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Se llevó el botín y salió a escape de la sala de archivos.

Escondió la caja en el maletero de su nuevo coche -un Peugeot azul de gendarme- y volvió al recinto del hospital, para ir al servicio de maternidad.

A las cuatro y media de la madrugada, el lugar parecía adormecido en el silencio y el sueño, a pesar de los neones deslumbrantes que se reflejaban en el suelo. Pasó con rapidez, se cruzó con enfermeras, comadronas, todas vestidas con batas pálidas, cofias y zapatillas de papel. Varias de entre ellas intentaron detener a Niémans, que no llevaba ropa esterilizada. Pero su carné tricolor y su aire hermético atajaron cualquier comentario.

Por fin encontró a un especialista en obstetricia que salía del quirófano en aquel momento. El hombre llevaba en la cara todo el cansancio del mundo. Niémans se presentó brevemente y formuló su pregunta: sólo tenía una:

– Doctor, ¿existe una razón lógica para que los recién nacidos cambien de peso durante su primera noche de vida?

– ¿Qué quiere decir?

– ¿Es corriente que un bebé pierda o gane varios centenares de gramos en las horas que siguen a su nacimiento?

El médico respondió, observando la gorra calada y la ropa demasiado corta del policía:

– No. Si el niño pierde peso, debemos realizar inmediatamente un examen médico a fondo. Porque es la señal de un problema y…

– ¿Y si gana? ¿Si el niño gana súbitamente peso en una sola noche?

El tocólogo, bajo su gorro de papel, le dirigió una mirada incrédula.

– Eso no sucede nunca. No le comprendo.

Niémans sonrió.

– Gracias, doctor.

Mientras andaba, el oficial de policía cerró los ojos. Tras los tabiques de sus párpados entreveía, por fin, el móvil de los asesinatos de Guernon.

La asombrosa maquinación de los ríos de color púrpura.

Sólo le faltaba verificar un último detalle.

En la biblioteca de la facultad.

55

– ¡Fuera! ¡Todos fuera!

La sala de la biblioteca estaba muy bien iluminada. Los OPJ levantaron la nariz de sus libros. Todavía eran seis los que estudiaban obras más o menos dedicadas al mal y a la pureza. Otros aún descifraban las listas de estudiantes que habían frecuentado la biblioteca durante el verano o a principios del otoño. Parecían soldados olvidados en la mitad de una guerra que se desplazaba a otros frentes sin prevenirles.

– ¡Fuera! -repitió Niémans-. La investigación ha terminado.

Los policías se lanzaron miradas de topo. Sin duda habían oído decir que el comisario principal Niémans ya no era el responsable de la investigación. Sin duda no comprendían por qué el célebre poli tenía el cráneo envuelto en una especie de calcetín y por qué llevaba bajo el brazo una caja parda y húmeda. Pero, ¿cómo enfrentarse a un Niémans, sobre todo cuando tenía esa mirada?

Se levantaron y se pusieron el chubasquero.

Uno de ellos interpeló al comisario en voz baja cuando se cruzaron cerca de la puerta. El policía reconoció al fornido teniente que había estudiado la tesis de Rémy Caillois.

– He terminado la obra, comisario. Quería decirle… Tal vez no sea nada, pero la conclusión de Caillois es muy sorprendente. ¿Se acuerda del athlon, el hombre que sumaba la inteligencia y la fuerza, el espíritu y el cuerpo, en la antigüedad? Pues bien, Caillois evoca una especie de… proyecto para organizar el retorno de una fusión de esta índole. Un proyecto realmente extraño. No habla de instaurar nuevos programas de educación en las escuelas o las facultades. No imagina una nueva formación para los profesores o algo por el estilo. Piensa en una solución…

– Genética.

