»Desde esta época, la madre vive en la oración. Siempre había oscilado entre varias hipótesis. Pero la principal era que los padres adoptivos de su segunda hija, personalidades poderosas y diabólicas de la facultad, habían tramado toda esta historia para reemplazar a su hija muerta y estaban dispuestos a eliminarlas, a ella y a Judith, simplemente para no perturbar su propia realidad. La mujer no captó nunca la verdad: la naturaleza de la manipulación real. Ni la de los conspiradores, que buscaron a las dos mujeres por toda Francia, temiendo que revelasen su terrible maquinación y que el rostro de la niña sirviera como cuerpo del delito.
»Ahora, Niémans, nuestras dos investigaciones se juntan como los dos raíles de la muerte. Su hipótesis corrobora la mía. Sí: el asesino repasó este verano las fichas robadas. Sí: siguió a Caillois, y después a Sertys y Chernecé. Sí: descubrió la manipulación y decidió vengarse de la manera más sangrienta. Y este asesino no es otro que la hermana gemela de Judith.
»Una gemela homocigótica que actúa como lo habría hecho Judith, porque ahora conoce la verdad sobre su propio origen. Por eso utiliza una cuerda de piano, para recordar los talentos de su verdadera madre. Por eso sacrifica a los manipuladores en las alturas rocosas, allí mismo donde su propio padre arrancaba los cristales. Por eso sus huellas digitales han podido confundirse con las de la propia Judith… Buscamos a su hermana de sangre, Niémans.
– ¿Quién es? -estalló Niémans-. ¿Bajo qué nombre ha crecido?
– No lo sé. La madre se ha negado a dármelo. Pero poseo su rostro.
– ¿Su rostro?
– La fotografía de Judith a la edad de once años. El rostro de la asesina, ya que son perfectamente idénticas. Creo que con este retrato podremos…
Niémans temblaba.
– Enséñamelo. Deprisa.
Karim sacó la fotografía y se la alargó.
– Es ella la que mata, comisario. Venga a su hermana desaparecida. Venga a su padre asesinado. Venga a los bebés asfixiados, a las familias manipuladas, a todas esas generaciones engañadas desde… Niémans, ¿se encuentra mal?
La foto tremolaba entre los dedos del comisario, que observaba la cara de la niña y apretaba los dientes hasta hacerlos rechinar. De pronto, Karim comprendió y se inclinó hacia él. Le agarró por el hombro.
– Dios mío, ¿la conoce? ¿Es eso, la conoce?
Niémans dejó caer la fotografía en el barro. Parecía ir a la deriva hacia los confines de la demencia pura. Su voz resonó, igual que una cuerda rota:
– Viva. Debemos capturarla viva.
59
Los dos polis caminaron bajo la lluvia. Ya no hablaban, respiraban apenas. Franquearon varios controles policiales; los centinelas del amanecer les lanzaban miradas suspicaces. Ninguno de los dos expresó la idea de formar un destacamento en este momento. Niémans estaba fuera de servicio, Karim no se encontraba en su territorio. Y no obstante, era su investigación. Suya, exclusivamente suya.
Se acercaron al campus. Pisaron las avenidas de asfalto, las superficies de hierba brillante, y entonces se detuvieron y subieron al último piso del edificio principal. De una sola carrera llegaron hasta el final del pasillo y llamaron a la puerta, pegados a cada lado del marco. No hubo respuesta. Hicieron saltar los cerrojos y entraron en el apartamento.
Niémans apuntaba su fusil Remington, cargado, que había recuperado en el puesto central. Karim empuñaba su Glock, que cruzaba contra su muñeca, con la linterna. Convergencia de haces, muerte y luz.
Nadie.
Iniciaban un registro rápido cuando sonó el busca de Niémans. Debía llamar a Marc Costes con urgencia. El comisario telefoneó inmediatamente. Sus manos seguían temblando, furiosos dolores le roían el vientre. Resonó la voz del joven médico:
– Niémans, estoy con Barnes. Justo para decirle que hemos encontrado a Sophie Caillois.
