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– ¿Vive sola aquí?

Fanny limpiaba la llaga con pequeños golpes enérgicos. El policía apenas sentía el picor bajo el efecto creciente del analgésico. Ella volvió a sonreír:

– Usted no deja escapar ni una.

– Dis… discúlpeme… ¿Soy indiscreto?

Fanny se concentraba en su trabajo, muy cerca de él. Le murmuró al oído:

– Vivo sola. No tengo novio, si se refiere a eso.

– Yo… Pero… ¿por qué en la facultad?

– Estoy cerca de las clases, de la biblioteca…

Niémans volvió la cabeza. Ella se la puso enseguida en la misma orientación, con un gruñido. El policía dijo, con la cara inclinada:

– Es verdad, ahora me acuerdo… La diplomada más joven de Francia. Hija y nieta de profesores eméritos. De modo que usted pertenece a esos niños que…

Fanny le cortó en seco:

– ¿Qué niños?

Niémans se volvió ligeramente:

– No… Quiero decir… los superdotados del campus, que también son campeones…

El rostro de la joven se endureció. Su voz reveló una desconfianza brutaclass="underline"

– ¿Qué busca usted?

El policía no contestó, a pesar de su furioso deseo de interrogar a Fanny sobre sus orígenes. Pero, ¿se pregunta a una mujer de dónde ha sacado su fuerza genética, dónde se encuentra la fuente de sus cromosomas? Fue su interlocutora quien continuó:

– Comisario, no sé por qué, en su estado, se ha empeñado en venir a mi casa. Pero si tiene preguntas concretas, formúlelas.

El tono de la orden era mordaz. Niémans ya no sentía ningún dolor pero habría preferido la mordedura de la herida a la de esta voz. Sonrió, confuso:

– Sólo quería hablarle de la revista de la facultad, para la que escribe…

– ¿Tempo?

– Sí, ésa.

– ¿Y bien?

Niémans hizo una pausa. Fanny puso las compresas en una de las bolsas plastificadas y colocó una venda en torno a la cabeza de Niémans. El policía prosiguió, sintiendo aumentar la presión alrededor de su cráneo:

– Me preguntaba si usted había redactado un artículo sobre un hecho extraño, ocurrido en los sótanos del hospital el pasado julio…

– ¿Qué hecho?

– Se encontraron unas fichas de nacimiento en los casilleros de Etienne Caillois, el padre de Rémy.

Fanny adoptó un tono indiferente.

– Ah, esa historia…

– ¿Redactó usted un artículo?

– Algunas líneas, creo, sí.

– ¿Por qué no me ha hablado de ello?

– ¿Quiere decir… que podría haber una relación entre esta historia y los asesinatos?

Niémans levantó la voz, enderezando la cabeza:

– ¿Por qué no me ha hablado de ese hurto?

Fanny puntuó su respuesta con un vago movimiento de hombros; todavía estaba colocando el vendaje sobre las sienes del policía.

– Nada prueba que fuera realmente un hurto… Con esos archivos en pleno desorden, todo se puede perder y recuperar. ¿Tan importante es?

– ¿Vio personalmente esas fichas?

– Sí, fui a los archivos donde están almacenadas las cajas de cartón.

– ¿No observó nada curioso en esos documentos? -inquirió el comisario.

– ¿Qué, por ejemplo?

– No sé. ¿No los comparó con los historiales originales?

Fanny retrocedió. La venda ya estaba puesta.

– Eran sólo hojas sueltas, garabateadas por enfermeras. Nada del otro jueves.

– ¿Cuántas había?

– Varios centenares. No veo por qué usted…

– En su artículo, ¿citaba los nombres de las fichas, de las familias implicadas?

– Sólo redacté unas líneas, ya se lo he dicho.

– ¿Puedo ver su artículo?

– No los guardo nunca.

Permanecía con los brazos cruzados, rígida, inclinada. Niémans prosiguió:

– ¿Cree que ciertas personas han podido ir a consultar esas fichas? ¿Personas susceptibles de encontrar su nombre o el de sus padres en esos documentos?

– Ya le he dicho que no cité ningún nombre.