– También usted ha hojeado su escrito, ¿verdad? Es una chaladura. Según él, la inteligencia corresponde a una realidad biológica. Una realidad genética que debe asociarse a otros genes, correspondientes a la fuerza física, para encontrar la perfección del athlon…

Estas palabras remolinearon en la mente de Niémans. Ahora conocía la naturaleza del complot de los ríos de color púrpura. No deseaba oír su torpe descripción de labios de un policía palurdo. El horror debía permanecer latente, implícito, silencioso. Plantado con huellas candentes en los tabiques de su alma.

– Déjame, chico -gruñó.

Pero el OPJ se dejó llevar por la inercia de su impulso:

– En las últimas páginas, Caillois habla de selección de los nacimientos, de uniones racionalizadas, una especie de sistema totalitario… Ideas de loco, comisario. Ya sabe, como en los libracos de ciencia ficción de los años sesenta… Pobrecillo, si ese tío no hubiese muerto en estas condiciones, sería para cachondearse.

– ¡Desaparece!

El policía rechoncho miró a Niémans, titubeó y finalmente desapareció.

El comisario atravesó la gran sala de lectura, totalmente vacía. Sentía que la fiebre le atenazaba nuevamente como raíces de fuego, le ceñía la cabeza como electrodos candentes. Accedió a la mesa del estrado centraclass="underline" la mesa escritorio de Rémy Caillois, bibliotecario jefe de la universidad.

Pulsó el teclado del ordenador. La pantalla se iluminó enseguida. De improviso, el policía mudó de parecer: las informaciones que buscaba databan de antes de los años setenta; no podían encontrarse, pues, en el programa del ordenador.

Febrilmente, Niémans buscó en los cajones de la mesa los registros que contenían las listas que le interesaban.

No las listas de los libros.

Tampoco las listas de los estudiantes.

Simplemente la lista de las cabinas de cristal, ocupadas en el curso de los años por millares de lectores.

Por absurdo que pudiera parecer, era en la lógica intrínseca de estos compartimientos, cuidadosamente organizados por los Caillois, padre e hijo, donde Niémans esperaba descubrir una correspondencia con lo que acababa de averiguar en la maternidad.

El comisario encontró por fin los registros de los emplazamientos. Abrió su caja de cartón y desplegó de nuevo los historiales de los recién nacidos. Calculó los años en que aquellos niños se habían convertido en estudiantes y pasaban los atardeceres en la biblioteca, y luego volvió a buscar estos nombres en la lista de lugares ocupados, esmeradamente consignados por los bibliotecarios jefes.

Pronto descubrió planos de las pequeñas cabinas e, inscrito en cada casillero, el nombre de los alumnos. No habría podido soñar un sistema más lógico, más riguroso, más adaptado a la conspiración que sospechaba. Cada uno de los niños mencionados en las fichas, convertido en estudiante unos veinte años después, había sido siempre colocado en la biblioteca, a lo largo de los días, los meses y los años, no sólo en el mismo compartimiento, sino siempre frente al mismo alumno, de sexo opuesto.

Niémans supo ahora que había acertado.

Repitió la consulta con varios estudiantes más, eligiéndolos voluntariamente a décadas de distancia. Cada vez descubría que el alumno había sido instalado frente a la misma persona, de la misma edad y del sexo contrario, en la época de sus consultas cotidianas en la biblioteca de Guernon.

El comisario apagó el ordenador con manos palpitantes. La vasta sala de lectura resonaba en todo su enfático silencio. Todavía sentado ante la mesa de Caillois, conectó su teléfono y llamó esta vez al vigilante nocturno de la alcaldía de Guernon. Le costó muchísimo convencer al hombre de que bajara enseguida a los archivos a fin de consultar los registros de los matrimonios de Guernon.

Por fin, el guardián obedeció y el oficial pudo, por mediación de un móvil, realizar las consultas que necesitaba. Niémans dictaba los nombres y el vigilante los verificaba. El comisario deseaba saber si los nombres que enunciaba correspondían a personas que se habían casado entre sí. Niémans acertó en un setenta por ciento.