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– Aquí dentro debe de haber la lista de todos los libros consultados, prestados cada día. Quiero que pongas a trabajar a unos cuantos OPJ. Los más literarios que puedas encontrar, si existen. Pide también ayuda a los internos. Quiero que incluyan todos los libros que hablan del mal, de la violencia, de la tortura y también de sacrificios e inmolaciones religiosas. Que busquen, por ejemplo, en los libros de etnología. También quiero que anoten los nombres de los estudiantes que han consultado a menudo esta clase de obras. Y que encuentren la tesis de Caillois.

– ¿Y… yo?

– Tú interroga a los internos. De uno en uno. Viven aquí noche y día, deben conocer a fondo la universidad. Las costumbres, el estado de ánimo, los chicos originales… Quiero saber cómo consideraban los demás a Caillois. También quiero que me informes sobre sus paseos por la montaña. Encuentra a sus compañeros de excursión. Descubre quién conocía sus excursiones. Quién habría podido encontrarse con él allí arriba…

Joisneau lanzó una mirada escéptica al comisario. Niémans se acercó a él y ahora le habló en voz baja:

– Voy a decirte qué tenemos. Tenemos un asesinato extravagante, un cadáver pálido, liso, acurrucado, que exhibe las señales de un sufrimiento sin límites. Una historia que apesta a locura a cien kilómetros de distancia. De momento, es nuestro secreto. Disponemos de algunas horas, espero que un poco más, para resolver el asunto. Después, los medios de comunicación se entrometerán, las presiones comenzarán y se desencadenarán las pasiones. Concéntrate. Sumérgete en la pesadilla. Da lo mejor de ti mismo. Así es como descubriremos el rostro del mal.

El teniente parecía asustado.

– ¿Cree usted de verdad que en unas pocas horas podremos…?

– ¿Quieres trabajar conmigo, sí o no? -le cortó Niémans-. Entonces voy a explicarte mi manera de ver las cosas. Cuando se ha cometido un asesinato, hay que considerar cada elemento relativo al mismo como un espejo. El cuerpo de la víctima, la gente que la conoce, el lugar del crimen… Todo esto refleja una verdad, un aspecto particular del delito, ¿comprendes? -Golpeó la pantalla del ordenador-. Esta pantalla, por ejemplo. Cuando esté encendida, se convertirá en el espejo de la vida cotidiana de Rémy Caillois. El espejo de su actividad diaria, de sus propios pensamientos. Aquí dentro hay detalles, reflejos que pueden interesarnos. Es preciso sumergirnos en su interior. Pasar al otro lado.

Se irguió y abrió los brazos.

– ¡Estamos en un palacio de espejos, Joisneau, en un laberinto de reflejos! Por tanto, mira bien. Míralo todo. Porque en alguna parte, a lo largo de estos espejos, en un ángulo muerto, está el asesino.

Joisneau se quedó con la boca abierta.

– Para ser un hombre de acción, le encuentro más bien cerebral…

El comisario le golpeó el tórax con el dorso de la mano.

– Esto no es filosofía, Joisneau. Es la práctica.

– ¿Y usted? ¿A quién… a quién va a interrogar?

– ¿Yo? Voy a interrogar a nuestra testigo, Fanny Ferreira. Y también a Sophie Caillois, la mujer de la víctima.

Niémans guiñó el ojo.

– Las chicas, Joisneau. La práctica.

5

Bajo el cielo sombrío, la carretera asfaltada culebreaba a través del campus y comunicaba entre sí a todos los edificios grisáceos, de ventanas azules y herrumbrosas. Niémans circulaba al paso -se había procurado un plano de la universidad- y seguía el camino de un gimnasio aislado. Llegó a un nuevo edificio de hormigón estriado que se parecía más a un bunker que a un pabellón deportivo. Se apeó del coche y respiró a fondo. Caía una lluvia fina y grácil.

