Выбрать главу

Volvía a estar solo en la carretera.

Ahora seguía a toda velocidad el trazado del asfalto, sinuoso, confuso, atravesando las agujas de lluvia, horadando bóvedas de coníferas. ¿Qué había sucedido? ¿Quién le había atacado? ¿Y por qué? ¿Qué sabía ahora que pudiera costarle la vida? El asalto había sido tan rápido que el policía ni siquiera había logrado distinguir la silueta que iba al volante del vehículo.

Al final de una curva, Niémans divisó la carretera suspendida de la Jasse: seis kilómetros de puente de hormigón, en equilibrio sobre pilotes de más de cien metros de altura. No se hallaba, pues, a más de diez kilómetros de Guernon, el redil.

El policía aceleró otra vez.

Ya se internaba en la pasarela cuando un fulgor blanco le cegó, inundando súbitamente su cristal posterior. Unos faros largos. El 4X4 estaba de nuevo sobre su parachoques. Niémans bajó el retrovisor que le deslumbraba y fijó la vista en la carretera de hormigón, suspendida en la noche. Pensó con claridad: «No puedo morir. Así no». Y pisó a fondo el pedal del acelerador.

Los faros seguían estando detrás de él. Encorvado sobre el volante, miraba exclusivamente los raíles de seguridad que brillaban bajo sus propios faros, abrazando la carretera en una especie de beso salvaje, de halo susurrante que estallaba entre los vapores del agua.

Metros ganados al tiempo.

Segundos robados a la tierra.

Niémans tuvo una idea extraña, una especie de convicción inexplicable: mientras circulara por ese puente, mientras volara en medio de la tormenta, no le ocurriría nada. Estaba vivo. Era ligero. Invulnerable.

El impacto le bloqueó la respiración.

La cabeza, como lanzada por una honda, chocó contra el parabrisas. El retrovisor voló en mil pedazos. Su mango desgarró como un gancho la sien de Niémans. El poli se arqueó, gruñendo, con las manos entrelazadas sobre la cabeza. Sintió que su coche salía despedido hacia la izquierda, después hacia la derecha, daba otra vuelta… La sangre le inundaba la mitad de la cara.

Un nuevo sobresalto y de pronto el bofetón acerado de la lluvia. La frescura sin límites de la noche.

Hubo un silencio. Negrura. Unos segundos.

Cuando Niémans abrió los ojos, no podía creer lo que veía: el cielo y relámpagos, del revés. Volaba, solo, bajo el viento y la lluvia.

AI chocar contra el parapeto, su coche lo había expulsado y catapultado al vacío, por encima del puente. Estaba zambulléndose lentamente, en silencio, agitando suavemente los brazos y las piernas, interrogándose, de un modo absurdo, sobre la última sensación que le provocaría la muerte.

Un desencadenamiento de dolores le respondió al instante. Látigos de agujas. Ramas crujientes. Y su carne estallando en mil chispas de dolor a través de los abetos y los alerces…

Hubo dos choques, casi simultáneos.

Primero su propio contacto con el suelo, amortiguado por las ramas innumerables de los árboles. Después un estrépito de apocalipsis. Un impacto tremendo. Como si una enorme tapadera se hubiese abatido de repente sobre su cuerpo. El instante explotó en un caos de sensaciones contradictorias. Mordiscos de frío. Quemaduras de vapor. Agua. Piedra. Tinieblas.

Pasó un tiempo. Un eclipse.

Niémans volvió a abrir los ojos. Detrás de sus párpados le acogieron otros párpados, los de la oscuridad, los del bosque. Poco a poco, como una resaca de ultratumba, recobró la lucidez. Sacó progresivamente esta conclusión del fondo de su espíritu: vivo, estaba vivo.

Reunió varios jirones de conciencia y reconstruyó lo sucedido.

Había caído a través de los árboles y, por casualidad, había ido a parar a un tramo de desagüe lleno de agua de lluvia al pie de uno de los pilotes. Con el mismo ímpetu, siguiendo exactamente la misma trayectoria, su propio coche había volcado en la pasarela y caído como un enorme tanque de asalto justo encima de él. Sin acertarle: el chasis de la berlina, demasiado grande, había quedado bloqueado en los rebordes de la canalización.