– ¿Lo cree posible? ¿Que alguna persona haya bajado allí?

– No lo creo, no. Ahora todo está bajo llave… Pero, ¿qué importancia, qué relación tiene esto con su investigación?

Niémans no contestó enseguida. Evitando mirar a Fanny, atacó con una nueva pregunta, que se parecía más bien a un golpe bajo:

– ¿Y usted consultó esas fichas con detalle?

El silencio por toda respuesta. El policía levantó los ojos: Fanny no había cambiado de lugar, pero le pareció de repente muy lejana. Al final, respondió.

– Ya le he dicho que sí. ¿Qué quiere saber?

Niémans vaciló un instante, y luego:

– Quiero saber si encontró en esas fichas el nombre de sus padres. O de sus abuelos.

– No, no encontré nada. ¿Por qué esa pregunta?

El comisario se levantó sin contestar. Ahora estaban ambos de pie, enemigos, como dos polos invertidos. Niémans vislumbró su cabeza vendada en un espejo del extremo de la habitación. Se volvió hacia la joven y murmuró, en tono contrito:

– Gracias. Y discúlpeme por mis preguntas.

Agarró su abrigo y articuló:

– Por increíble que pueda parecer, pienso que esas fichas han costado la vida a uno de los policías que trabajaban en esta investigación. Un joven teniente que debutaba con este caso. Quería estudiar esos papeles. Y creo que lo han matado para impedírselo.

– Es ridículo.

– Ya lo veremos. Iré a los archivos a comparar las fichas y los historiales.

Se ponía el abrigo empapado cuando la joven le detuvo:

– ¡No irá a ponerse otra vez esos horribles andrajos! Espere.

Fanny salió y reapareció a los pocos segundos con los brazos cargados con una sudadera, un jersey, una chaqueta forrada de fibra polar y unas polainas impermeables.

– Esto no es de su talla -precisó-, pero al menos está seco y caliente. Y, sobre todo, póngase esto…

Con un solo gesto le encajó sobre el cráneo vendado una capucha de poliéster, cuyos bordes levantó por encima de las orejas. Niémans, sorprendido al principio, puso enseguida unos ojos cómicos. Prorrumpieron en una carcajada, al unísono.

Por un breve instante, su complicidad volvió, como arrancada al tejido de las tinieblas. Pero el policía dijo con voz grave:

– Debo partir. Continuar la investigación. Ir a los archivos.

Niémans no tuvo tiempo de reaccionar. Fanny, con un solo gesto, le enlazó y le besó. Se quedó bruscamente rígido. Un calor le inundó de nuevo. No sabía si eran las fiebres que volvían a atacarle o la dulzura de esa pequeña lengua que se insinuaba entre sus labios, irradiándole como una brasa. Cerró los ojos y murmuró:

– La investigación. Debo continuar la investigación.

Pero ya tenía los dos hombros pegados al suelo.

X

51

Karim arrancó el cordón que prohibía el paso y se arrodilló cerca de la puerta del panteón, todavía entornada. Se calzó los guantes, deslizó los dedos en la grieta y tiró con violencia. La pared se apartó. Sin vacilar, el poli encendió su linterna y se coló en el sepulcro. Encorvado bajo el nicho, descendió los peldaños. El haz de luz rebotó contra una superficie de agua negra: un verdadero estanque. La lluvia se había filtrado por la puerta y llenado la tumba hasta media altura.

Se dijo: «No hay otra elección». Contuvo la respiración y entró en el agua. Sosteniendo la linterna con la mano izquierda, avanzó iniciando algunas brazadas. La luz halógena cortaba la oscuridad. A medida que Karim se internaba en el panteón, los gorgoteos de la lluvia descendían hasta las tumbas y los olores de moho y turba se intensificaban. Con el rostro vuelto hacia el techo, el poli escupía y chapoteaba, acorralado entre el agua y la bóveda.

De improviso, se golpeó la cabeza con el ataúd. Gritó, presa de pánico, y luego dio media vuelta, moderando sus movimientos, esforzándose en calmarse. Miró entonces la pequeña sepultura, que se bamboleaba en el agua como un esquife.