Judith se echó a reír y gritó de nuevo:
– ¡Me imagino su jeta cuando abrieron la caja! -Pero enseguida recuperó la seriedad-. Era preciso que lo supieran, Karim… Era preciso que comprendieran que la hora de la venganza había sonado, que iban a reventar… Que iban a pagar por todo el mal que habían hecho a nuestro pueblo, a nuestra familia, a nosotras, las dos hermanas, y a mí, a mí, a mí…
Su voz se extinguió. El día proyectaba resplandores de nácar.
Karim murmuró:
– ¿Y ahora? ¿Qué harás?
– Reunirme con mamá.
El poli pensó en la mujer colosal rodeada de sus fundas y sus telas multicolores. Pensó en Crozier, el hombre solitario, que debía encontrarse con ella al caer la noche. Aquellos dos acabarían en chirona, tarde o temprano.
– Tengo que arrestarte, Judith.
La joven rió burlonamente.
– ¿Arrestarme? ¡Pero si soy yo quién tiene tu arma, pequeña esfinge! Si te mueves, te mato.
Karim se acercó e intentó sonreír.
– Todo ha terminado, Judith. Vamos a cuidarte, vamos a…
Cuando la joven apretó el gatillo, Karim ya había desenfundado la Beretta que llevaba siempre en la espalda, la Beretta que le había permitido vencer a los skins, el arma del último recurso.
Sus balas se cruzaron y dos detonaciones resonaron al alba. Karim salió indemne pero Judith retrocedió con gracia. Como llevada por una danza, titubeó unos segundos mientras el torso ya se cubría de rojo.
La joven soltó el arma automática, esbozó varios pasos y cayó al vacío. Karim creyó ver pasar por su cara una sonrisa.
Gritó de repente y se precipitó al borde de las rocas para divisar el cuerpo de Judith, la niña a quien había querido -ahora lo sabía- más que a nada en el mundo, durante veinticuatro horas.
Distinguió la silueta ensangrentada que bajaba por el río. Vio alejarse el cuerpo, alcanzar los de Fanny Ferreira y Pierre Niémans.
A lo lejos, rasgando el lecho de las montañas, se elevaba un sol incandescente.
Karim no hizo caso de él.
No veía qué clase de sol podía iluminar las tinieblas que aprisionaban su corazón.
Jean-Christophe Grangé