Un milagro.

Niémans cerró los ojos. Múltiples heridas torturaban su cuerpo, pero una sensación más ardiente -una fluidez de fuego- palpitaba en la zona de su sien derecha. El oficial adivinó que el mango del retrovisor le había rasgado la carne en profundidad, encima de la oreja. En cambio, presentía que su cuerpo había sufrido relativamente poco en la caída.

Con el mentón pegado al torso, miró hacia arriba y vio la rejilla del radiador humeante de su coche. Estaba aprisionado bajo un techo de chapa, todavía candente, en el hueco de un sarcófago de cemento. Movió la cabeza de derecha a izquierda y se dio cuenta de que un trozo de parachoques le retenía en el conducto.

Con un esfuerzo desesperado, el policía hizo un movimiento lateral. Los dolores que hormigueaban a lo largo de su cuerpo trabajaban ahora a su favor: se anulaban mutuamente, sumiendo su carne en una especie de indiferencia mortificada.

Logró deslizarse bajo el parachoques y salir de su ataúd. Una vez liberados los brazos, se llevó enseguida la mano a la sien y sintió un flujo espeso que fluía de la carne abierta. Gimió al notar el dulce calor de la sangre fluyendo entre sus dedos doloridos. Pensó en un pico de pájaro cazado con liga, vomitando fuel, y se le llenaron los ojos de lágrimas.

Se enderezó, apoyando un brazo en el reborde del conducto y rodó por el suelo mientras a través de su conciencia vacilante le atenazaba otro pensamiento.

El asesino volvería. Para rematarlo.

Agarrándose a la carrocería, consiguió ponerse de pie. De un puñetazo, abrió el maletero abollado y cogió su escopeta de aire comprimido, así como un puñado de cartuchos desperdigados en el interior. Sujetando el arma bajo el brazo izquierdo -mantenía esta mano sobre la herida-, consiguió cargar con la mano derecha la cámara del fusil. Realizaba estas maniobras a tientas, sin ver prácticamente nada: había perdido las gafas y la noche era de una profundidad tenebrosa.

Con el rostro embadurnado de sangre y lodo y todo el cuerpo dolorido, el comisario se volvió y barrió el espacio con su arma. Ningún ruido. Ningún movimiento. Le asaltó un vértigo. Se deslizó a lo largo del coche y al final cayó de nuevo en el tramo de cemento. Esta vez sintió la mordedura del agua fría y se despertó. Ya se tambaleaba contra las paredes de cemento, en dirección a un río.

Después de todo, ¿por qué no?

Apretó el fusil contra su torso y se dejó llevar hacia aguas más amplias, como un faraón en ruta hacia el río de los muertos.

49

Niémans flotó mucho rato al hilo de la corriente. Con los ojos abiertos, percibía, a través de los huecos entre el follaje, los retazos mates del cielo sin estrellas. A izquierda y derecha veía desmoronamientos de arcilla roja, acumulaciones de ramas y raíces que formaban un manglar inextricable.

Pronto el arroyo creció, ganó en fuerza y en rumores. El hombre se dejaba llevar con la cabeza echada hacia atrás. El agua helada provocaba una vasoconstricción en su sien, impidiendo que perdiera demasiada sangre. Ahora esperaba que, siguiendo los meandros, el curso del agua le llevase hacia Guernon y su universidad.

No tardó en comprender que su esperanza era vana. Aquel río era un callejón sin salida: no descendía hacia el campus. El afluente describía eses cada vez más cerradas en el interior mismo del bosque, y perdía de nuevo su fuerza y su ímpetu.

La corriente se inmovilizó.

Niémans nadó hasta la orilla y salió, jadeando, de las olas. El agua estaba tan cargada de partículas, era tan pesada por los limos, que no desprendía ningún reflejo. Se dejó caer contra la tierra empapada, tapizada de hojas muertas. Las ventanillas de la nariz se le llenaron de restos fétidos, ese olor característico, ligeramente ahumado, de la tierra íntima, mezclada con fibras y ramillas, humus e insectos.