– Todavía -murmuró Karim-. Salvo que ahora viajo, de agujero en agujero.
El técnico se echó a reír.
– ¿Como los topos?
– Como los topos. Mosset, te planteo un problema, al parecer insoluble. Tú me das tu opinión no oficial. Y al momento, ¿vale?
– ¿Estás metido en una investigación? No hay problema. Te escucho.
– Tengo unas huellas digitales idénticas. Por un lado, las de una niña muerta hace catorce años. Por el otro, las de una sospechosa desconocida, que datan de hoy mismo. ¿Qué me dices?
– ¿Estás seguro de que la niña murió?
– Segurísimo. He interrogado al hombre que tuvo en sus brazos el cadáver encima del entintador.
– Entonces te digo: error de protocolo. Tú o tus colegas habéis hecho una manipulación falsa en la toma de huellas en el lugar del crimen. Es imposible que dos personas distintas posean las mismas huellas digitales. Im-po-si-ble.
– ¿No puede tratarse de miembros de una misma familia? ¿De gemelos? Me acuerdo de tu programa y…
– Sólo las huellas de mellizos homocigóticos muestran puntos de semejanza. Y las leyes genéticas son infinitamente complejas: existen miles de parámetros que influyen en el dibujo final de los surcos dactilares. Haría falta un cúmulo de casualidades para que los dibujos se parezcan hasta el punto de…