»Entonces adiviné que los Caillois y los Sertys perseguían un objetivo más preciso: no sólo querían regenerar la sangre preciosa de los profesores, sino también crear seres perfectos, superhombres. Seres tan bellos como los que sudaban en las fotografías de los Juegos Olímpicos de Berlín. Seres más inteligentes que los investigadores más célebres de Guernon.
»Comprendí que esos chiflados querían unir los cerebros de Guernon y los cuerpos de los pueblos de la montaña, aunar las capacidades cerebrales de los profesores y las aptitudes físicas de los autóctonos: cristaleros o criadores. Si estaba en lo cierto, habían consolidado su sistema hasta el punto de organizar no sólo los nacimientos, sino también las uniones y los matrimonios entre los niños elegidos.
Karim asimilaba una por una estas informaciones, que parecían encontrar resonancias en el fondo de su silencio. El soliloquio enfebrecido de Niémans continuó:
– ¿Cómo organizar estos encuentros? ¿Cómo programar estos matrimonios? He reflexionado sobre los empleos de los Caillois y los Sertys, sobre el escaso poder que les conferían sus trabajos. Sabía que a través de sus papeles oscuros y modestos habían podido lograr su gran proyecto. Recuerda esas frases grabadas en el cuaderno: «Somos los amos. Somos los esclavos. Estamos por doquier, no estamos en ninguna parte». Estos términos dan a entender que, pese a su posición humilde, e incluso gracias a ella, estos hombres habían dominado el destino de toda una región. Eran sirvientes. Pero también eran amos.
»De este modo, los Sertys sólo eran enfermeros auxiliares oscuros, pero incidían en la existencia de los niños de la región, cambiando a los bebés. Y los Caillois, gracias a su trabajo, organizaban la segunda parte del programa: el matrimonio. ¿Pero cómo? ¿Cómo conseguían organizar esas uniones?
»Me acordé de los registros personales de los Caillois en la biblioteca. Había verificado en su interior los libros consultados. También habíamos estudiado los nombres de los chicos que habían leído esos libros. Sólo había una cosa que no habíamos examinado: los emplazamientos de los lectores, las pequeñas cabinas acristaladas donde leían los chicos. He irrumpido en la biblioteca y comparado las listas de estos lugares con las fichas de nacimiento falsificadas. Esto se remontaba a los años, treinta, cuarenta, cincuenta, pero todo encajaba, incluso el nombre.
»Los niños intercambiados siempre eran colocados, durante sus estudios, en la sala de lectura, frente a la misma persona: una persona del sexo opuesto, salida de las familias más brillantes del campus. Entonces lo comprobé en la alcaldía. No salía bien todas las veces, pero la mayor parte de estas parejas, que se habían conocido en la biblioteca, detrás de los cristales de las cabinas, se habían casado posteriormente.
»Así pues, había acertado. Los "amos", después de cambiar las identidades, organizaban con esmero los encuentros. Colocaban frente a los niños cambiados -los niños de la montaña- a los muchachos de espíritu notable, progenitura real de los profesores. Así conseguían una fusión superior, uniendo los "niños-cuerpo" con los "niños-cerebro". Y el proceso funcionó, Karim. Los campeones de la facultad no son otros que los hijos de esas parejas programadas.
Abdouf no hizo ningún comentario. Sus pensamientos parecían cristalizar, tan penetrantes como las espinas de alerce que se mezclaban con la lluvia.
Niémans prosiguió:
– He integrado estos elementos y poco a poco he reconstruido el rompecabezas. He comprendido que en este instante caminaba, precisamente, sobre la pista del asesino, que la anécdota de las fichas reencontradas que había sido objeto de artículos en los periódicos regionales había prendido fuego en su cerebro. Como yo, debió de comparar los dos grupos de documentos. Seguramente ya abrigaba una duda sobre los orígenes de los «campeones» de Guernon. Seguramente, él mismo es unos de esos campeones. Una de las criaturas de los chiflados.