– ¿Viva?
– Viva, sí. Huía hacia Suiza con el tren de…
– ¿Ha declarado algo?
– Dice que es la próxima víctima. Y que conoce al asesino.
– ¿Ha dado su nombre?
– Sólo quiere hablar con usted, comisario.
– Mantenedla bajo una fuerte vigilancia. Que nadie le hable. Ni se le acerque. Estaré en el puesto dentro de una hora.
– ¿Dentro de una hora? Usted sigue una pista…
– Hasta luego.
– ¡Espere! ¿Está Abdouf con usted?
Niémans lanzó el móvil al joven teniente y continuó el apresurado registro. Karim se concentró en la voz del médico:
– Tengo la tonalidad de la cuerda de piano -dijo el médico forense.
– ¿Si bemol?
– ¿Cómo lo sabes?
Karim no respondió y colgó. Miró a Niémans, que le observaba desde detrás de las gafas salpicadas de lluvia.
– No encontraremos nada aquí -dijo este último, yendo hacia la puerta-. Corramos al gimnasio. Es su guarida.
La puerta del gimnasio, un edificio aislado en un extremo del campus, no resistió ni un segundo. Los dos hombres entraron y se desplegaron en círculo. Karim seguía empuñando la Glock por encima del haz de su linterna. Niémans también había fijado la linterna a su fusil, en el eje exacto del cañón.
Nadie.
Cruzaron las alfombras del suelo, pasaron bajo las barras paralelas, escrutaron las alturas negras donde se balanceaban aros y cuerdas de nudos. El silencio era un caparazón taciturno. Olía a sudor rancio y caucho viejo. La sombra, cuajada de formas simétricas, módulos de madera, articulaciones de metal. Niémans tropezó con un trampolín y Karim se volvió al instante. Tensión. Mirada fugaz. Cada policía podía sentir la angustia del otro. Chispas como si se frotara sílex. Niémans musitó:
– Es aquí. Estoy seguro de que es aquí.
Karim siguió buscando con los ojos y luego enfocó las canalizaciones de la calefacción y avanzó junto a los tubos fijados en la pared, escuchando el continuo sonido sibilante de la caldera. Saltó sobre las pesas, las pelotas de cuero y llegó a un amasijo de barras engrasadas, apoyadas oblicuamente contra las alfombras de espuma colocadas a lo largo de la pared. Sin tomarse la molestia de ser discreto, hizo caer las barras y arrancó las alfombras. La «barrera» disimulaba la puerta de la habitación de la caldera.
Disparó una sola bala al orificio dentado que servía de cerradura. La puerta saltó de sus goznes, salpicando astillas y filamentos de hierro. El poli la derribó a patadas.
En el interior, oscuridad.
Asomó la cabeza y la sacó enseguida, lívido. Los dos hombres entraron esta vez en un solo movimiento.
El olor ácido les saltó a la cara. Sangre.
Sangre en las paredes, en los tubos de fundición, en los discos de bronce posados en el suelo. Sangre por el suelo, absorbida por puñados de talco, convertida en charcos granulosos y negruzcos. Sangre en las paredes abombadas de la caldera.
Los dos hombres no tenían ganas de vomitar; su espíritu estaba como separado del cuerpo, suspendido en una especie de espanto alucinado. Se acercaron, barriendo el menor detalle con la linterna. Enmarañadas en torno a los tubos, brillaban cuerdas de piano. En el suelo había bidones de gasolina, tapados con trapos sanguinolentos. Unas barras de pesas exhibían filamentos de carne seca, costras marrones. Cutters rayados estaban aglutinados en los charcos petrificados de hemoglobina.
A medida que avanzaban por el pequeño cuarto, los haces de luz de las linternas temblequeaban, traicionando el miedo que agitaba sus miembros. Niémans se fijó en unos objetos coloreados bajo un banco. Se arrodilló. Neveras portátiles. Atrajo una hacia él y la abrió. Sin pronunciar una palabra, iluminó el fondo para Karim.