Escrutó el campus y los edificios desperdigados en varios centenares de metros. Sus padres también habían sido profesores, pero en pequeños colegios de las afueras de Lyon. No se acordaba de nada, o de casi nada. El abrigo familiar le había parecido muy pronto una debilidad, una mentira. Había presentido muy pronto que debería luchar en solitario y que, por consiguiente, cuanto antes empezara, mejor. A la edad de trece años pidió estudiar interno. No se atrevieron a negarle ese destierro voluntario, pero aún se acordaba de los sollozos de su madre detrás del tabique de su habitación: era un sonido en su cabeza, y al mismo tiempo una sensación física, algo húmedo y caliente sobre su piel. Había huido a escape.

Cuatro años de internado. Cuatro años de soledad y de entrenamiento físico, paralelamente a los cursos. Todas sus esperanzas se centraban entonces en un solo objetivo, una sola fecha: el ejército. A los diecisiete años, Pierre Niémans, brillante bachiller, esperó los tres días reglamentarios y solicitó el ingreso en la escuela de oficiales. Cuando el médico militar le anunció que había sido rechazado y le explicó la razón del veredicto, el joven Niémans lo comprendió. Sus angustias eran tan manifiestas que le habían traicionado hasta lo más profundo de su ambición. Supo que su destino sería siempre ese largo corredor monótono, tapizado de sangre, con unos perros, al fondo, aullando en las tinieblas…

Otros adolescentes habrían abandonado, escuchado dócilmente el juicio de los psiquiatras. Pero no Pierre Niémans. Se obstinó, reanudó sus actividades físicas, redobló la rabia y la voluntad. El joven Pierre no sería nunca militar. Escogería, pues, otro combate: el de las calles, la lucha anónima contra el mal cotidiano. Emplearía sus fuerzas, su alma, en una guerra sin gloria ni bandera, pero que asumiría hasta el final. Niémans sería policía. Con ese propósito se entrenó durante largos meses para superar las pruebas psíquicas. Después ingresó en la escuela de policía de Cannes-Écluse. Inició entonces la era de la violencia: entrenamiento de tiro, resultados de excepción. Niémans no dejaba de mejorar, de fortalecerse. Se convirtió en un policía fuera de serie. Tenaz, violento, resabiado.

Fue destinado al principio a comisarías de barrio y después fue tirador de élite en la brigada que se convertiría en la BRI (Brigada de Investigación e Intervención). Pasó a operaciones especiales. Mató a su primer hombre. En ese instante hizo un pacto consigo mismo y consideró por última vez su propia maldición. No, no sería nunca un soldado ambicioso, un oficial valiente. Pero sería un combatiente de las ciudades, inquieto, obstinado, que ahogaría sus propios temores en la violencia y la rabia del asfalto.

Niémans respiró a fondo el oxígeno de la montaña. Pensó en su madre, muerta hacía años. Pensó en el tiempo pasado, que había adquirido el aspecto de un escarpado acantilado, y en los recuerdos, que se habían agrietado y desvanecido después, batiéndose en retirada frente al olvido.

Bruscamente, Niémans percibió un pequeño trote, como en un sueño. El perro era todo músculos, su corto pelaje brillaba bajo la llovizna. Sus ojos, dos bolas de laca oscura, miraban fijamente al policía. Se acercaba, meneando las ancas. El oficial se inmovilizó. El perro siguió aproximándose. Su hocico húmedo temblaba. De repente, se puso a gruñir. Sus ojos centellearon. Había sentido miedo. El miedo que emanaba del hombre.

Niémans estaba petrificado.

Una fuerza incontenible parecía golpearle los miembros. La sangre se le escapaba por un sifón invisible en alguna parte de su vientre. El perro ladró, y levantó el hocico. Niémans conocía el proceso. El miedo producía moléculas olfativas que el perro sentía y que desencadenaban en él temor y hostilidad. El miedo engendraba miedo. El perro ladró y después carraspeó e hizo crujir los dientes. El policía desenfundó el arma.

– ¡Clarisse! ¡Clarisse! ¡Vuelve, Clarisse!

Niémans salió del paréntesis de inmovilidad. Divisó, tras un velo rojo, a un hombre gris con jersey de camionero. Se acercó a pasos rápidos.

– ¿Está loco o qué?

Niémans masculló:

– Policía. Lárguese y llévese a su fiera.