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– Pero sería preciso que el homicida fuese más pesado que el muerto, ¿no?

– O de un peso iguaclass="underline" al lanzarse al vacío, su peso se incrementa. Una vez izado el cuerpo, su asesino podría haber subido rápidamente, por las peñas, y empotrar a su víctima en esa falla espectacular.

El comisario miró otra vez todos los pitones, tornillos y aros que descansaban sobre la mesa. Pensó en el material para un robo con escalo, pero era un delito particular: un escalador conocedor de elevadas altitudes y gravedades.

– Según usted, ¿cuánto tiempo requeriría semejante operación?

– Para alguien como yo, menos de diez minutos.

Niémans asintió: se dibujaba un perfil de asesino. Los dos interlocutores salieron. El sol se filtraba a través de las nubes, iluminando las cimas con una claridad cristalina. El policía preguntó:

– ¿Es usted profesora de esta facultad?

– De Geología.

– ¿Y de qué más?

– Enseño varias disciplinas: la taxonomía de las piedras, las dislocaciones tectónicas, también la glaciología, la evolución de los glaciares.

– Parece muy joven.

– Aprobé el doctorado con veinte años. Y ya era profesora adjunta. Soy la diplomada más joven de Francia. Ahora tengo veinticinco años y soy profesora titular.

– Una verdadera empollona de facultad.

– Exacto. Una empollona de facultad. Hija y nieta de profesores eméritos, aquí, en Guernon.

– ¿De modo que pertenece a la cofradía?

– ¿Qué cofradía?

– Uno de mis tenientes hizo sus estudios en Guernon. Me ha explicado que en la universidad había una élite aparte, compuesta por los hijos de los profesores de la facultad…

Fanny meneó la cabeza con gesto malicioso.

– Yo diría más bien una gran familia. Los hijos de los que usted habla crecen en la facultad, en la enseñanza, en la cultura. Después alcanzan excelentes resultados. Parece natural, ¿no?

– ¿Incluso en el terreno deportivo?

Ella arqueó las cejas.

– Eso se debe al aire de la montaña.

Niémans continuó:

– Usted conocía sin duda a Rémy Caillois. ¿Cómo era?

Fanny contestó sin vacilar:

– Solitario. Introvertido. Arisco, incluso. Pero muy brillante. Cultivado hasta el vértigo. Un rumor corría por aquí… Se decía que había leído todos los libros de la biblioteca.

– ¿Cree que ese rumor era fundado?

– Lo ignoro. Pero conocía a fondo la biblioteca. Era su antro, su refugio, su madriguera.

– El también era muy joven, ¿verdad?

– Había crecido en esta biblioteca. Su padre ya era el jefe de bibliotecarios de la facultad.

Niémans dio algunos pasos.

– No lo sabía. ¿Pertenecían también los Caillois a su «gran familia»?

– Desde luego que no. Al contrario, Rémy era hostil. A pesar de su cultura, nunca había obtenido los resultados que esperaba. Creo… en fin, supongo que tenía celos de nosotros.

– ¿Cuál era su especialidad?

– Filosofía, me parece. Estaba terminando su tesis.

– ¿Sobre qué tema?

– No tengo ni idea.

El comisario se calló. Escrutó las montañas, cada vez más soleadas. Parecían gigantes deslumbrados.

– Su padre -continuó-, ¿vive todavía?

– No. Desapareció hace varios años. Un accidente de alpinismo.

– ¿Nada sospechoso por ese lado?

– ¿Qué busca? Murió bajo una avalancha. La de la Grande Lance d'Allemond, en el 93. Es usted un poli, no cabe duda.

– Tenemos dos bibliotecarios alpinistas. Un padre y un hijo. Muertos ambos en las montañas. La coincidencia merece ser señalada, ¿no?

– Nada dice que Rémy haya sido asesinado en las montañas.

– Es cierto. Pero salió para una larga caminata la mañana del sábado. El asesino debió de sorprenderle en las alturas. Tal vez conocía su itinerario y…

– Rémy no era de los que siguen un itinerario clásico. Ni de los que lo revelan a otros. Era un hombre muy… secreto.