»Entonces adivinó el principio de la conspiración. Siguió el hilo del ladrón de fichas, Rémy Caillois, y descubrió los vínculos secretos existentes entre él, Sertys y Chernecé… En mi opinión, este último era un eslabón añadido, un médico chalado que, mientras cuidaba a niños ciegos, había descubierto la verdad y preferido unirse a los manipuladores en lugar de denunciarlos. En suma, nuestro asesino los ha localizado y optado por sacrificarlos. Torturó a la primera víctima, Rémy Caillois, y conoció toda la historia. Después se ha contentado con mutilar y matar a los otros dos cómplices.
Karim se enderezó. Todo el torso le trepidaba dentro de la chaqueta de cuero.
– ¿Simplemente porque cambiaron los bebés?, ¿y favorecieron unos matrimonios?
– Hay un último hecho que ignoras: los montañeses de los pueblos circundantes registran una gran mortalidad entre sus recién nacidos. Un fenómeno inexplicable, tanto más cuanto que se trata de familias de buena salud. Ahora adivino la razón de esta mortalidad. Los Sertys no sólo intercambiaban los bebés, sino que asfixiaban a los recién nacidos que hacían pasar por hijos de los montañeses, en realidad hijos de intelectuales de menos envergadura. De esta manera se aseguraban de que las parejas de las alturas, privadas de progenitura, engendrarían nuevos bebés y les procurarían más sangre nueva para inyectar en el valle, entre las filas de los intelectuales. Esos hombres eran fanáticos, Karim. Enfermos, homicidas, de padres a hijos, dispuestos a todo para dar origen a su raza superior.
Karim murmuró, con voz ahogada:
– Si los asesinatos responden a una venganza, ¿por qué mutilaciones tan precisas?
– Poseen un valor simbólico. Pretenden borrar la identidad biológica de las víctimas, destruir las señales de su origen profundo. Del mismo modo, los cuerpos han sido puestos en escena de manera que se descubra primero su reflejo, y no el cuerpo en sí. Otra forma de desmaterializar a las víctimas, de desencarnarlas. Caillois, Sertys, Chernecé eran ladrones de identidad. Han pagado allí por donde han atacado. Es una especie de ley del talión.
Abdouf se levantó y se acercó a Niémans. El viento cargado de lluvia azotaba sus rostros fantasmales. La condensación formaba una bruma blanquecina en torno a su cabeza, cráneo de cabellos a cepillo y huesudo para Niémans, largas trenzas entorchadas y empapadas para Abdouf.
– Niémans, es usted un poli genial.
– No, Karim. Porque ahora tengo el móvil del asesino, pero todavía no su identidad.
El árabe soltó una risa seca y helada.
– Yo conozco su identidad.
– ¿Qué?
– Ahora todo encaja. Recuerde mi propia investigación: esos diablos que querían destruir el rostro de Judith porque constituía una prueba, una prueba convincente. Los diablos no eran otros que Etienne Caillois y René Sertys, los padres de las víctimas, y sé por qué debían borrar totalmente el rostro de Judith. Porque este rostro podía revelar su conspiración, desvelar la naturaleza de los ríos de color púrpura y el principio del intercambio de bebés.
Ahora le tocó el turno a Niémans de quedarse estupefacto.
– ¿Por qué?
– Porque Judith Hérault tenía una hermana gemela, que habían intercambiado.
58
Esta vez fue Karim quien habló. En tono grave y voz neutra, bajo la lluvia que ahora parecía retroceder frente a los albores del día. Sus tirabuzones se perfilaban como tentáculos de un pulpo sobre la corola del alba.
– Usted dice que los conspiradores seleccionaban a los niños que retenían, estudiando el perfil de sus padres. Buscaban sin duda los seres más fuertes, los más ágiles de las laderas. Buscaban a las fieras de las cumbres, a los leopardos de las nieves. Entonces no podían haber pasado por alto a Fabienne y Sylvain Hérault, una joven pareja que vivía en Taverlay, en las alturas del Pelvoux, a mil ochocientos metros de altitud.