Niémans se inclinó.

– Muchas gracias, señorita. Ya conoce la fórmula: si recuerda un detalle… puede ponerse en contacto conmigo en uno de estos números.

Niémans anotó los números de su móvil y de una sala que el rector le había asignado en la universidad; el policía prefería instalarse en la facultad que en la gendarmería.

Murmuró:

– Hasta pronto.

La joven no levantó los ojos. El policía ya se iba cuando ella dijo:

– ¿Puedo hacerle una pregunta?

Le miraba fijamente con sus pupilas cristalinas. Niémans sintió una especie de malestar. Esos iris eran demasiado claros. Eran de cristal, de agua viva, cortantes como la escarcha.

– La escucho -respondió.

– Han dicho por la radio… En fin, ¿es cierto que era usted del equipo que mató a Jacques Mesrine?

– Era joven. Pero es cierto, sí.

– Me preguntaba… ¿Qué se siente después?

– ¿Después de qué?

– Después de una historia semejante.

Niémans dio varios pasos hacia la muchacha. Ésta retrocedió instintivamente. Pero levantó la mirada con valentía, con arrogancia.

– Siempre me complacerá conversar con usted, Fanny. Pero nunca me oirá hablar de eso. Ni de lo que perdí aquel día.

Su interlocutora bajó los ojos. Dijo con voz sorda:

– Ya veo.

– No, no ve nada. Y es una gran suerte para usted.

6

Los gorgoteos del agua restallaban en su espalda. Niémans había pedido prestados unos zapatos de marcha a la gendarmería y subía ahora los escalones naturales de la pared, relativamente fáciles de escalar. Una vez llegado a la altura de la falla, el policía observó el estrecho orificio donde había sido descubierto el cuerpo. Escrutó con atención todos los lados de la pared rocosa. Con las manos protegidas por guantes de látex, buscaba huellas de pitones en la muralla.

Agujeros en la piedra.

El viento cargado de gotas de agua helada le azotaba el rostro y a Niémans le encantaba esa sensación. Pese a las circunstancias, al llegar al pequeño lago había experimentado una inmensa impresión de plenitud. Quizás el asesino había elegido el lugar por esa razón: era un sitio de calma, de serenidad, sin contaminación, sin estridencias. Un lugar donde las aguas de jade aportaban la paz a los espíritus violentos.

El comisario no encontró nada. Prosiguió la búsqueda alrededor del nicho: ninguna huella de clavos de roca. Apoyó una rodilla en el reborde y palpó las paredes interiores de la cavidad. De pronto sus dedos descubrieron un orificio, neto, preciso, justo en el centro del techo de la gruta. El policía pensó brevemente en Fanny Ferreira. Había acertado en su previsión: el asesino, provisto de clavos de roca y poleas, había izado el cuerpo valiéndose sin duda de su propio peso.

Introdujo el brazo, palpó un poco más y descubrió un total de tres cavidades, con marcas de rosca, de una profundidad de veinte centímetros, dispuestas en triángulo, las tres huellas de los pitones que habían sostenido las poleas. Las circunstancias del crimen empezaban a concretarse. Rémy Caillois había sido sorprendido durante su caminata. El asesino lo había maniatado, torturado, mutilado y matado en las alturas solitarias y después había bajado al valle con el cuerpo de la víctima. ¿Cómo? Niémans echó una mirada hacia unos quince metros más abajo, allí donde las aguas se paralizaban en un espejo de laca. Por el torrente. Sin duda el asesino había surcado el río a bordo de una canoa o de una embarcación de ese tipo.

Pero, ¿por qué tanto esfuerzo? ¿Por qué no abandonó el cadáver en el lugar del crimen?

El policía descendió con precaución. Una vez abajo, se quitó los guantes, dio la espalda a las rocas y escrutó esta vez la sombra de la falla en las aguas perfectamente lisas. El reflejo estaba tan quieto como un cuadro. Tuvo una convicción: aquel lugar era un santuario. Tranquilidad y pureza. Y tal vez el homicida lo había elegido por ese motivo. En cualquier caso, el investigador ya contaba con una certidumbre.